Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 6
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Aquella misma noche vió repetirse iguales gestos en la servidumbre del colegio y en algunos de los alumnos mayores, pero el niño era tan tímido y tenía tal empeño en contrariar todos sus deseos para santificarse, que por no pecar de curioso evitó hacer la más leve pregunta.
A la mañana siguiente, el padre encargado de la dirección del colegio, y en el cual el padre Claudio parecía tener una absoluta confianza, se encargó de aclarar aquel misterio.
Cuando el muchacho estuvo en el despacho del director, este jesuíta usó de mil rodeos para decirle la noticia que le había encargado su superior; habló de la voluntad inflexible de Dios, del destino de la criatura, que está de antemano trazado por el Eterno y que nadie puede variar; del deber en que está todo buen cristiano de resistir los rudos golpes del destino; y cuando el muchacho, embelesado por una plática que tanto halagaba sus inclinaciones, oía con el más santo gozo aquel sermón, el jesuíta soltó la noticia que hacía ya más de una hora estaba adornando del mejor modo posible, para ocultar su carácter horrible.
El conde de Baselga había muerto dos días antes. El director del colegio guardóse de decir que el desgraciado se había suicidado en una casa de locos, y relató al hijo la muerte de su padre, asegurando que era a causa de un descuido que había tenido éste examinando una pistola cargada.
Ricardo quedó aturdido por aquella noticia.
No lloró porque los santos sólo lloran cuando recuerdan los fabulosos dolores sufridos por Dios bajo la forma de hombre; hizo esfuerzos para mostrar el estoicismo de los predestinados a la santidad, pero en lo más hondo de su pecho le pareció sentir un rudo golpe que conmovía todas las fibras de su corazón.
Aquella sequedad de su alma desapareció al desvanecerse la sorpresa causada por la noticia; y cuando el muchacho salió del despacho y se vió solo en medio de un desierto corredor experimentó la necesidad de ir en busca de aquella devoción que en todas las circunstancias críticas de la vida lograba endulzar sus penas.
Entró en la capilla del colegio y fué a ponerse de hinojos ante el altar, donde dulce y sonriente se alzaba la imagen de una de esas Vírgenes creadas por la elegante piedad jesuítica, y que tienen el aspecto de una tiple de ópera, perfumada y lánguida que al compás de las notas pone en blanco los ojos.
Un rayo de sol, filtrándose por un prolongado ventanal con vidrieras de colores, cruzaba la sombría capilla e iba a enredarse en la rubia cabellera de la Virgen, circuyéndola de una aureola en que titilaban todas las brillantes tintas del iris.
Aquellos ojos de cristal, brillando sobre las facciones de arrebolada cera como lluvia de gotas posadas en los pétalos de una flor, parecían mirar fijamente al niño, quien, poseído de una mística emoción, dió suelta a las lágrimas que antes había retenido al saber la muerte de su padre.
Era muy desgraciado, pero él no se quejaba, pues aquel terrible suceso lo consideraba como un favor de Dios, que quería poner a prueba su resignación y que lo llamaba por el camino de su santidad.
Ya era completamente huérfano, y en adelante la Virgen sería su madre, su protectora, que le llevaría rectamente al cielo.
Aquel era el momento de decidir su porvenir. Desligado de todo lazo mundanal, encontrábase desnudo de terrenas preocupaciones a la puerta de la santidad, dispuesto a ponerse eternamente al servicio de Dios si éste le llamaba.
¿Por qué no había de realizarse un milagro en su favor? ¿Por qué la Virgen no había de aconsejarle que abrazase la vida religiosa, como ya lo había hecho con el seráfico Gonzaga?
Un milagro era lo que él pedía, una muestra leve que indicase cómo la madre de Dios se interesaba en su porvenir; y ansioso por alcanzar tal distinción, Ricardo miraba a la risueña imagen, cuyos ojos seguían fijos en él con inanimada insistencia.
El rayo de sol iba desviándose conforme transcurría el tiempo, y se apartaba con lentitud de aquel rostro que iba hundiéndose en la sombra.
Entonces le pareció a Ricardo que aquellas sonrosadas facciones se animaban con una sonrisa de infinita benevolencia, y poseído de una exaltación frenética se arrojó al suelo, cubriéndose los ojos con las manos, como si temiese cegar ante un esplendor deslumbrante.
Por fin llegaba el momento deseado. La Virgen le hablaba, aconsejándole lo que él tenía desde mucho tiempo antes en el pensamiento.
Sentía sonar su voz en lo más íntimo de su cerebro, y hasta le parecía, que las paredes de la capilla retumbaban con el estrépito de la angélica trompetería.
Ya estaba decidido; abandonaría el mundo y abrazaría la vida religiosa. La Virgen se lo ordenaba.
Y el muchacho, a pesar de que tenía los ojos cubiertos por sus manos y el rostro sobre las frías baldosas, veía un inmenso horizonte de luz, y en el centro una brillante escalera vaga y tenue, como si estuviese formada por suspiros y vibraciones de arpas. A los lados estaban los angeles con cabelleras de sol y diáfanas vestiduras, y en lo último, llenándolo todo con su majestuosa silueta, Dios, coronado por el simbólico triángulo, que fijaba en él sus ojos y que por entre su blanca barba, que se confundía con las nubes, dejaba escapar la inmortal sonrisa, suprema felicidad de los bienaventurados.
Dos horas después, la servidumbre del colegio recogía el desfallecido cuerpo de Ricardo, para conducirlo a la enfermería.
Fué aquello un accidente pasajero del que no tardó en reponerse; pero el director del colegio, que en la intimidad daba a entender cómo bajo una sotana jesuítica puede ocultarse un espíritu volteriano, dijo, hablando de Ricardo con otro padre de la Compañía:
– La falta de alimentación le hará ver las más estupendas visiones. Carne y más carne. Este es el mejor remedio contra las visiones celestes.
IV
El Corazón de Jesús, buzón de Correos
Una duda que asaltó a Ricardo pocos días después de haberse decidido por consejo de la Virgen a abrazar la vida religiosa, fué si debía preferir la Compañía de Jesús a cualquiera de las Otras protegidas por la Iglesia.
La regla de San Francisco y la de otros santos fundadores había contado muchos bienaventurados en su seno, y no era, por tanto, condición precisa para ser favorito de Dios el pertenecer al instituto de San Ignacio; pero pronto se desvaneció tal duda en el joven por medio de aquella vida del celestial Gonzaga, cuya lectura constituía todo su recreo.
San Luis, al decidirse por el servicio de Dios, había dudado sobre el instituto religioso que debía escoger, pero al fin se había decidido en favor de la Compañía de Jesús, por varias razones que el padre Crosset tenía buen cuidado de consignar en la vida del santo.
Ricardo reproducía en su memoria todos estos motivos y los encontraba en extremo ciertos.
El, del mismo modo que el santo italiano, entraría en la Compañía de Jesús, porque en ella reinaba la humildad, ya que se hacía voto de no admitir dignidades eclesiásticas. Y el joven creía que este rasgo de la Orden era sublime, no parándose a considerar que mal podían apetecer los jesuítas obispados y cardenalatos, cuando son el oculto nervio de la Iglesia, que mueven a ésta a su sabor y que dominan desde el Papa hasta al último sacristán.
Gustábale, además, la Compañía, como al seráfico Gonzaga, porque “en ella se enseña a la juventud virtud y letras”; pero Ricardo no pensaba en que esta juventud que recibía la instrucción de los jesuítas era sólo la juventud privilegiada, la perteneciente a la clase acomodada y aristocrática y que, en cambio, nunca la Orden loyolesca se había preocupado de educar al pueblo, interesándose por que éste permaneciese siempre en la ignorancia, medio seguro para que jamás saliese de la abyección.
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