Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 6
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El joven jesuíta, con el corazón oprimido y haciendo esfuerzos por no llorar, contempló a su infeliz hermana.
En aquella triste ocasión vió por primera vez a su sobrina María, a la que no se atrevió a tomar en sus brazos por temor a faltar a su voto de castidad.
Aquellas mejillas cubiertas por las tintas rosadas de la niñez, aquellos ojos de inocente y cándida fijeza, daban miedo al fanático, que apartó prontamente sus ojos del rostro que le sonreía con infantil gracia.
Aquella visita fué lo único que turbó la vida religiosa del joven. En adelante siguió como siempre sujeto a las reglas de la Orden, no permitiéndose otro recreo que el concedido por sus superiores, y paseando siempre en unión de otros dos compañeros que le espiaban y a los que él espiaba, so pena de faltar a la santa doctrina de la Compañía.
Algún tiempo después de tal visita, que fué la última que hizo a su hermana, Ricardo tuvo una importante conferencia con el padre Claudio.
Salía el joven jesuíta de la clase de retórica y se dirigía a su cuarto para esperar, estudiando, la hora de refectorio, cuando un hermano lego le anunció que el padre Claudio, que acababa de entrar en la santa casa, le estaba esperando en su despacho.
Era muy raro que el poderoso jesuíta, en aquellas horas de la mañana, visitase la casa residencia, a no tener que resolver en ella algún negocio importante.
Ricardo sabía algo de las costumbres del superior, y no dejaba de causarle extrañeza aquel llamamiento. El padre Claudio hacía por la tarde todas sus visitas de inspección a la casa jesuítica, pues pasaba la mañana en la casa donde de antiguo tenía un archivo y un despacho, entregado al estudio de los importantes negocios de la Orden.
La rareza de aquella visita no podía menos de excitar su curiosidad; pero Ricardo, recordando que el principal deber de un jesuíta es obedecer las órdenes de sus superiores sin pararse a comentarlas, cumplió inmediatamente el mandato y se dirigió a la habitación que servía de despacho al padre Claudio, cuando éste se hallaba en la casa de la Compañía.
VII
El golpe anhelado
Era una pieza no muy grande y de humilde decorado, donde esperaba el padre Claudio.
El piso, de rojos y lustrosos ladrillos; las sillas de enea pintadas de verde; las paredes enjalbegadas con pintura plomiza; varios cromos baratos representando a Jesús y varios apóstoles, colgaban de los muros; frente a la puerta de entrada, un gran armario de roble, rematado por una cruz y cuyas hojas entreabiertas dejaban ver tres estantes cargados de carpetas verdes, abultadas y con rótulos; y tras la mesa de pino, cubierta de papeles, y el modesto sillón que ocupaba el padre Claudio, su balcón con blancas cortinas de muselina que se balanceaban acariciadas por la brisa que las lejanas montañas enviaban sobre Madrid, abrasado por el hábito del verano.
El padre Claudio estaba muy desfigurado. Eran ya inútiles todos los revoques y afeites de dama que usaba algunos años antes para ocultar su edad. Sus cabellos estaban blancos, el ceñidor había tenido que ceder ante la creciente hinchazón del abdomen, dejándole en completa libertad; los labios se habían hundido, a pesar de la dentadura postiza, y la nariz, cada vez más roja y picuda, sostenía unas grandes gafas de oro tras las cuales relucían con mortecino resplandor, aquellos ojos que tanto habían conmovido a las aristocráticas beatas.
La manía de perfumarse con exceso era lo único que le restaba de sus buenos tiempos a aquel “dandy” de sotana.
Se inclinó reverentemente al entrar el joven Ricardo, besó humildemente la mano de su superior y a una indicación de éste, se sentó junto a la mesa frente al poderoso padre Claudio.
Este honor conmovía al joven, a pesar de todo su desprecio a las distinciones terrenales.
El reverendo padre le dirigió una de sus más dulces sonrisas, y con vez lenta y melodiosa comenzó a hablarle.
– Hijo mío: ha llegado el momento de que tratemos de un negocio importantísimo para mí, por lo mismo que te quiero tanto, y más aún para ti, pues te va en ello la salvación del alma.
El joven fanático, al oir estas últimas palabras, palideció e hizo un ademán de terror como si viera abrirse a sus pies la boca del infierno.
– No temas; aún hay remedio para tu mal; y el que se halle en peligro tu alma no significa que la tengas perdida para siempre. Se trata sencillamente de cumplir los votos que has hecho a Dios.
Ricardo hizo un gesto de extrañeza.
– Reverendo padre – dijo – , no he faltado nunca a ellos ni pienso faltar jamás.
– Recuerda bien tu situación actual y tal vez encuentres que está en contradicción con lo que prometiste a Dios solemnemente.
El joven jesuíta reflexionó profundamente y dijo por fin con acento de convicción:
– Mi conciencia está tranquila; no creo haber faltado a mis votos, reverendo padre.
– Te engañas, infeliz; tan preocupado estás con las cosas divinas, que olvidas las humanas y no tienes conciencia de tu situación.
Ricardo, a pesar del respeto casi supersticioso que le inspiraba su superior, estaba impaciente, como el que se ve calumniado y ansía justificarse; así es que se apresuró a contestar:
– Reverendo padre: gracias al apoyo divino no he faltado a ninguno de mis votos. Prometí ser casto y lo soy, rogando a la Virgen que me libre de las tentaciones del demonio; hice voto de obediencia y ni con el pensamiento he faltado a mis superiores, ni desobedecido mentalmente la más pequeña de sus órdenes; hice voto de pobreza y…
– ¡Alto, hijo mío! Ahí está el peligro para tu alma pues faltas, aunque sin saberlo, a tal voto.
Ricardo mostró aún mayor extrañeza, y dijo con sencillez:
– Reverendo padre; soy pobre. Renuncié al mundo y a sus pompas; sólo tengo lo que la Orden como madre amorosa quiera darme, y el día que mis hermanos de la Compañía me negasen un pedazo de pan, tendría que ir pidiéndolo como limosna de puerta en puerta.
– ¡Ah, infeliz! ¡Cuan alejado vives del mundo! ¡Cómo olvidas lo que en él fuiste! Tú eres todavía inmensamente rico, y mientras seas poseedor de tan grande fortuna, faltas al voto de pobreza.
Vivía, efectivamente, tan alejado del mundo aquel joven fanático, que, como ya dijimos, había olvidado a su familia y con ella la colosal fortuna que poseía.
Costóle algún trabajo convencerse de que era rico, y cuando, recordando lo que había oído en su niñez a la baronesa, adquirió la certidumbre de que legalmente era dueño de algo más que aquella raída sotana que cubría su cuerpo, limitóse a decir, afectando una completa indiferencia:
– Ser individuo de la Compañía de Jesús era toda mi ambición y al entrar en ella ya renuncié mentalmente a todo cuanto en el mundo pecador me correspondiera. Pobre quiero ser y esa fortuna la renuncio. ¡Por piedad; no me habléis más de esas riquezas, reverendo padre!
El padre Claudio sonreía viendo el empeño que mostraba el joven en desprenderse de una fortuna, cuya cifra podía causar honda emoción a muchos mortales.
– No tan aprisa, querido hijo; alabo ese santo desprendimiento, ese deseo de arrojar lejos de ti la pesada carga de las riquezas que inducen siempre al pecado, pero hay que proceder con cierto orden en esta clase de sacrificios para que resulten fructuosos y no se aproveche de ellos el diablo.
– Haré lo que me mande vuestra paternidad.
– Ante todo es preciso que te diga que hemos procedido con cierta ligereza al permitirte que hicieses voto de pobreza. La ley civil te obliga a conservar tus riquezas hasta los veinticinco años, en que entrarás en la mayor edad y podrás hacer lo que gustes de tus bienes, y entre tanto faltas a tus votos, pues prometiendo a Dios ser pobre has de ser forzosamente rico durante algunos años. Créeme, que a haber pensado antes en esto, no hubiese accedido a que hicieses tus votos. Esto ha sido un engaño que hemos hecho a Dios, involuntariamente, pero que no por esto pesa menos sobre mi conciencia.
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