Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 6
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El deseo de conservar incólume el voto de castidad ha llevado al jesuitismo, como a todas las comunidades religiosas, a las más extrañas y repugnantes prescripciones.
La amistad íntima entre dos religiosos considérase como “micitia male olentem” (amistad mal oliente), y santos venerados en los altares han dicho a sus compañeros de religión: “Huid del trato con los jóvenes y rechazad su amistad como la amistad del diablo.”
El padre Claudio Acuaviva, uno de los generales más célebres del jesuitismo, ordenó en las reglas de la Compañía que ningún jesuíta pudiese permanecer a solas con un joven, y a tal punto llegaba en sus suposiciones de perversión, que hasta prohibió a los individuos de la Orden que tocasen a los perros y a los gatos.
El joven jesuíta, cuando leyó todas estas disposiciones de uno de los más grandes hombres de la Orden, acogiólas como el resultado de una austeridad que combatía al vicio hasta en sus más extrañas formas, y no se le ocurrió maldecir el voto de castidad, que hacía necesarias tan repugnantes leyes para evitar los extravíos brutales de una pasión humana y legítima que, aprisionada por la devoción, se desborda bajo las más asquerosas formas.
VI
La entrada en la Orden
Terminado el noviciado, Ricardo Baselga fué llamado a Madrid para prestar sus primeros votos y entrar de lleno en la Compañía.
No tenía aún la edad a que se acostumbraba admitir a los otros novicios, pero la poderosa protección del padre Claudio era suficiente para que el joven fuese recibido en la categoría de hermano coadjutor.
Al padre Claudio, y a los intereses de la Orden en general, convenía que el joven fuese a vivir en la casa-residencia de Madrid.
Era un espectáculo edificante y conmovedor, que impresionaba mucho a la aristocracia afecta a la Compañía, ver al heredero de una de las más ricas y nobles casas vistiendo la raída sotana del jesuíta, viviendo en la mayor pobreza y mostrando en su exterior una humildad resignada y dulce.
Aquel novicio noble y en camino de ser santo aumentaba el prestigio de la Orden y honraba mucho a todos sus compañeros.
La aparición de Ricardo Baselga en Madrid resultó un acontecimiento para la aristocracia devota.
La baronesa de Carrillo fué felicitada por todas sus amigas, y la residencia de los jesuítas vióse visitada por las damas más encopetadas de las cofradías, que acudían a contemplar con el interés que inspira un ente raro a aquel aristócrata próximo a ser santo, quien, por su parte, las recibía huraño y sordamente irritado, al ver interrumpida su vida devota por la pública curiosidad.
Llegó por fin el momento de prestar los votos y Ricardo se dispuso a ello poseído de la más grande emoción.
Su primer voto fué el de castidad, y verdaderamente el joven no tenía conciencia de lo que prometía y a lo que se obligaba. Había vivido alejado del mundo; la única mujer de la cual habíase hallado cerca era su hermana Enriqueta, y nunca se había sentido envuelto en el ambiente voluptuoso que rodea a toda joven hermosa, ni sentido el loco estremecimiento de la carne.
Aquel juramento era una vana fórmula. Se prometían en él sacrificios cuya importancia se ignoraba, y era indudable que el voto peligraría apenas aquel organismo, virgen de todo estremecimiento amoroso, se conmoviera sintiendo los brutales pinchazos de la pasión. La primera mujer que las circunstancias de la vida arrojasen al paso del futuro santo podía dar al traste con su voto de castidad.
El segundo voto fué el de pobreza, y de seguro que a no tener el ánimo perturbado por una educación inspirada en el fanatismo, Ricardo hubiese sonreído al prestar dicho juramento.
¿Dónde estaba la pobreza dentro de la Orden? ¿Dónde las privaciones que aquélla impone? El jesuíta es pobre, nada propio posee; pero la Compañía es inmensamente rica, y tan perfecta es su organización, que ninguno de sus individuos deja de gozar las más envidiables comodidades. El voto de pobreza reducíase a no tener ahorradas algunas monedas en el bolsillo, pero en cambio tampoco había que preocuparse de las necesidades de la vida, pues la administración jesuítica todo lo preparaba y lo tenía previsto. Bastaba ser obediente y sumiso a las órdenes de los superiores, que éstos ya se encargaban de proporcionar todo lo necesario.
Nada importaba no tener dinero propio, pues esto aun ahorraba preocupaciones y disgustos. Cuando sintiera hambre, encontraría siempre una mesa cubierta de las viandas más suculentas y de las frutas más exóticas; en todos los puntos del globo hallaría un techo propio bajo el cual guarecerse, y si sus superiores le ordenaban un viaje, no le faltarían los medios para hacerlo con la mayor comodidad, pues nunca se encuentra a un padre jesuíta en un vagón de tercera clase.
El tercer voto fué de obediencia, y Ricardo lo prestó aun con mayor entusiasmo que los otros dos.
Ser soldado fiel de la Iglesia y del Papado le entusiasmaba, y su misma excitación no le dejaba pensar en la falsedad del voto. Aquella obediencia no era eterna, pues la Compañía le podía expulsar de su seno cuando lo creyese conveniente, o él salir de ella, si tenía razones graves en que fundarse.
El voto resultaba innecesario tanto más cuanto que ya se sabía que dentro de la Orden había que obedecer forzosamente; pero a pesar de esto, Ricardo hizo su juramento sin que decayera su entusiasmo.
Terminada aquella especie de iniciación, Ricardo se sintió otro hombre.
Ya era jesuíta, ya pertenecía a aquella santa Compañía que se le había aparecido siempre como una asociación de bienaventurados, que tenía en su poder las llaves del cielo.
Siguiendo lo dispuesto en las Constituciones de la Orden, Ricardo, después de sus dos años de noviciado pasados en prácticas devotas, había de dedicarse otros dos años a estudios literarios para descansar un tanto el ánimo perturbado por el ascetismo y poner la ilustración como contrapeso a una exagerada piedad.
El joven Baselga dedicóse al estudio de la retórica con el entusiasmo que manifestaba por todo aquello que le ordenaban sus superiores, y experimentó gran placer con la lectura de los clásicos, cuyas obras resultaban para él tesoros de desconocida hermosura.
La revolución del 22 de junio le sorprendió en Madrid, y encerrado en la casa de la Orden, estuvo escuchando el horroroso estruendo de aquella lucha, sin que él, en su ignorancia de las cosas del mundo, supiera explicarse el por qué de tan general matanza.
Al día siguiente supo que su cuñado Quirós, al que apenas conocía, pero a quien respetaba mucho por las brillantes defensas que hacía de la religión, había sido muerto de un balazo a la puerta de su casa, y que su hermana Enriqueta estaba tan impresionada por el susto, que se temía perdiese la razón.
Ricardo, a pesar de su frialdad de santo, experimentó cierto trastorno moral al saber el estado de su hermana, y por primera vez se preocupó de su familia, mostrando espontáneos deseos de verla.
Acompañado del padre Claudio fué a su casa, y faltándole aquella fuerza de voluntad que le hacía mirar con indiferencia las miserias de la vida, se impresionó ante el espectáculo que ofrecía la infeliz Enriqueta, demacrada, casi ciega, tendida en el lecho, encerrada en el más desesperante mutismo y tarda en reconocer las personas que la rodeaban.
Doña Fernanda tenía un firme convencimiento de que aquello era el castigo que Dios imponía a su hermana por haberse enamorado de un “pillete republicano” y haber huido con él de la casa paterna, y creía también que Enriqueta cayó en tal estado de imbecilidad así que vió el cadáver de Quirós tendido en el arroyo.
Ignoraba la devota aragonesa que la verdadera causa de encontrar a su hermana, en aquel día fatal, inerte en el balcón y con una herida en la cabeza, producida al desmayarse, consistía en que Enriqueta había visto huir de la cercana barricada al “bandido descamisado” (como decía doña Fernanda), y caer después en poder de una patrulla que iba a fusilarlo.
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