Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 6
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De cómo habló la Virgen a Ricardo
La exagerada devoción del colegial le hacía mirar con más simpatía el establecimiento donde se educaba que la casa de su padre: y por esto, muy al contrario de todos sus compañeros, miraba con santo horror las vacaciones, porque éstas le arrancaban de aquel vasto edificio en cuyos largos corredores se explayaba su imaginación forjando las más absurdas quimeras y en cuya capilla se entregaba a raptos de desesperación, en vista de que sus delirios místicos no producían eco en el cielo.
El hijo del conde de Baselga iba por buen camino para llegar a sacerdote, y prueba de ello era que comenzaba a adquirir ese horror a la propia familia, ese desprecio a los seres queridos que caracteriza en sus vidas a todos los elegidos de Dios.
Para servir bien al señor había que abandonar a los padres y hermanos, había que romper todos los lazos terrenales, despreciar los más sagrados afectos; y el niño hizo todo esto recordando la existencia de muchos de aquellos santos cuyas vidas había leído y de los cuales el detalle más saliente era haber olvidado a los que les dieron el ser para amar únicamente a Dios.
Esta repugnante ingratitud le resultaba al niño una acción honrosísima, sin duda por las muchas veces que había oído a los predicadores de la Compañía ensalzarla como el acto más sublime.
Además, Ricardo no experimentaba ningún afecto natural e irresistible hacia su familia.
Su padre, el conde de Baselga, era para él un señor taciturno y terrible que le miraba siempre con fúnebre gravedad, y sólo de tarde en tarde le acariciaba fríamente. Ignoraba el niño que su presencia evocaba siempre en la mente del conde los más terribles recuerdos, y que él, al entrar en el mundo, había producido la muerte de su madre, mujer angelical, cuya memoria había de acompañar siempre a Baselga.
Ricardo sólo había sabido temer a su padre, aunque éste jamás llegó a dirigirle una palabra dura.
Había amado algo a Enriqueta, aquella hermana mayor que él que jugando abusaba de su superioridad y lo manejaba como un “bebé”; pero este afecto puro y natural había ido desapareciendo conforme se desarrollaban sus aficiones a la santidad.
Llevado de la manía de imitar a su santo patrón, Ricardo, que seguía escrupulosamente cuanto leía en la vida de San Luis, se propuso hacer voto de castidad, sin saber a ciencia cierta a lo que se obligaba; y arrodillado ante aquella Virgen rizada, hermosa y con los ojos en blanco por el dulce éxtasis, imagen que era la depositaria de todos sus remordimientos e inquietudes, juró no presentar sus carnes al desnudo a las miradas de sus compañeros, como antes lo hacía al acostarse, y no mirar nunca a una mujer el rostro.
Desde entonces tomó Ricardo la costumbre de presentarse ante las damas que visitaban el colegio con la cabeza baja y los ojos casi cerrados para no ver ninguna de aquellas gracias femeniles que podían turbar su voto.
El joven devoto se anticipaba a la naturaleza y huía de la mujer en la época que ésta no podía aún despertar en él ningún desconocido sentimiento.
Cuando en la época de vacaciones veíase obligado en la casa paterna a tratarse con su hermana Enriqueta, mostrábase tímido y receloso, procurando evitar el roce de aquellas faldas, como si fuesen siniestra tienda bajo la cual acampaba una legión de diablos. La devoción trastornando aquel cerebro infantil, hacía surgir en él horrendos pensamientos y suposiciones monstruosas.
La vista de Tomasa, aquella relatadora de cuentos impíos, llenaba de santo terror a Ricardo, que huía de ella como del pecado mortal, mientras la franca aragonesa echaba pestes contra los pícaros jesuítas y doña Fernanda, que le habían “mareado” al niño hasta el punto de hacerle odiar a la que podía llamarse su segunda madre.
Cuando algunos días después de haber despedido el conde a la vieja doméstica fué Ricardo a pasar un domingo a casa de su padre, el muchacho experimentó una gran tranquilidad al saber que no volvería a encontrarse con la maliciosa aragonesa.
La casa parecía haber cambiado radicalmente con aquella marcha.
El conde acarició a su hijo, mostró por él gran interés, y sin perder su tétrica gravedad, le preguntó por sus estudios y aficiones, excitándole cariñosamente a que no fuese un fanático y se preparara a ser un hombre útil a su familia y a la patria.
En cuanto a Enriqueta, manifestóse a su hermano más alegre y locuaz de lo que comúnmente estaba, y sin hacer caso de su desvío huraño, le dijo que papá era muy bueno y ella muy feliz; que ahora la llevaba al Teatro Real y a los grandes bailes, que la dejaba en libertad para vestir con elegancia y que él mismo se mostraba muy alegre y decidido a gozar de la vida. Y Enriqueta, creyendo que con sus palabras despertaba un sentimiento de envidia a su hermano, que manifestaba honda tristeza, hablábale de que pronto saldría él del colegio y sería un pollo elegante que brillaría mucho en sociedad y tendría una novia hermosa y distinguida.
El santo volvió al colegio escandalizado por el lenguaje de su hermana, y dispuesto a no cruzar más su palabra con aquella que insultaba con tales suposiciones su dignidad de elegido de Dios.
Aquel fué el último día que el muchacho pasó en el seno de su familia. Apenas se vió en los sombríos corredores del colegio, aspirando aquella atmósfera mística que le enloquecía, desvanecióse la débil impresión de cariño causada por el cambio de carácter que había notado en su padre.
Ricardo volvió a engolfarse en aquella devoción que tanto le trastornaba, convirtiéndose en un niño nervioso, visionario y casi demente.
El deseo de ser santo, que aún se excitaba más con la reputación que de tal tema en el colegio, dominábale a todas horas.
La vida de San Luis era su continua lectura, y todos los días juraba ante la Virgen imitar al santo Gonzaga en todos sus actos.
El sería jesuíta como el santo italiano, vestiría la sotana de la Orden, y olvidando que había nacido rico haría acto de perpetua pobreza, entregando su fortuna a la Compañía, para que la distribuyese entre los necesitados.
Este rasgo sabía él que sublimaría toda su existencia, y le daría el verdadero carácter de santo.
Muchas veces el padre Claudio había dicho en su presencia que nada era tan grato a los ojos de Dios como el sacrificio que hacen los potentados que entran en la Orden, despojándose de sus riquezas.
Cuando llegase el tiempo oportuno, cuando por la edad pudiese disponer del inmenso caudal que le correspondía como heredero de su madre, él sabría llevar a cabo tal rasgo de desprendimiento y se haría célebre en los santos fastos de la Compañía por su santidad, entregando antes todas sus riquezas al padre Claudio, para que éste fuese el administrador de los pobres.
Ricardo estaba resuelto a ser jesuíta; pero una duda cruel martirizaba su cerebro. ¿Le llamaba Dios por tal camino? ¿Merecía él, como el seráfico Luis, vestir la sotana de los hijos de San Ignacio?
Al santo Gonzaga el cielo se había dignado manifestarle que era su voluntad que entrase en la célebre Orden.
Estando en Madrid, en la Corte de Felipe II (según rezaba la vida de San Luis, escrita por el jesuíta Croisset), y cuando aún era un niño, el santo, una mañana, arrodillado ante la Virgen del “Buen Suceso”, escuchó cómo ésta le incitaba con frases cariñosas a que entrase en la Compañía.
Aquél era un elegido de Dios, ya que la celeste madre se dignaba darle consejos; pero él se tenía por un réprobo, por un ser maldito, a causa de sus pecadillos de la primera edad, ya que no escuchaba voces sobrehumanas, ni la dulzura de la Virgen venía a calmar sus terribles zozobras.
Un día notó que dos jesuítas viejos, que entre las gentes del colegio tenían renombre de sabios, a la hora del recreo, en que todos los alumnos se entregaban a los más ruidosos juegos, le contemplaban desde un ángulo del patio, con expresión marcada de lástima, y conversaban después animadamente.
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