Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 6
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Vicente Blasco Ibáñez
La araña negra, t. 6/9
SEXTA PARTE
RICARDITO BASELGA
I
Entre el centenar de alumnos con que contaba el colegio establecido por los jesuítas en Madrid, el primogénito del conde de Baselga era el que merecía mayores distinciones.
Aquel niño pálido y enclenque, de ojazos soñadores y de expresión dulce y humilde, era el predilecto de los padres maestros, y el encargado de desempeñar todos los papeles distinguidos dentro del colegio.
Cuando el padre Claudio visitaba el establecimiento Ricardito Baselga era el colegial que merecía todas sus atenciones; y esta predilección bastaba para que en aquella casa, dominada por el más abyecto servilismo, adquiriese el aristocrático niño todos los honores de un reyecillo en pequeño.
No abusaba mucho el colegial de las preeminencias que le concedían.
Era humilde hasta la exageración, y cada una de aquellas atenciones le sonrojaban como si fuese un honor irónico y mortificante que le dispensaban.
Huía de intimar con sus compañeros, a los que trataba siempre con dulzura huraña; gustaba mucho de la soledad, y si alguna vez sentía deseos de espontanearse, iba en busca de los más viejos maestros, a los que apreciaba como santos dignos de la consideración más idolátrica.
En su primera época de colegial, cuando hacía poco tiempo que había ingresado en el santo establecimiento, y durante las vacaciones, cuando se trasladaba a casa de sus padres y jugaba con su hermana Enriqueta u oía los cuentos de la vieja Tomasa, el niño, al volver, mostraba cierta precoz malicia y gustaba de todos los enredos del colegio y de las intrigas tramadas por los alumnos más revoltosos; pero poco a poco su carácter se había modificado por completo y en él iba borrándose aquella viveza e impetuosidad que apenas había llegado a iniciarse.
La tutela que su hermana, la baronesa de Carrillo, ejercía sobre aquel niño tímido y melancólico, no podía ser de más visibles efectos.
El único ser de la familia que lograba despertar algún cariño en doña Fernanda era Ricardito, quien permanecía horas enteras sentado a los pies de su hermanastra, oyéndola relatar vidas de santos, en que lo absurdo y maravilloso constituían los principales hechos.
La baronesa, con su carácter imperioso y dominante, ejercía gran influencia sobre el débil niño y tenía el poder de ir modelando a su gusto sus aficiones y tendencias.
Ricardito, a los nueve años, tenía ya resuelto su porvenir.
Cuando juntándose con otros colegiales hablaban todos de lo que pretendían ser cuando fuesen hombres, el hijo del conde de Baselga manifestaba siempre idéntica aspiración.
Sus compañeros querían ser en el porvenir generales, embajadores, almirantes, todos los cargos, en fin, ruidosos y brillantes a los que la sociedad presta homenaje; Ricardito, con sencillez y modestia, contestaba siempre lo mismo al ser interrogado: él quería ser santo.
Y en esta opinión le tenía todo el colegio en vista de su vida y costumbres; y cada vez que manifestaba el niño tal opinión en presencia de la baronesa, ésta se conmovía experimentando una satisfacción sin límites.
El padre Claudio mostraba especial interés en fomentar las aficiones seráficas de aquel niño, y los maestros del colegio secundaban admirablemente los propósitos de su superior.
Aprovechábanse de las más leves faltas del niño para recordarle la misión a que Dios le llamaba y crear en él lo que pudiera llamarse orgullo de clase.
La educación jesuítica, tan dulce en la forma como defectuosa e irritante en el fondo, fúndase principalmente en la odiosa división de castas.
Para combatir los defectos no se acude a la moral ni se recuerdan las leves naturales, sino que se hace uso de cuanto puede afectar al orgullo y la soberbia o herir el amor propio.
Cuando alguno de aquellos colegiales pertenecientes a las más encumbradas familias cometía alguna falta, no se le reprendía echándole en cara lo que ésta significaba, sino que el padre jesuíta; se limitaba a decir:
– ¡Parece mentira que un noble perteneciente a una de las más ilustres familias, haga tal cosa! Se pone usted al nivel de un muchacho del pueblo.
Esto fomentaba la división en la sociedad del porvenir y ahondaba la diferencia entre los privilegiados de la fortuna y los desheredados; pero, en cambio, impresionaba mucho a aquellos muchachillos de sangre azul que estaban convencidos de que hasta en el cielo hay jerarquías, y de que Dios creó con la mano derecha a los nobles y a los ricos y con la izquierda al pueblo para que sufriera y diere de comer al los demás.
Con Ricardito Baselga cambiaban de táctica los buenos padres. Pertenecía el muchacho a una ilustre familia, y podían también interesar su amor propio: pero siguiendo las instrucciones de su superior, cuando habían de reprender al niño, se limitaban a decir:
– ¡Parece imposible que un santito a quien tanto quiere Dios pueda cometer semejante falta!
De este modo el muchacho se iba convenciendo de que era un elegido de Dios, un predestinado a quien asistía la divina gracia, y se entregaba a las aficiones místicas que sus maestros tenían buen cuidado en fomentar.
A la edad en que todos los niños aman la agitación y el bullicio y se entregan a los más violentos juegos, él se mostraba grave y reservado, y las horas de recreo las pasaba en un rincón del patio cuando no escapaba para entrar en la desierta capilla, donde quedaba extático ante la más bella imagen de la Virgen.
A causa de estas aficiones, mientras los otros colegiales respiraban vida y vigor, él estaba pálido, enjuto y enfermizo, hasta el punto que, algunas veces, sus maestros habían de reprenderle por la inercia en que tenía su cuerpo y le excitaban a que jugase con sus compañeros, orden que el muchacho, siempre obediente, cumplía, con forzosa pasividad.
Ricardito iba convirtiéndose poco a poco en un objeto de admiración que ostentaba con orgullo el santo establecimiento.
Los colegiales, obedeciendo a sus maestros, miraban al niño como un ser superior y privilegiado, digno de supersticioso respeto; y entre ellos se hablaba como de una cosa rara de su humildad a toda prueba, de la gran resistencia que tenía para permanecer horas enteras de rodillas en el oratorio y de la entonación dulce y conmovedora con que rezaba sus oraciones en alta voz.
No visitaba el colegio una familia distinguida sin que dejasen los jesuítas al punto de presentar como la mayor curiosidad de la casa a aquel “santito” de cara dulce y melancólica, que se presentaba con la mayor modestia, ruborizándose al más leve cumplido.
El niño era, sin saberlo, un prospecto viviente que utilizaban los jesuítas para demostrar la santa educación que se daba en aquel establecimiento, y los maestros hablaban a las madres y hermanas de los demás colegiales del santo entusiasmo de Ricardito, que en las noches más crudas de invierno le hacía saltar de la abrigada cama para arrodillarse desnudo sobre el frío suelo y rezar a la Virgen, que se le aparecía en sueños.
La fama de aquella infantil santidad atravesaba los muros del colegio para esparcirse en el gran mundo, y la baronesa de Carrillo recibía a cada instante felicitaciones por haberle Dios deparado un hermano que sería la honra de la familia y la abriría las puertas del cielo.
Esto causaba en doña Fernanda una emoción de celestial gozo, y cuando hablaba con sus amigas decía siempre con cierta satisfacción:
– Me envanezco con mi hermano como si fuese obra mía. Yo he guiado sus primeros pasos por la senda de la devoción y le he enseñado a amar a Dios. ¡Ay! ¿Qué sería de él si yo lo hubiese abandonado al cuidado de mi padre? Es el único que honrará la familia. Enriqueta es una casquivana de la que nunca conseguiré hacer una santa.
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