Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¡Concluyamos, concluyamos, don Francisco! – dijo el duque procurando rehacerse – ; está visto que no podemos entendernos.

– ¡Ya quería yo irme…! – dijo Quevedo levantándose de nuevo – ; quería irme sin hablar una sola palabra, porque no podría deciros más que verdades lisas… pero vos… ¡bah! vos habéis nacido para equivocaros…

– He llegado á vos y os he tendido la mano…

– Yo no puedo estrechar vuestra mano, yo no puedo serviros; yo no quiero hacerme cómplice de la ruina de España; á mi duque de Osuna me atengo… y si me desayudare el duque… me atenderé á mí mismo, que me basto y aun me sobro. Quede vuecencia con Dios.

– Esperad: no es por ahí, don Francisco – dijo el duque tomando una bujía de sobre la mesa y yendo á una puertecilla.

– ¡Cómo! – dijo Quevedo – ; ¿vuecencia sirviéndome de paje?

– Honroso es servir al ingenio, á la grandeza y al valor.

– Muy cristiano andáis.

– ¡Cristiano!

– Sí, por cierto; dais favores por agravios.

– No hablemos de eso; no sois vos quien me agraviáis, sino la fortuna que se me os roba.

– Ahí os queda don Rodrigo Calderón. Calló el duque, y bajando unas escaleras, llegó á un postigo y puso la mano en un cerrojo.

– Perdonad, un momento, don Francisco – dijo Lerma – : ¿quién os ha dado la carta que me habéis traído? ¿puede saberse?

– ¿Y por qué no? ¡Me la ha dado vuestra hija!

– Y… ¿dónde?

– En palacio.

– ¡Oh! ¿con que ya habéis estado en palacio apenas venido?

– De palacio vengo y á palacio voy. Como me crié en él, soy palaciego, y tanto, que atribuyo al haberme criado en palacio mi cortedad de vista.

– Pues cuidad, don Francisco, en dónde ponéis los pies, porque palacio está muy resbaladizo.

– Como ando despacio, señor duque, nunca resbalo; como tengo los pies grandes me afirmo; cuando caigo no es que caigo, sino que me caen. Guarde Dios á vuecencia y le prospere – añadió, viendo que el duque había abierto la puerta.

– Id, id con Dios, don Francisco – dijo el duque – , y no os olvidéis nunca que os he buscado.

– Lo que no olvidaré jamás es la causa por que he venido – dijo Quevedo, y salió.

El duque, que al abrir se había cubierto con la puerta, cerró murmurando:

– ¡Que no olvidará la causa por que ha venido! ¡y quien le ha dado la carta de la duquesa de Gandía ha sido mi hija! ¡ese hombre! ¿A dónde tenderá el vuelo don Francisco?

Detúvose de repente el duque; había sonado en la calleja ruido de espadas que duró un momento.

– ¿Qué será? – dijo Lerma – ; donde va Quevedo van las aventuras. Don Rodrigo me lo dirá… sí, sí… ¡don Rodrigo!; y es el caso que empiezo á desconfiar de él, pero yo desconfío de todo el mundo… de todos, hasta de mí mismo.

El duque acabó de subir en silencio las escaleras, entró en su despacho, y abrió con una ansiedad marcada la carta de la duquesa de Gandía.

Hizo bien el duque en esperar á quedarse solo para leer aquella carta; nuestros lectores adivinarán su contenido. En ella, á vueltas de pesadas reflexiones, participaba la duquesa á Lerma lo que la había acontecido con el rey y la desaparición de la reina de su cuarto.

El duque, leyendo esta carta, se puso sucesivamente pálido, lívido, verde. No comprendía bien aquello. Creía tener comprimida á la familia real, y, sin embargo, el rey y la reina se le escapaban, como quien dice, por los poros. Creía saberlo todo, y, sin embargo, ignoraba que existiesen aquellas comunicaciones secretas de que hablaba la carta. Se creía seguro del afecto, de la fidelidad de don Rodrigo Calderón, y la duquesa le daba respecto á él una voz de alerta. Daba vueltas el duque á la carta y la leía y volvía á releer una y otra vez, como si dudara de sus ojos, y siempre leía la misma cosa:

«Su majestad el rey ha venido á mí por un pasadizo secreto, y me he visto en un grande apuro.»

Y más abajo:

«Cuando obligada fuí á anunciar á su majestad la reina que el rey deseaba verla, no encontré á la reina ni en su cámara, ni en su dormitorio, ni en su oratorio, y á la hora en que os escribo no sé dónde está su majestad.

Y más abajo aún:

«Personas extrañas, que no puedo deciros quiénes son, porque no las conozco, aunque las he sentido y casi las he tocado, entran á mansalva en la cámara de su majestad la reina. Además, he descubierto lo que nunca hubiera creído… desconfiad de don Rodrigo Calderón: está en inteligencias con la reina y os vende.»

El duque acabó de aturdirse, y como siempre que esto le acontecía, mandó llamar á su secretario.

Pero antes de que éste llegase, tuvo gran cuidado de guardar en su ropilla la carta de la duquesa de Gandía.

A poco entró en el despacho del duque un hombre como de treinta á treinta y cuatro años.

Era buen mozo; moreno, esbelto, de mirada profunda, semblante serio, maneras graves, movimientos pausados, como quien pretende aumentar la dignidad de su persona; vestía rica pero sencillamente, y todo en él rebosaba orgullo, mejor dicho, soberbia, y una extremada satisfacción de sí mismo; era, en fin, uno de estos seres que jamás descuidan su papel, y que con su aspecto van diciendo por todas partes: «soy un grande hombre».

Como sucede siempre á estos personajes, su afectación tenía algo de ridículo; pero era la del que nos ocupa una de esas ridiculeces que sólo notan los hombres de verdadero talento, los hombres superiores.

A los demás, don Rodrigo Calderón, que él era, debía imponer respeto, y lo imponía.

Pero delante del duque de Lerma, el más hinchado de los hombres hinchados, don Rodrigo se apeaba de su soberbia para transformarse en un ser humilde, casi vulgar, en un criado, en un instrumento.

Pero esto sólo en la apariencia.

Lo que demuestra que era superior al duque, puesto que le comprendía, y comprendiéndole usaba de él, humillándose.

Cuando entró se inclinó respetuosamente, y su semblante tomó la expresión más humilde y servicial del mundo.

Sin embargo, todos sus esfuerzos y toda su servil experiencia de cortesano no bastaron para borrar de su semblante cierta expresión de profundo disgusto, de ansiedad, de molestia y de un malestar doloroso.

El duque lo notó, receló, pero sin embargo disimuló y ocultó profundamente su recelo.

– ¿Qué os sucede? – le dijo – ¿no estáis satisfecho de las ventajas que acabamos de alcanzar?

– ¡Ventajas! ¡ventajas! tengo la desgracia de no verlas, señor – contestó con voz apagada don Rodrigo – ; si llamáis ventajas el haber logrado que se sienten á vuestra mesa y hablen como amigos el señor duque de Uceda vuestro hijo, el conde de Olivares y don Baltasar de Zúñiga…

– Por el momento parecen desalentados, vienen á nosotros, olvidan sus diferencias y se estrechan las manos.

– Para engañarse mejor, engañando juntos á vuecencia.

– Y bien, si no podemos unirlos los separaremos; no nos ha de faltar pretexto para conferir una embajada al conde de Olivares; enviaremos de virrey á Méjico ó al Perú á mi hijo, y alejaremos con otra honrosa comisión á don Baltasar.

– Pero el conde de Olivares preferirá su empleo de caballerizo mayor, que le tiene en la corte, y cerca del rey, y vuestro hijo y Zúñiga no dejarán por nada del mundo el cuarto del príncipe don Felipe. Desengáñese vuecencia: todos quieren ser, todos; aunque todo os lo deben, conspiran contra vos, los primeros vuestro hijo y vuestro sobrino… el conde de Lemos…

– El conde de Lemos seguirá en su destierro; ha sido más audaz que los otros… ha pretendido ganar la confianza de su alteza, despertando sus pasiones y halagándolas… ha sido, pues, necesario ser severo con él, y como lo he sido con él, lo seré con los demás; lo seré, no lo dudéis – añadió el duque contestando á un movimiento de duda de don Rodrigo.

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