Vicente Blasco - Mare nostrum
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Todo cuanto llevaba encima estaba santificado por dicho contacto. En realidad, no era gran cosa, pues andaba por el buque ligero de ropa, con el impudor de un hombre que ve mal y se considera más allá de las preocupaciones humanas.
Una camisa con el faldón siempre flotante y unos pantalones de sucio algodón ó de bayeta amarilla, según las estaciones, eran su vestimenta. El pecho de la camisa estaba abierto en todo tiempo, dejando ver un matorral de pelos blancos. Los pantalones se sostenían invariablemente con un solo botón, y cuando el viento levantaba la camisa, salía á la luz un nuevo triángulo peludo y blanco, con el vértice hacia arriba, que era continuación del triángulo enmarañado del pecho, con el vértice hacia abajo. Un sombrero de palma cubría su cabeza hasta cuando trabajaba en sus cacerolas.
El Mare nostrum no podía naufragar ni sufrir daño alguno mientras le llevase á él. En días de tormenta, cuando las olas barrían la cubierta de proa ó popa y los marineros avanzaban recelosos, temiendo que se los llevase un golpe de mar, Caragòl sacaba la cabeza por la puerta de la cocina, despreciando un peligro que no podía ver.
Las trombas de agua pasaban sobre él, yendo á apagar sus fogones, pero esto enardecía su fe. «¡Animo, muchachos!» El Cristo del Grao se ocupaba en protegerles, y nada malo podría ocurrirle al baque… Unos marineros callaban; otros, irritados, se hacían esto y aquello en la imagen y su santa escala, sin que el devoto se indignase. Dios, que envía los peligros al hombre de mar, sabe que sus malas palabras carecen de malicia.
Su religiosidad se extendía á las profundidades. Nada quería decir de los peces del Océano. Le inspiraban la misma indiferencia que aquellos buques fríos y sin perfume que ignoraban el aceite y todo lo guisaban con «pomada». Debían ser herejes.
A los peces del Mediterráneo los conocía mejor, y llegaba á tenerlos por buenos católicos, ya que proclamaban á su modo la gloria de Dios. De pie junto á la borda, en las tardes cálidas del Trópico, contaba, para honra de los habitantes del lejano mar, el portentoso milagro del barranco de Alboraya.
Un sacerdote vadeaba á caballo su desembocadura para llevar el Viático á un moribundo, cuando tropezó la bestia, y abriéndose el copón cayeron las hostias, siendo arrastradas por la corriente. Desde entonces brillaron todas las noches luces misteriosas en el mar, y á la salida del sol un enjambre de pececillos venía á situarse frente al barranco, emergiendo sus cabezas del agua para mostrar la hostia que cada uno de ellos llevaba en la boca. En vano quisieron los pescadores quitárselas. Huían mar adentro con su tesoro. Sólo cuando llegó el clero con cruz alzada y el mismo sacerdote se metió en el barranco hasta las rodillas, se decidieron á acercarse, y uno tras otro fueron depositando su hostia en el copón, retirándose luego, de ola en ola, moviendo graciosamente sus colitas.
A pesar de la vaga esperanza de un porrón de vino extraordinario que animaba á los más de los oyentes, un murmullo de incredulidad surgía al final del relato. El devoto Caragòl era iracundo y malhablado como un profeta cuando consideraba en peligro su fe. «¿Quién era el hijo de pulga que se atrevía á dudar de lo que él había visto?…» Y lo que él había visto era la fiesta de los peixets, que se celebraba todos los años, oyendo á doctísimos varones el relato del milagro en la capilla conmemorativa edificada al borde del barranco.
Este prodigio de los pescaditos iba seguido casi siempre de lo que él llamaba el milagro del peixòt, pretendiendo con el peso del tal pescadote aplastar las dudas de la impiedad.
La galera de Alfonso V de Aragón – el único rey marino de España – chocaba al salir del golfo de Nápoles con un peñasco oculto, cerca de la isla de Capri. Se partía un costado de la nave, sin que ésta hiciese agua, y seguía navegando á velas desplegadas, con el rey, las damas de su corte y el séquito de barones cubiertos de hierro. Veinte días después llegaban á Valencia sanos y salvos, como todo navegante que en momentos de peligro pide auxilio á la Virgen del Puig. Al registrar los maestros calafates el casco de la galera, veían á un pescado enorme desprenderse de su fondo con la tranquilidad de una persona honrada que ha cumplido su deber. Era un delfín enviado por la Santísima Señora para que pegase su lomo á la brecha abierta. Y así, como un tapón, había navegado de Nápoles á Valencia, sin dejar pasar una gota de agua.
El cocinero no admitía críticas y protestas. Este milagro era innegable. El lo había visto con sus ojos cuando estaban buenos; lo había visto en un cuadro antiguo del monasterio del Puig, y todo aparecía en la tabla con el relieve de la verdad: la galera, el rey, el peixòt, y la Virgen en lo alto dándole la orden.
La brisa levantaba el faldón del narrador, apareciendo su abdomen partido en dos hemisferios por la tirantez del botón único.
– Tío Caragòl, ¡que se le escapa! – avisaba una voz burlona.
El santo hombre sonreía con la calma seráfica del que se ve más allá, de las pompas y vanidades de la existencia.
– Déjalo: ya no vuela.
Y emprendía el relato de un nuevo milagro.
Ferragut asimilaba estas exaltaciones del cocinero á su ligereza de ropa en todo tiempo. Ardía en su interior un fuego incesantemente renovado. En los días brumosos subía al puente con unos vasos de bebida humeante que él llamaba calentets. Nada mejor para los hombres que habían de pasar largas horas á la intemperie, en inmóvil vigilancia. Era café mezclado con aguardiente de caña, pero en desiguales proporciones, siendo más el alcohol que el líquido negro. Tòni bebía rápidamente todos los vasos ofrecidos. El capitán los rechazaba, pidiendo café puro.
Su sobriedad era la del antiguo nauta: la sobriedad del padre Ulises, que mezclaba el vino con agua en todas sus libaciones. Las divinidades del viejo mar no amaban las bebidas alcohólicas. Anfitrita y las nereidas sólo aceptaban en sus altares frutos de la tierra, sacrificios de palomas, libaciones de leche. Tal vez á causa de esto los marineros del Mediterráneo, siguiendo una preocupación hereditaria, veían en la embriaguez el más vil de los rebajamientos. Los que no eran sobrios evitaban emborracharse francamente como los marineros de otros mares, disimulando la rudeza del brebaje alcohólico con el café ó con el azúcar.
Caragòl era el encargado de beberse todos los «calentitos» despreciados por el capitán, con otros más que se dedicaba á sí mismo en el misterio de la cocina. En los días calurosos confeccionaba refresquets, y estos «refrescos» eran vasos enormes, mitad de agua, mitad de caña, sobre un grueso lecho de azúcar, mixtura que hacía pasar fulminantemente, sin gradaciones, de la vulgar serenidad á una angélica embriaguez.
El capitán le reñía al ver sus ojos inflamados y enrojecidos. Iba á quedarse ciego… Pero él no se conmovía ante la amenaza. Necesitaba celebrar á su modo la prosperidad del buque. Y de esta prosperidad, lo más interesante para él era poder abusar del aceite y de la caña, sin miedo á recriminaciones en el momento de las cuentas. ¡Cristo del Grao, que durase siempre la guerra!…
El tercer viaje de la América del Sur á Europa vino á terminarlo el Mare nostrum en Nápoles, donde desembarcó trigo y cueros. Una colisión á la entrada del puerto con un buque-hospital inglés que iba á los Dardanelos abolló su popa, rompiéndole además una aleta de la hélice.
Tòni rugió de impaciencia al enterarse de que tendrían que permanecer cerca de un mes en forzosa inmovilidad. Italia no había intervenido aún en la guerra, pero sus precauciones defensivas acaparaban todas las industrias navales. No era posible hacer antes la reparación. Ferragut calculó lo que representaba para sus negocios esta pérdida de tiempo. Le esperaban valiosos fletes en Marsella y Barcelona. Pero queriendo tranquilizarse á sí mismo y aplacar á su segundo, repetía muchas veces:
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