Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
Здесь есть возможность читать онлайн «Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: foreign_antique, foreign_prose, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:4 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 80
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III — читать онлайн ознакомительный отрывок
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
– Muy obscuro hace para pedir limosna; perdone por Dios, hermano.
Y á pie firme contestó á tres tajos de Juan Montiño, con otras tantas estocadas bajas y tales, que el joven se vió prieto para pararlas.
Y no sabemos lo que hubiera sucedido, si Juan Montiño no hubiera conocido en la voz á su amigo.
– ¡Por mi ánima – dijo haciéndose un paso atrás y bajando la espada – , que aunque muchas veces hemos jugado los hierros, no creí que pudiéramos llegar á reñir de veras!
– ¡Ah! ¿sois vos, señor Juan? que me place; y ya que no nos hemos sangrado, alégrome de que hayamos acariciado nuestras espadas para daros un consejo: lo de tajos y reveses á la cabeza, dejadlo á los colchoneros, que sirven bien para la lana, y aficionáos á las estocadas; de mí sólo sé deciros que de los instrumentos de filo, sólo uso la lengua. ¿Pero qué hacéis aquí?
– Espero.
– Ya, ya lo veo. ¿Pero á quién esperáis?
– A un hombre.
– Decid más bien á un muerto; y dígolo, porque á pesar del demasiado aire que dais á la hoja de la espada, si yo no fuera quien soy, me hubiérais hecho vos lo que no quiero ser en muchos años. Pero el nombre del muerto; digo, si no hay secreto ó dama de por medio, que no siendo así…
– Dama y secreto hay; pero me venís como llovido; conozco vuestra nobleza, quiero confiarme de vos, y os pido que me ayudéis.
– Y os ayudaré, y más que ayudaros; tomaré sobre mí la empresa y el encargo. ¿Pero de qué se trata?
– ¿Conocéis á don Rodrigo Calderón?
– Conózcole tanto, como que de puro conocerle le desconozco. Es mucho hombre.
– Pues á ese hombre espero.
– Para…
Quevedo hizo con el brazo la señal de una estocada á fondo.
– Cabalmente.
– Perdonad; pero vos no sois cristiano, amigo Juan.
– ¿Por qué me decís eso? ¿no os he dejado tiempo para poneros en defensa?
– Dígolo, porque vuestro rencor no cede. ¿No os habéis satisfecho con haber desarmado hace dos horas á don Rodrigo Calderón, sino que pretendéis matarle?
– ¡Cómo! ¿era don Rodrigo Calderón el hombre con quien reñí cuando?..
– Sí, cuando acompañábais á una dama muy tapada, muy hermosa y muy noble que había salido del alcázar.
– ¡Cómo! ¿conocéis á esa dama?
– Puede ser.
– ¿Y es hermosa?
– Puede que lo sea.
– ¿Y sabéis su nombre?
– Puede llamarse… se puede llamar con el nombre que mejor queráis; os aconsejo que no toméis jamás el nombre de una tapada, sino como un medio de entenderos con ella.
– ¿Pero no decís que la conocéis?
– Lo que prueba, pues tanto me preguntáis, que no la conocéis vos.
– ¡Ay! ¡no!
– ¿Os habéis ya enamorado?
– Lo confieso.
– Sin conocerla…
– Ahí veréis.
– ¿Por la voz, ó por el olor, ó por el bulto? Ved que esas tres cosas engañan.
– Estoy seguro de que es una divinidad.
– Se me os perdéis, Juan, se me os perdéis, y lo siento. Idos de la corte, amigo mío, porque si apenas habéis entrado habéis caído, á poco más sois hombre enterrado. Creedme, Juan, veníos conmigo á una hostería y dejáos de tapadas, que no contentas con haberos matado os piden hombres muertos.
– Idos si queréis – dijo Juan Montiño – , que yo estoy resuelto á quedarme y á cumplir lo que he prometido.
– No, no me iré, puesto que me necesitáis: aquí me estoy con vos y venga lo que viniere.
– He reparado en un bulto que me sigue desde después de mi primera riña con don Rodrigo.
– ¡Ah! ¿sí? ¿un bulto? razón más para que yo me quede.
– Y ese bulto está allá abajo, junto á la esquina.
– ¿Y no le habéis ahuyentado por no espantar la caza? bien hecho; por lo mismo dejaréle yo allí: pero entrémonos en este zaguán.
– Entrémonos.
– ¿Y estáis seguro de que don Rodrigo Calderón está ahí dentro, y si está de que saldrá por ahí?
– No lo estoy, pero espero.
– Vais haciéndoos á las costumbres de los enamorados tontos, que se pasan la vida en esperar á bulto.
– Por más que hagáis…
– No os curo.
– No.
– ¿Pero tanto vale esta dama?
– ¡Oh!
– ¡Oh! Decir ¡oh! vale tanto como si dijéseis: esa dama es para mí un acertijo.
– ¿Creéis que estoy enamorado?
– ¡Ayúdeos Dios, si vuestro mal no tiene cura! ¿Y sabéis que tarda don Rodrigo?
– ¿Qué tenéis que hacer?
– Mucho: por ejemplo, me urge ver á vuestro tío el cocinero de su majestad.
– Pues no podéis verlo esta noche.
– ¿Cómo?
– Va de viaje. Se muere mi tío el arcipreste y va á cerrarle los ojos.
– ¡Ah! pues si no puedo ver á vuestro tío, me importa poco que tarde nuestro hombre; entre tanto á dormir me echo.
– ¡A dormir!
– Sí; he encontrado aquí un poyo bienhechor, y estoy cansado. Y luego, ¿de qué hemos de hablar? No conocéis á esta dama… no puedo aconsejaros á ciencia cierta… me callo, pues, y duermo. Avisadme cuando sea hora.
Al sentarse Quevedo se desembozó y dejó ver una línea de luz por un resquicio de su linterna.
– ¡Oh! ¡traéis linterna! – dijo el joven.
– Nunca voy sin ella.
– ¿Me prometéis decirme el nombre de la dama, si os doy algo por lo que podáis venir en conocimiento?
– Os lo prometo – dijo Quevedo.
– Pues bien, abrid la linterna y mirad.
Quevedo abrió la linterna, y Juan Montiño, doblando la carta que su tío había recibido de palacio, y dejando sólo ver el primer renglón que decía: «Tenéis un sobrino que acaba de llegar de Madrid…» mostró aquel renglón á Quevedo.
– ¡Y es letra de mujer! – dijo éste.
– ¿Pero no la conocéis?
– No – repuso Quevedo guardando la linterna.
– Voy á ayudaros – añadió el joven – : esta carta ha venido de palacio á mi tío, de mano de una dueña de la servidumbre.
– Si no me dais más señas no puedo alumbrar vuestras dudas. ¡Y me duermo, vive Dios, me duermo! – dijo Quevedo bostezando.
– Decidme: ¿hay en palacio alguna dama cuya hermosura deslumbre como el sol?
– Háilas muy hermosas: ¿la vuestra es esbelta, ligera, buena conversación, morena?..
– No, no; es blanca.
– ¿Cómo, pues, sabéis su color si iba tapada?
– Una mano…
– ¡Ah! es verdad, las tapadas que tienen buenas manos no las tapan. Pues no es la condesa de Lemos – dijo para sí Quevedo.
– Era alta, gallarda, muy dama, muy discreta, joven, andar majestuoso…
– No conozco dama que tenga más majestad en palacio que la reina.
– ¡La reina!.. ¿pero creéis que la reina podría salir sola de noche y ampararse de un desconocido?
– ¡Eh, señor Juan Montiño! habláis con demasiado calor, para que yo no sospeche que os ha pasado por el pensamiento que podía ser la reina la dama de vuestra aventura. Creedme, Juan; eso, que si fuera posible, sería para vos una desgracia, es imposible de todo punto. Su majestad la reina… vamos, no pensemos en ello. Es la única mujer que conozco buena y mártir, y la ilustre sangre que corre por vuestras venas os debe decir…
– Mi sangre no es ilustre, don Francisco, sino honrada, y por lo mismo, porque dudo, porque me parece imposible, os pregunto, quiero aclarar una duda que me vuelve loco… tenéis razón; si fuese la reina la dama á quien amo…
– ¿Pero qué amor es ese?.. un amor de dos horas.
– ¡Ay, don Francisco! en dos horas… menos aún, en el punto en que la vi…
– ¿Luego la habéis visto?
– Sí.
– ¿Dónde?
– Perdonad, no me pertenece el secreto.
– Guardadle, pues; pero entendámonos: ¿decís que habéis visto á esa dama? Dadme sus señas.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.