Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 6

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Iban uno tras otro los colegiales arrojando sus respectivos billetes en la hendidura de aquel corazón rojo y deslumbrante, y por fin Ricardo quedó frente a la imagen, sin tener compañero alguno delante de él.

Arrodillóse entonces, trémulo y palpitante, lanzando al Corazón de Jesús una mirada de supremo amor; arrojóse después de bruces al suelo, donde permaneció algunos segundos, como si, anonadado, quisiese desaparecer confundiéndose con la tierra; y después, irguiéndose con timidez, adelantó una mano, en la que sostenía el papel escrito en la noche anterior.

Aquel acto le costó un esfuerzo supremo.

Así que terminó la fiesta, el padre Claudio, en la celda del director del colegio, revolvía los billetes que los colegiales habían depositado en el Sagrado Corazón, y que estaban ahora sobre una mesa.

Buscaba el de Ricardo, y lo encontró; pues aunque todos los billetes iban sin firma, él conocía la letra del joven Baselga.

El jesuíta, al leer, sonreía con la expresión del que se convence de no haberse equivocado.

“¡Oh, Jesús mío! ¡Oh, dulce Señor! Mi deseo más ferviente, mi única aspiración, es serviros mientras viva; es pelear y morir por vuestra doctrina. Quiero ser un misionero de la fe. Haced que entre en vuestra santa Compañía, que fundó nuestro gran padre San Ignacio.”

Después de la fiesta hubo gran banquete en el colegio, y por la tarde, cuando todos los alumnos se entregaban a ruidosos juegos, el padre Claudio llamó aparte a Ricardo, y poniéndole una mano sobre la cabeza, díjole con expresión paternal y solemne:

– El Sagrado Corazón no olvida nunca a sus devotos. El ha oído tus súplicas; y yo como mensajero de su divina voluntad, te manifiesto que la Compañía te abre sus brazos. En la semana próxima irás a comenzar tus ejercicios en la casa de novicios que tenemos en Loyola. Mañana mismo hablaré con tu santa hermana la baronesa, que acogerá tu vocación como un favor del cielo.

V

El noviciado

Salió Ricardo de Madrid, sin despedirse de la baronesa ni de Enriqueta, pues para ser buen jesuíta habíase propuesto olvidar que tenía una familia en el mundo.

Apenas entró en el colegio de Loyola experimentó una satisfacción sin límites.

El padre director, jesuíta adusto, de facciones demacradas y ojos feroces, que parecían transparentar el chisporroteo de un oculto fuego, le ordenó que se despojara de su traje y le hizo vestir el hábito talar.

Aquella fué la mayor alegría que el joven experimentó en su vida.

Rapado a punta de tijera; embutido en una sotana estrecha, raída y de un negro amarillento; con medias de estambre y gruesos zapatos, Ricardo se confundió entre un centenar de jóvenes pálidos, demacrados, de aspecto receloso y mirada hipócrita, que eran los novicios que en aquel establecimiento se preparaban a ingresar en la Compañía.

El hijo del conde de Baselga se oyó llamar “hermano” por primera vez, y esto le produjo inmensa satisfacción. Era la prueba de que acababa de alistarse bajo las banderas de Cristo.

Pronto notó Ricardo la gran diferencia que existía entre la educación que se daba en el colegio y la de aquel noviciado.

En éste no existía la menor sombra de instrucción científica.

Habían terminado para el joven aquellos estudios engorrosos que contrariaban sus aficiones místicas, y con el noviciado entraba en plena vida devota.

El campo de las supersticiones, de los escrúpulos nimios y de las mortificaciones absurdas abría sus horizontes inmensos ante aquella exaltada imaginación perturbada por el fanatismo.

Ricardo, al pasear por aquellos claustros monótonos y sombríos, que carecían del encanto artístico de los antiguos conventos, creíase a las puertas del mismo cielo; tal era su entusiasmo, que aquellas bandas de jóvenes tétricos y ensotanados que eran sus compañeros y que se espiaban mutuamente aprendiendo a odiarse, considerábalas como legiones de ángeles destinadas a la salvación del mundo.

Dos años había de durar el noviciado, según lo prescrito en las reglas de la Compañía, y tan feliz se sentía Ricardo en su nueva vida, que, a pesar de encontrarse en los primeros días, se entristecía ya pensando que el plazo era relativamente corto y que algún día había de salir de aquella casa para volver al mundo.

Aquel aislamiento, semejante al de la tumba, constituía la suprema dicha de un ser dedicado a la contemplación de las cosas divinas y que se estremecía al menor contacto con la sociedad.

Los ejercicios de devoción que la Orden recomendaba a los novicios eran como los múltiples engranajes de una gran máquina que tendía a anular cuanto de espontáneo y libre existe en el hombre.

Ricardo dejaba de ser un ente libre para convertirse en una molécula inconsciente de la gigante Compañía de Jesús.

Arrastrado por un anhelo noble, buscaba la perfección; pero ésta era para el joven fanático el ideal de los ascetas: matar cuanto de humano existe en el organismo, aborrecer el mundo y odiar los más bellos y naturales sentimientos, todo en gracia a una suprema contemplación. Ricardo aspiraba a ser el hombre perfecto que los ascetas y los celestes visionarios han tratado con estas palabras: “Tamquam ac radaver”.

El joven sentía un ardor cada vez más creciente por ser un modelo de novicios, y este deseo, que en el fondo tenía mucho de vanidad, arrastrábale a seguir de un modo minucioso cuantas instrucciones había consignado San Ignacio de Loyola en sus célebres “Ejercicios”.

Las ideas más acariciadas en la niñez, los sentimientos más arraigados, todo desaparecía y se evaporaba conforme avanzaba Ricardo en sus piadosas prácticas.

Familia, patria, fortuna, todo cuanto significase mundo y pudiera despertar un eco humano en el corazón, todo lo olvidaba Ricardo, siempre empeñado en formarse el vacío de la santidad en torno de su persona.

Tan lejos llevaba su horror al mundo, que le parecía sublime la página 29 de las Constituciones de la Compañía, y releía con fruición el párrafo, que decía así:

“Para que el carácter del lenguaje corresponda a los sentimientos, es de uso acostumbrarse a decir, no yo “tengo” padres, o yo “tengo” hermanos, sino yo “tenía” padres, yo “tenía” hermanos.”

Estas palabras infames, que mataban en vida a los seres más queridos, resultábanles sublimes al joven fanático, e imitando a sus tétricos compañeros, que hablaban de sus padres como si fuesen sus tatarabuelos y se negaban a leer sus cartas, Ricardo aprovechaba las escasas conversaciones que con ellos tenía, para decir con el énfasis de un hombre que ha logrado vencer un terrible obstáculo:

– Yo tenía hermanos; yo tenía familia.

Aquella excitación que mostraba el joven a todas horas y su empeño en ser modelo de novicios, atraíale la simpatía de los padres maestros, que se hacían lenguas de su entusiasmo religioso y de la fortaleza que demostraba al pasar días enteros entregado a la oración, sufriendo terribles privaciones.

La consideración de que aquel joven asceta era poseedor de un título nobiliario y de una gran cantidad de millones impresionaba mucho a los demás novicios, procedentes de la clase media o de familias de labriegos acaudalados, los cuales creían en la división de castas y adoraban supersticiosamente a la aristocracia.

En torno de Ricardo se formaba el mismo ambiente de respeto y consideración que en el colegio, y todos sus compañeros le apreciaban como un ser superior destinado a empresas sublimes.

La adulación existe en la Compañía de Jesús más que en ninguna otra sociedad, por estar ésta basada en el espionaje y la mentira, y de aquí que hasta los padres maestros depusieran un tanto su ceño de ásperos instructores para animar con lisonjas a Ricardo a que perseverase en sus aficiones ascéticas.

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