Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 6

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Llegó a decirse en aquella santa casa que el joven hacía milagros, y así lo creyeron los sencillos labriegos de las inmediaciones, que se paraban en los caminos con aire reverente cuando pasaba el “santito”; pero hay que advertir que Ricardo no creía en su propio poder, y se extrañaba de que hablasen de prodigios que él nunca había visto, a pesar de ser el principal interesado.

Cada uno de los novicios dirigíase forzosamente a un determinado maestro, por estar así consignado en la regla de la Orden, y con él había de consultar todas sus acciones y pensamientos.

Ricardo tenía su consultor, como todos sus compañeros, y con él sostenía largas pláticas sobre asuntos espirituales.

Muchas veces el discípulo se revolvía contra el maestro, haciendo objeciones que demostraban un fanatismo ascético superior al de los padres exaltados; pero esta oposición era fugaz, pues el educando acababa siempre por amoldarse humildemente a todos los consejos de su superior.

Lo que más repugnaba a Ricardo eran las reglas establecidas en la Compañía para dar a todos sus miembros un exterior uniforme e inalterable.

El jesuitismo no se contentaba con moldear a su gusto las conciencias y anularlas, sino que extendía su poder a los rostros para reformarlos con arreglo a una expresión común.

El maestro de Ricardo mostraba gran empeño en dar los últimos toques de exterioridad gazmoña a aquel novicio destinado a ser un santo que honraría a la Compañía.

La mirada era la principal preocupación del viejo jesuíta, a quien irritaba el modo de mirar franco y noble del joven.

– No debes mirar así – decía a Ricardo – . En nuestra Orden los ojos se fijan siempre en el suelo, y al hablar con un extraño, el rostro debe tener una expresión de seráfica alegría. Una sonrisa sencilla e ingenua sienta siempre bien en los labios de los representantes de Dios. Mira a todos los padres de la Compañía y te convencerás de que siguen fielmente estas instrucciones. Nuestros santos fundadores ya estudiaron cuál es el aspecto que más simpatías proporciona al sacerdote, y de aquí el poder moral que ejercen los individuos de la Compañía sobre cuantas personas tratan. No basta ser santo; es necesario parecerlo.

Y el maestro de novicios dábale más detalles sobre la compostura exterior que debía guardar todo buen jesuíta.

Cuando se hablara a alguien, las manos debían permanecer en una santa inacción; los ojos inclinados, los labios ni juntos ni muy abiertos, y evitar, ante todo, los fruncimientos de cejas y las contracciones de la frente, pues esto delata ocultos pensamientos y el rostro del jesuíta debe ser una máscara de piedra que no deje pasar al exterior la más leve idea. Una santa sencillez, una seráfica imbecilidad, deben encubrir siempre el tropel de ideas que se agita en el cráneo de todos los individuos que la Compañía arroja en la sociedad para que sean instrumentos de sus planes.

La Compañía no quería ser servida por hombres, sino por autómatas, y por esto unificaba los rostros, como unificaba las conciencias.

– Nuestro santo padre San Ignacio – decía el maestro de novicios – ya lo ordenó así porque quería la igualdad en todo; lo mismo en el exterior que en la manera de pensar.

Ricardo, dócil a todos los mandatos, siguió fielmente estos consejos, y tanto en su exterior como en su modo de pensar, resultó el más notable de todos los educandos.

Transcurrieron los dos años de noviciado sin que nada turbase la santa calma en que vivía Ricardo.

La baronesa de Carrillo, comprendiendo sin duda que a los santos les gusta vivir alejados por completo del mundo, se había limitado a escribirle algunas cartas en los primeros meses del noviciado, y como el joven no contestó a ellas, guardó en adelante la piadosa doña Fernanda el más absoluto silencio.

La única noticia que recibió el joven de su familia diósela el maestro de novicios, quien, con expresión indiferente y con gran laconismo, le manifestó que su hermana Enriqueta se había casado con un tal Quirós y que tenía una hija llamada María.

El joven acogió aquella noticia con mayor frialdad aún que la que había mostrado el jesuíta al darla.

Ricardo no tenía familia; su hermana era para él un ser casi fantástico, cuyo recuerdo no llegaba a turbar su memoria. En adelante él no reconocía otra familia que la Compañía, y sus hermanos legítimos eran los que vestían la sotana de la Orden.

A estar el joven menos obsesionado en aquella época por sus preocupaciones de fanático, hubiese comprendido el fondo de gazmoña inmoralidad que encierra la educación jesuítica.

En sus momentos de descanso, en ciertos días que el espectáculo sonriente de la Naturaleza le arrancaba un tanto de sus exageradas prácticas de devoción, Ricardo conversaba con otro joven novicio, pobre de espíritu y corto de inteligencia, por el que sentía gran simpatía.

Una tarde paseábanse los dos, acompañados de otro novicio, por ordenar las reglas de la Compañía que fuesen siempre los jesuítas en grupos de tres, y Ricardo, al escuchar una expresión ingenua de su sencillo compañero, le estrechó la mano con expresión de simpatía protectora. El tercer novicio permaneció impasible.

Aquella misma noche Ricardo fué llamado por el director del colegio y el maestro de novicios.

Su acompañante, cumpliendo los hábitos que se recomendaban a todos los educandos, había delatado aquella inocente expansión de Ricardo.

Los dos padres, con expresión ceñuda, preguntaron al joven si era cierto el hecho denunciado. Ricardo contestó afirmativamente.

– ¿Y qué pensabas al estrechar la mano de tu compañero? – preguntó el maestro con una expresión que no comprendió el joven.

– Pensaba en que era un muchacho humilde y sencillo y quería manifestarle mi eterna amistad.

– ¿Y no pensabas nada más?

– Nada más.

– Al sentir el contacto de su mano, ¿no te asaltó algún deseo?

Ricardo levantó sus ojos para mirar con extrañeza a su maestro.

– ¡Deseo!.. ¿De qué?

Dijo el novicio estas palabras con tal ingenuidad, que el director y el maestro se miraron para darse a entender su convicción de la inocencia de Ricardo.

Aun le hicieron los dos padres algunas otras preguntas menos discretas, en las cuales el novicio columbró cuál era su pensamiento y a qué punto se dirigían sus sospechas.

Ricardo ruborizóse ante tan absurdas suposiciones, y su pureza, herida por tan monstruosas sospechas, tardó mucho tiempo en tranquilizarse.

Aquella tendencia a suponer en el hecho más insignificante, en la más leve expansión, aficiones a la brutalidad, hizo conocer a Ricardo monstruosidades de la pasión que él no había llegado a imaginarse.

A pesar de que su inocencia resultaba patente, los dos padres fueron inexorables con aquella “falta” que reputaban como grave, y al día siguiente, a la hora de la comida, Ricardo hubo de arrodillarse en el centro del refectorio y en alta voz pedir perdón a sus compañeros por haberlos escandalizado estrechando la mano de uno de ellos, contra lo preceptuado en las reglas de la Orden.

Esta humillación, que dolió mucho al joven, a pesar de toda su santidad, no le extrañaba ya, algunos años después, cuando era jesuíta profeso.

Por motivos igualmente insignificantes, vió a jesuítas ancianos tratados como niños y obligados a arrodillarse en público y a confesar sus faltas en alta voz.

La Compañía, para matar la altivez propia del hombre, y extremar la obediencia pasiva del autómata, no repara en castigos y humillaciones.

Cuando Ricardo ingresó verdaderamente en la Compañía y estudió sus reglas, comprendió la severidad de los dos padres y el escándalo producido por un simple apretón de manos.

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