Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
Здесь есть возможность читать онлайн «Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: foreign_antique, foreign_prose, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:4 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 80
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III — читать онлайн ознакомительный отрывок
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
– No puedo daros seña alguna, porque fué tal el efecto que me causó su hermosura, que cegué.
– ¡Vehemente y apasionado como su padre! – murmuró Quevedo.
– ¡Qué! ¿habéis conocido á mi padre, don Francisco? Cuando fuísteis á Navalcarnero ya había muerto.
– He oído hablar de él – dijo Quevedo.
– Pues os han engañado.
– Bien puede ser.
– Mi padre era lo más pacífico del mundo.
– ¡Pobre amigo mío! – dijo Quevedo.
– ¿Por quién habláis, por mi padre ó por mí?
– Hablo por vos. En cuanto á vuestro padre, bien se está allí donde se está; y en verdad y en mi ánima, que si no fuera por vos, ya estaría yo con él.
– ¿En la eternidad?
– Decís bien; pero yo me entiendo y Dios me entiende.
– ¿Estaréis también enamorado y desesperado?
– ¡Enamorado! no lo sé, pudiera ser. ¡Desesperado! no, porque á mí no me desesperan las mujeres.
– Soy muy afortunado.
– O muy pobre. Pero volviendo á la dama…
– Os repito que puedo hablaros de su hermosura, pero no daros señas de ella; os digo que la amo tanto, que si por desdicha fuese esta mujer la reina…
– ¿Pero estáis loco, Juan? ¿Acabáis de llegar á Madrid, y ya pretendéis haber tenido una aventura con… su majestad?
– ¿Y no pudiera ser?
– ¡Poder! Todo puede ser si Dios quiere, puesto que es todopoderoso; pero lo que creo que ha sucedido ya es que habéis perdido el juicio.
– Si esa mujer es la reina, lo pierdo de seguro.
– Y… ¿por qué?
– ¿Por qué? La reina es casada.
– ¡Ah! ¿y amáis tanto á vuestra dama, que pretendéis encontrar en ella lo que creo que no se encuentra en ninguna mujer? ¿pretendéis que no haya amado una dama que se sale de palacio de noche y sola, que se agarra al primero que encuentra y le embauca hasta hacerle perder el seso?
– Yo no os he dicho que esa dama ha salido de palacio.
– Pero yo lo sé.
– ¿Y quién os lo ha dicho?
– ¡Bah! quien os ha visto.
– Me estáis desesperando: vos conocéis á esa dama.
– Vos me estáis guardando un secreto.
– No es mío.
– De la reina.
– ¡Ah! ¡no! ¡no!
– Escuchad, Juan: yo tengo una obligación mayor de la que creéis de mirar por vos, de guardaros…
– ¡Vos!
– Sí, yo; es más: por vos he venido á Madrid; por vos necesito ver á vuestro tío.
– No os entiendo.
– Pues bien podéis entenderme. ¿No somos amigos?
– Sí, ciertamente.
– ¿No soy yo más experimentado que vos?
– Experimentado y sabio.
– Pues respetadme por mayor en edad y en saber. Contestadme, joven, y creed, suponed que os habla y os pregunta vuestro padre. Sois nuevo en la corte, y la corte es muy peligrosa. Habéis dado de bruces con palacio y para vos se ha centuplicado el peligro. ¿Para qué esperáis á don Rodrigo Calderón?
– Para matarle.
– ¿Y por qué?
– Porque ha ofendido á esa dama que me enamora.
– Me engañáis.
– No os engaño.
– ¿La ofensa de ese hombre á la dama?..
– Suponerla amante suya.
– ¿Y á vos qué os da?
– Es inútil que pretendáis disuadirme: estoy resuelto.
– Pues sea; me embarco con vos; agito con vos el cascabel de la locura: cometo la primera tontería de que tengo memoria: Cervantes, á quien Dios perdone sus pecados, creyó haber muerto con su Ingenioso Hidalgo don Quijote á los caballeros andantes; pero se engañó, porque aquí estamos dos. Vos porque tenéis ojos, y yo porque tengo corazón y agradecimiento.
– ¡Agradecimiento!
– Dios me entiende y yo me entiendo.
– Pero no os entiendo yo.
– Cuando fuí huído á Navalcarnero… y fué por una mujer… siempre ellas… encontré en vos…
– Un joven que se volvió á vos asombrado, deslumbrado por vuestro ingenio.
– Muchas mercedes. Pues encontré en vos un hermano, y tan agradecido quedé de ello, que en la primera carta que escribí al duque de Osuna, le hablé de vos.
– ¡Ah! ¡don Francisco! ¿habéis hecho que llegue mi pobre nombre al gran duque de Osuna?
– Y tanto bien vuestro le he dicho, que el duque, que no ha dejado de escribirme á San Marcos, me escribió por último en términos breves pero precisos: «Mi buen secretario: el duque de Lerma os suelta, no sé si porque me teme, ó porque os teme á vos, aunque preso y encerrado. Veníos al punto, pero traeros con vos á ese vuestro amigo Juan Montiño, de cuyos adelantos me encargo.»
– ¿Eso os ha escrito el duque y os llamáis agradecido de mí?
– Sea como quiera, vengo, os encuentro cuando menos lo esperaba y metido en una aventura, y por fin y postre, me metísteis también en ella. Pues adelante: no siento otra cosa sino lo que tarda el difunto.
No había acabado Quevedo de pronunciar estas palabras, cuando rechinó una llave en la cerradura del postigo del duque, se abrió éste, se vió luz y salió un bulto.
El postigo volvió á cerrarse.
– Ahí le tenéis – dijo don Francisco en voz baja á Juan – . Dejadle que adelante algunos pasos más, y á él.
Juan Montiño salió del zaguán y se fué tras aquel bulto. Quevedo se puso en medio de la calleja, y desnudó la daga y la espada.
Hemos dicho que la noche era muy obscura.
– Defendéos ú os mato – dijo Juan Montiño á dos pasos del que había salido por el postigo.
Volvióse éste y desnudó los hierros.
– ¿Y por qué queréis matarme? – dijo.
Juan le contestó con una estocada.
– ¡Ah! vos sois el mismo de antes – dijo don Rodrigo, que él era.
– Entonces os desarmé, pero ahora que sé que sois don Rodrigo Calderón, os mato.
Al decir el joven estas palabras, don Rodrigo Calderón dió un grito.
La daga de Juan Montiño se le había entrado por el costado derecho.
Y entre tanto Quevedo daba una soberana vuelta de cintarazos, sin chistar, á un bulto que había venido en defensa de don Rodrigo.
Don Rodrigo quiso sostenerse sobre sus pies, pero no pudo; le brotaba la sangre á borbotones de la herida, se desvaneció, vaciló un momento y cayó.
Juan Montiño se arrojó sobre él, le desabrochó la ropilla y buscó con ansia en ella: en un bolsillo interior encontró una cartera que guardó cuidadosamente.
Don Rodrigo no le opuso la menor resistencia. Estaba desmayado.
Entretanto el hombre á quien zurraba Quevedo, no pudo resistir más y huyó dando voces.
– Habéis acabado ya por lo que veo, ó más bien por lo que no escucho – dijo Quevedo á Juan Montiño.
– Sí, por cierto – contestó Juan.
– Ya sabía yo que teníamos difunto; pero ese rufián de Juara va dando voces, y por sus voces pueden dar con nosotros, y con nosotros en la cárcel. Dadme vuestro brazo á fin de que yo pueda andar de prisa, y tiremos adelante.
– Adelante, don Francisco, pero tiremos hacia palacio.
– ¡Hacia palacio, eh! pues que palacio sea con nosotros.
Y marchando con cuanta rapidez les fué posible, que no era mucha á causa de la deformidad de las piernas de Quevedo, salieron de la calleja.
Poco después entraban en ella muchos hombres con luces.
Aquellos hombres eran los criados que el duque de Lerma había enviado á informarse del suceso.
CAPÍTULO XI
EN QUE SE SABE QUIÉN ERA LA DAMA MISTERIOSA
Quevedo y Juan Montiño tardaron un largo espacio en llegar á palacio, no porque palacio estuviese lejos de la casa del duque de Lerma, sino porque para Quevedo eran largas todas las distancias.
Entrambos iban embebecidos en hondos pensamientos y no hablaron una sola palabra durante el camino.
Cuando vieron delante de sí la negra masa del alcázar, Quevedo dijo á Montiño:
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.