Vicente Blasco - Mare nostrum
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Dos criadas de aire azorado acudían á sus voces y sus repiqueteos de timbre. Esto era todo para él, que había mandado docenas de hombres de áspera dureza que infundían terror al bajar en los puertos.
Nadie le consultaba ahora, mientras que en el mar todos buscaban su consejo y muchas veces necesitaban interrumpir su sueño. La casa podía existir sin que él la visitase diariamente desde las cuevas al tejado, revisando hasta el último grifo. Las mujeres que hacían la limpieza por las mañanas le obligaban á refugiarse en el despacho con sus terrestres escobazos. No le era permitido formular observaciones, no podía extender un brazo galoneado, lo mismo que cuando reñía á la grumetería descalza y despechugada, exigiendo que la cubierta quedase limpia como un salón. Se sentía empequeñecido, exonerado. Pensaba en Hércules vestido de mujer, hilando su rueca. El amor á la familia le había hecho renunciar á su vida de varón poderoso.
Sólo el trato de su esposa, que le rodeaba de asiduos cuidados, como si quisiera compensarse con esto de las largas separaciones, le hizo llevadera la situación. Además, sentía satisfecha su conciencia al hacer de padre «terrestre», preocupándose de su hijo, que empezaba á prepararse para ingresar en el Instituto, repasando sus libros, ayudándole en la comprensión de los textos.
Pero tampoco estos placeres fueron de larga duración. Le aburrían las tertulias de familia en su casa y en la de sus parientes; las conversaciones con tíos, primos y sobrinos sobre ganancias y negocios ó sobre los defectos de la tiranía centralista. Según ellos, todas las calamidades del cielo y de la tierra procedían de Madrid. El gobernador de la provincia era el «cónsul de España».
Estos mercaderes sólo interrumpían sus críticas para oír con religioso silencio la música de Wágner golpeada en el piano por las niñas de la familia. Un amigo con voz de tenor cantaba Lohengrin en catalán. El entusiasmo hacía rugir á los más exaltados: «¡El himno… el himno!» No era posible equivocarse. Para ellos sólo existía un himno. Y acompañaban con una canturria á media voz la música litúrgica de Los segadores.
Ulises recordaba con nostalgia su vida de comandante de trasatlántico: una vida amplia, mundial, de incesantes y variados horizontes, de muchedumbres cosmopolitas. Se veía detenido en las cubiertas por grupos de muchachas elegantes que le pedían nuevos bailes en la semana. Salían á su paso faldas de blanco revoloteo, velos que ondulaban como nubes de colores, risas y trinos parlantes en un español que parecía puesto en música; todo el estrépito juguetón de una jaula de pájaros del Trópico.
Los ex presidentes de República – generales ó doctores que iban á descansar á Europa – le contaban en el puente, con una gravedad napoleónica, los principales hechos de su historia. Los hombres de negocios, al dirigirse á América, le confiaban sus planes estupendos: ríos cambiados de cauce, ferrocarriles á través de la selva virgen, monstruosas fuerzas eléctricas extraídas de cascadas de varios kilómetros de anchura, ciudades vomitadas por el desierto en unas semanas; todas las maravillas de un mundo en la pubertad, que desea realizar cuanto concibe su joven imaginación. Era el demiurgo del pequeño mundo flotante; disponía á su antojo de la alegría y del amor.
En las tardes calurosas de la Línea, le bastaba dar una orden para sacudir la embrutecida modorra de las cosas y los seres. «Que suba la música y que sirvan refrescos.» Y á los pocos minutos giraban las parejas á lo largo de la cubierta, sonreían las bocas, se iluminaba en los ojos un punto brillante de ilusión y de deseo. A sus espaldas sonaba el elogio. Las matronas le encontraban muy distinguido. «Se ve que es persona bien.» Camareros y tripulantes hacían una relación exagerada de su riqueza y sus estudios. Algunas jóvenes que navegaban hacia Europa con la imaginación en pleno hervidero novelesco, se contraían decepcionadas al saber que el héroe era casado y tenía un hijo. Las damas solitarias, tendidas en una chaise longue, con un volumen en la mano, arreglaban, al verle, la corola de sus faldas, tapándose las piernas con tanta precipitación, que siempre las dejaban más al descubierto. Luego, fijando en él una mirada profunda, iniciaban el diálogo, siempre del mismo modo:
– ¿Cómo ha llegado usted á capitán, siendo tan joven?
¡Ah, miseria!… El que había convivido varios años, de un extremo á otro del Atlántico, con un mundo rico, alegre, perfumado, resistiéndose unas veces por prudencia á los caprichos femeniles, entregándose otras con un recato de marino discreto, se veía ahora sin otros admiradores que la vulgarota tribu de los Blanes, sin otras ilusiones que las que le sugería su primo el fabricante, entusiasmado porque los grandes apóstoles del partido se fijaban con cierta simpatía en el capitán.
Todas las mañanas, al despertar, sufría un rudo choque en sus gustos. Lo primero que contemplaba era una habitación «sin personalidad», una vivienda que nada tenía de él, arreglada por las sirvientas con limpieza prolija y falta de lógica, que cambiaba incesantemente el emplazamiento de las cosas.
Recordaba con nostalgia su camarote reducido y ordenado, donde no había un mueble que escapase á su vista ni un cajón cuyo contenido no estuviera en su memoria. Su cuerpo se deslizaba, con el desembarazo de la costumbre, por los desfiladeros del mobiliario. Se había adaptado á todos los ángulos entrantes y salientes, como la carne del molusco se adapta á las sinuosidades internas de sus valvas. El camarote parecía formado con secreciones de su ser: era un caparazón, una concha que iba con él de un extremo á otro de los océanos, caldeándose con las altas temperaturas del Trópico, cerrándose con un calafateo de cabaña esquimal al aproximarse á los mares fríos.
Le inspiraba un amor semejante al que siente el fraile por su celda; pero esta celda era mundial, y al entrar en ella, después de una noche de tormenta pasada en el puente ó de una bajada á tierra en los puertos más diversos, la veía siempre lo mismo, con los papeles y los libros inmóviles sobre la mesa, las ropas colgadas de las perchas, las fotografías fijas en las paredes. Cambiaba el diario espectáculo de mares y tierras, cambiaba la temperatura y el curso de los astros; las gentes, arrebujadas en gabanes invernales, vestían de blanco una semana después y buscaban en el cielo las nuevas estrellas del opuesto hemisferio… y su camarote siempre igual, como si fuese un rincón de un planeta aparte, insensible á las variaciones de este mundo.
Por las mañanas, al despertar en él, se veía envuelto en una atmósfera, verdosa y suave, lo mismo que si hubiese dormido en el fondo de un lago encantado. El sol trazaba sobre la blancura del techo y de las sábanas una red inquieta de oro, cuyas mallas se sucedían incesantemente: era el reflejo del agua invisible. En la inmovilidad de los puertos entraban por el ventano el chirrido de las grúas, los gritos de los cargadores, las conversaciones de los que ocupaban los botes en torno del trasatlántico. En alta mar era el silencio fresco y rumoroso de la inmensidad lo que llenaba su dormitorio. Un viento de infinita pureza, que venía tal vez del otro lado del planeta, deslizándose miles de leguas por los desiertos salados sin tocar una sola corrupción, resbalaba en la garganta de Ferragut como un vino de gaseosa embriaguez. Su duro costillaje iba dilatándose á impulsos de este trago de vida, mientras sus ojos parpadeaban ante el azul luminoso del horizonte.
En su casa, lo primero que veía al despertar era un edificio catalán, rico y monstruoso, semejante á los palacios que dibujan los hipnotizados en sus ensueños: una amalgama de flores persas, columnas góticas, troncos de árboles con cuadrúpedos, reptiles y caracoles entre follajes de cemento. El adoquinado le enviaba por sus respiraderos la fetidez de unas alcantarillas solidificadas por la escasez de agua; los balcones esparcían el polvo de las alfombras sacudidas; el palacio-quimera se tragaba con una insolencia de rico novel todo el cielo y el sol que correspondían á Ferragut.
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