Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
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- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
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– He aquí que hemos llegado, y que estamos en salvo. Procurad vos no poneros en peligro; ved que palacio es un laberinto en que se pierde el más listo.
– Aunque fuese el infierno entraría en él. Me lo manda mi honra.
– Pues si tan principal señora os manda, no insisto, amigo Juan, y os dejo, porque supongo que necesitaréis ir solo.
– De todo punto.
– Pues vóime á dormir; espéroos mañana en el Mentidero .
– ¿Cómo en el Mentidero?
– Olvidábame de que sois nuevo en la corte. Llaman aquí el Mentidero á las gradas de San Felipe el Real.
– ¿Y por qué no esperarme en vuestra casa?
– Porque no sé aún si será pública ó privada, mesón de transeuntes ó tránsito de infierno. Quedad con Dios, y sobre todo, prudencia, Juan, prudencia, y no os envanezcáis con los favores de la fortuna.
– No sé lo que será de mí – dijo el joven, que estaba aturdido é impaciente.
– Pues procurad saber lo que hacéis, y adiós, que no quiero deteneros.
– Adiós, don Francisco, hasta mañana.
Quevedo se alejó un tanto, y luego al doblar una esquina se detuvo.
– ¿Será sino de la sangre de los Girones – dijo – el encontrarse siempre metida en grandes empresas? ¿quién sabe? ¡pero aquí hay algo grave! ¿que no haya leído Lerma delante de mí la carta de la duquesa? ¿que no haya yo podido ver lo que ha hecho ese noble joven, en el breve espacio que ha estado inclinado sobre don Rodrigo Calderón, entretenido en detener á ese bergante de Juara? pero puedo ver algo… y algo tal, que sea una chispa que me alumbre. Pues procuremos ver.
Y se encaminó recatada y silenciosamente á la puerta de las Meninas, y con el mismo recato miró al interior.
Bajo un farol turbio estaba parado Juan Montiño.
– ¿Conque le esperan? ¿conque le han citado? ¿quién será ella? – dijo Quevedo.
Pasó algún tiempo; Juan Montiño esperando, y don Francisco observándole.
Oyéronse al fin leves pasos que parecían provenir de unas estrechas escaleras, situadas cerca del joven; luego los pasos cesaron y se oyó un siseo de mujer.
– ¡Ah! ¡ya pareció ella! – dijo Quevedo – ; ¿pero quién será?
Entre tanto Juan Montiño se había dirigido sin vacilar á las escaleras, y desaparecido por su entrada.
Sigámosle.
A los pocos peldaños una dulce voz de mujer, aunque anhelante y conmovida, le dijo:
– ¡Ah! ¡gracias á Dios que habéis venido!
Era la misma voz de la dama tapada á quien Montiño había acompañado aquella noche.
La escalera estaba á obscuras.
– ¡Señora! – dijo Montiño.
– ¡Silencio! – replicó la dama – ; no habléis, seguidme y andad paso.
– ¡Pero si no veo!
– ¡Ah! es verdad.
– Si no me guiáis…
– Dadme, pues, la mano – dijo la dama con un acento singular en que se notaba la violencia con que apelaba á aquel recurso.
– ¿Dónde estáis?
– Acercad más.
– Ya que me dais la mano, señora…
– Os la presto…
– Pues bien, prestadme la derecha.
– Seguid y callad – dijo la dama, poniendo en la mano de Juan Montiño una mano que hablaba por sí sola en pro de lo magnífico de las formas de la dama.
– ¡La que tiene una mano tal…! – dijo para sí Montiño.
Y acarició con deleite en su imaginación el resto de un pensamiento.
Asido por la dama, seguía subiendo.
Terminada la escalera, atravesaron un espacio que debía ser estrecho, porque el traje de la dama, ancho y largo, chocaba con las paredes.
La dama se detuvo y abrió con llave una puerta.
Pasaron y la dama tornó á cerrar.
Y siguieron adelante.
– ¡Oh! ¡vuestras espuelas! – exclamó – ¡nos hemos olvidado de que os las quitáseis!
– Pues me las quitaré – dijo Montiño.
– No, no, seguid adelante; en esta galería no podemos detenernos; ¡oh Dios mío!
Y la dama siguió andando de prisa.
Al cabo de un buen espacio de marcha por habitaciones obscuras y sonoras, la dama se detuvo y soltó la mano de Montiño.
– ¡Ah! – dijo el joven.
– Hemos llegado – contestó ella.
Y sonó una llave en una cerradura, se abrió una puerta.
Al fondo de una habitación, al través de la puerta de otra, vió Montiño el reflejo de una luz.
Vió también que la dama que hasta allí le había conducido, estaba tan envuelta en su manto como cuando la encontró en la calle.
– Entrad – dijo la dama.
Montiño entró.
– Esperad aquí – repitió la dama.
Montiño se detuvo junto á la puerta.
La tapada adelantó rápidamente, atravesó la puerta por donde penetraba el reflejo de la luz, y luego Montiño oyó el ruido de dos llaves en dos puertas distintas.
Luego la dama se asomó á la segunda puerta, y dijo:
– Pasad, caballero.
Montiño pasó.
Y entonces, por la parte de afuera de la puerta, se oyó una voz ronca que dijo:
– ¿Quién será ese hombre con quien ella se encierra? Yo no lo creyera á no verlo. ¡Las mujeres! ¡las mujeres!
Y luego se oyeron unos tardos pasos que se alejaban.
Entre tanto Montiño, siguiendo á la dama tapada siempre, había atravesado dos hermosas cámaras alfombradas, amuebladas con riqueza, en muchos de cuyos muebles, reparados al paso por el joven, se veían las armas reales de España y Austria.
Al fin la dama se detuvo en una cámara más pequeña.
Sobre una mesa había un candelero de plata con una bujía, única luz que iluminaba la cámara, y junto á la mesa un sillón de terciopelo.
– Sin duda que comprendéis por qué os he llamado – dijo con severidad la dama.
Juan Montiño, que se había descubierto respetuosamente dejando ver por completo su simpático y bello semblante y su hermosa cabellera rubia, sacó en silencio de un bolsillo de su jubón el brazalete real de que se había apoderado y que en tantas confusiones le había metido, y le entregó á la dama.
– ¡Ah! – exclamó ésta tomándole con ansia.
– Habíais dudado de mí, señora – dijo Montiño con acento de dulce reconvención.
– Habéis hecho mal, prevaliéndoos de la casualidad que puso entre mis manos esta joya.
– Perdone vuestra majestad… – dijo el joven, y la dama no le dejó tiempo de concluir.
– ¡Mi majestad! – exclamó con asombro, volviendo con terror el rostro á una puerta cubierta con un tapiz.
– Creed, señora – dijo Juan Montiño, que vió una afirmación en la sorpresa, en el cuidado, casi en el terror de la tapada – , creed, señora, que nada exponéis, nada, con quien es hijo de un hombre que ha vertido su sangre por sus reyes… y mi lealtad y mi respeto hacia vuestra majestad…
– ¡Pero esto es horrible! ¡me creéis la reina!
– Llevábais en el brazo esa joya que tiene las armas reales de España.
– ¿Conocéis á… la reina?
– Ya dije á vuestra majestad…
– Dejáos de importunas majestades – exclamó la dama con un acento en que había angustia, mirando de nuevo á la puerta cubierta por el tapiz – ; tratadme lisa y llanamente como á una dama honrada, y concluid. ¿Ha visto alguien esta joya?
– ¡Señora! – exclamó con el acento de un hombre profundamente ofendido Montiño.
– Perdonad, pero fuísteis atrevido é imprudente…
– Yo creía que érais otra mujer… una dama principal y nada más, y quise que me quedase algo vuestro por donde pudiera encontraros. Cuando vi esa joya, ya no tenía remedio… ya habíais desaparecido… entonces me pesó haberos hecho escuchar…
– ¿Palabras de amor?.. – dijo riendo la dama, que se tranquilizó porque en la turbación, en las miradas del joven había comprendido su alma.
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