Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III
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- Название:El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
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Algunas mujeres pasaban de la cocina á una sala baja muy atareadas, y entre ellas apareció una anciana.
– ¿Vive mi hermano? – dijo Montiño, adelantando hacia aquella mujer.
– ¡Ah! ¡señor! ¿sois vos? – dijo llorando la pobre anciana – yo no os conozco, no os he visto nunca; pero debéis ser el señor Francisco Montiño.
– El mismo soy; ¿pero vive aún mi hermano?
– Está acabando; pero entrad, entrad: desde que esta mañana fué Juan á Madrid, os espera con tanta impaciencia, que no parece sino que vos habéis de traerle la salvación de su alma.
Y la buena mujer introdujo al cocinero mayor en una sala baja, y de ella en una alcoba, donde, asistido por un fraile francisco, había un anciano expirante.
– ¡Señor arcipreste!¡señor arcipreste! – dijo la anciana – ; he aquí vuestro hermano que ha llegado.
Abrió penosamente los ojos el moribundo.
– No veo – dijo con voz apenas perceptible.
Y calló, como si aquel «no veo» le hubiese costado un inmenso esfuerzo.
– Padre – dijo la anciana, dirigiendo la palabra al religioso – , el señor arcipreste me tenía encargado que cuando viniese su hermano, le dejásemos solo con él.
– ¡Oh!¡pues cumplamos su voluntad! – dijo el fraile y salió.
El moribundo y el cocinero mayor quedaron solos.
– ¡Soy yo, hermano mío!¡soy yo! – dijo Montiño, estrechando las manos al arcipreste.
– ¡Allí! ¡allí! – dijo el moribundo, extendiendo el brazo hacia el fondo de la alcoba de una manera vaga y penosa.
– Sí, sí; no te fatigues, hermano mío: allí está el cofre que encierra la fortuna de Juan.
– Sí – dijo el moribundo.
– ¡Pedro! un esfuerzo – dijo Montiño acercando su semblante al de su hermano, que empezaba ya á descomponer la muerte – : ¡Pedro, el nombre de su padre!
– Su padre es… el gran… el gran… duque de Osuna.
– ¡Ah! – exclamó Montiño – . ¿No deliras, hermano?
– ¡El duque… de Osuna! – repitió el arcipreste, haciendo un violento esfuerzo, que acabó de postrarle.
– ¿Y su madre…? ¿su madre…?
– La duquesa… de…
– ¡Pedro! ¡Pedro! un solo esfuerzo.
El moribundo hizo un esfuerzo desesperado para hablar y no pudo; levantó la cabeza, dejó oír un gemido gutural, y luego su cabeza cayó inerte sobre la almohada.
Había muerto.
CAPÍTULO IX
LO QUE HABLARON LERMA Y QUEVEDO
Desde que don Francisco de Quevedo se resignó á esperar, pensando, al duque de Lerma, hasta que apareció el duque, pasaron muy bien dos horas.
Era el duque uno de esos personajes que se llaman serios ; su edad rayaría entre los cuarenta y los cincuenta años; respiraba prosopopeya; vestía con una sencillez afectada, y en sus movimientos, en sus miradas, en su actitud, había más de ridículo que de sublime, más hinchazón que majestad; era un hombre envanecido con su cuna, con sus riquezas y con su privanza, que había formado de sí mismo un alto concepto, y que se creía, por lo tanto, un grande hombre.
Quevedo permaneció algún tiempo sentado, después que apareció el duque.
Esto hizo fruncir un tanto el ceño á su excelencia.
– Me han avisado – dijo con secatura – de que me esperaba aquí una persona para darme en propia mano una carta de la señora duquesa de Gandía.
Quevedo se levantó lentamente, y sin desembozarse, sin descubrirse, sacó de debajo de su ferreruelo una mano y en ella la carta de la duquesa de Gandía; cuando la hubo tomado Lerma, Quevedo se volvió hacia una puerta que el duque había dejado franca.
– Paréceme que huís, caballero – dijo el duque.
Quevedo se detuvo, pero permaneció de espaldas.
– Y no creo que haya motivo – añadió el duque, mirándole de alto abajo y sonriendo de una manera que nos atreveremos á llamar triunfante – ; no creo que haya motivo para que tan embozado, tan en silencio, y con un encubrimiento y un silencio tan inútil, vengáis á mi casa y pretendáis salir de ella; como os habéis tapado la cruz y el rostro con el ferreruelo, debiérais haberos puesto en cada pie un talego, á fin de tapar vuestros juanetes y disimular lo torcido de vuestras piernas; no digo esto por mortificaros, sino porque comprendáis que os he conocido, don Francisco.
Volvióse Quevedo, se desembozó, se descubrió echando atrás con gentil donaire la mano que tenía su sombrero, y levantando su ancha frente, dijo fijando el vidrio de sus antiparras en los ojos del duque:
– ¡Romance!
– ¡Romance y vuestro! Soltadle, don Francisco, soltadle, que ya me tenéis impaciente.
Guardó un momento silencio Quevedo, y luego dijo con voz sonante y hueca, cortando los versos de una manera acompasada, y dándoles cierta canturía:
– Dióme Dios, por darme mucho,
con una suerte perversa,
cabeza dos veces grande,
y pies para sostenerla.
Vine al mundo como soy,
aunque venir no quisiera;
la culpa fué de mi madre,
que no se murió doncella.
Por los pies me ha conocido
el ingenio de vuecencia;
es difícil que conozcan
á algunos por la cabeza.
Hay quien puede en pies de cabra
enderezar su soberbia,
porque lo que todo es aire,
cualquier cosa lo sustenta.
Y acabado el romance, se dejó caer el sombrero sobre la cabeza, se embozó de nuevo, y se volvió á la puerta franca.
El duque se adelantó y cerró aquella puerta.
– Sois mi prisionero – dijo.
– Mandadme dar cena y lecho – repuso Quevedo, sentándose otra vez en el sillón que habla dejado, como si se encontrara en su casa.
– No os he soltado de San Marcos para encerraros otra vez – dijo Lerma – . Quiero que seamos amigos.
– ¡Ah, condesa de Lemos! – exclamó Quevedo.
– ¿Por qué nombráis á mi hija, cuando os hablo de otros asuntos? – dijo con el acento de quien se siente contrariado, el duque.
– Dígolo, porque vuestra hija ha sido antes y ahora la causa.
– No os entiendo.
– Basta con que Dios me entienda.
– Si vos galanteásteis á mi hija hace dos años…
– Don Francisco de Sandoval y Rojas, vos sois uno de aquellos hombres de quienes dice la criatura: tienen ojos y no ven.
– Veo que os equivocáis; vos creéis que la causa de vuestra prisión en San Marcos, fueron vuestras solicitudes á doña Catalina.
– Me afirmo en lo dicho: sois ciego; yo cuando se trata de mujeres…
– Estáis por las que valen… y pretendéis por ellas ser valido.
– Valiera yo poco si tal valimiento buscara – y continuó – ; yo, cuando se trata de mujeres, no solicito, tomo…
– ¿De modo que…?
– No he solicitado á vuestra hija.
– ¿Y qué habéis tomado de ella? – añadió con precipitación el duque.
– Un ejemplo de lo que sois.
– ¡Ah! vos para conocerme…
– Os miro.
– Pero me miráis con antiparras.
– Para veros no es necesario tener muy buena vista.
– Quiero saber qué pensáis de mí.
– Mucho malo.
– Al menos no se os puede culpar de reservado.
– Reservéme poco, cuando habéis podido encerrarme.
– Os he guardado porque os estimo.
– Tan acertado andáis en mostrar vuestra estimación, como en gobernar el reino.
– ¿Pues no decís que en vez de gobernar soy gobernado? ¿no me habéis fulminado uno y otro romance, una y otra sátira, tan poco embozadas, que todo el mundo al leerlas ha pronunciado mi nombre? ¿no os habéis declarado mi enemigo, sin que yo haya dado ocasión á ello, como no sea en estorbar vuestros galanteos con mi hija?
– ¡Ah! ¡es verdad! nos habíamos olvidado de doña Catalina; hablado habemos de memoria; nos perdemos y acabaremos por no decir dos palabras de provecho, desde ahora hasta la fin del mundo, si hasta la fin del mundo habláramos. ¡Vuestra hija! ¡pobre mujer! ¿y sabéis que yo no escribiría por nada del mundo contra vuestra hija?
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