Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III

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Montiño tomó el partido de no devanarse más los sesos; para tomar este partido tomó también una resolución.

– Es preciso – dijo – que mi sobrino vaya á palacio con las cartas de la reina.

Y saliendo del aposento en que se encontraba, atravesó la repostería y se entró en el otro aposento donde estaba su sobrino.

CAPÍTULO VIII

DE CÓMO AL SEÑOR FRANCISCO LE PARECIÓ SU SOBRINO UN GIGANTE

Hacía ya tiempo que el joven había acabado de comer y hacía su digestión recostada la silla contra la pared, puestos los pies en el último travesaño del mueble, y entregado á un pensamiento profundo.

Al sentir los pasos del cocinero mayor, dejó la actitud en que se encontraba para tomar otra más decente.

– ¿Habéis comido bien, sobrino? – dijo el cocinero.

– Es la primera vez que he comido, tío – contestó el joven.

– ¿Os encontráis fuerte?

– Sí por cierto.

– ¿De modo que embestiríais con cualquiera aventura?

Al oír la palabra aventura, Juan Montiño, que se había distraído por un momento de su idea fija, volvió á ella.

– ¿Conocéis á la reina, tío? – le preguntó.

– ¡Pues podía no conocerla! – dijo con sorpresa el señor Francisco.

– ¿Es la reina alta?

– Sí.

– ¿Es la reina gruesa?.. es decir… ¿buena moza?

– Sí.

– Pues tío, yo quiero conocer á la reina.

– Yo creo que estás loco, sobrino… ¿qué preguntas son esas y qué empeño?

– Empeño… no por cierto… pero me ha hablado tanto de lo buena que es su majestad mi amigo don Francisco de Quevedo…

El cocinero mayor estaba alarmado.

– ¿Conoces tú á la reina por ventura? – dijo.

– ¡Yo! ¡no, señor! ni me importa conocerla; es muy natural que el que viene por primera vez á Madrid, después de comer y beber, pregunte si el rey es alto ó bajo, hermoso ó feo; lo mismo me ha acontecido á mí; sólo que en vez de preguntaros por el rey, os he preguntado por la reina. Nada más natural.

– Pues es muy extraño; tú me preguntas por su majestad, y yo acabo de recibir esta carta de manos de una dueña de palacio.

Tomó la carta Juan Montiño, la leyó, se puso pálido y se echó á temblar.

– ¿Y de quién creéis que pueda ser esta carta?

– Carta que viene por la condesa de Lemos, debe haber pasado por las manos de la camarera mayor, que debe de haberla recibido de la reina.

– ¡Aquí dice secreto de Estado! – dijo sin intención el joven.

Pero en aquellas palabras el suspicaz Montiño vió una intención marcada, más que una intención: una explicación completa; su sobrino creció para él de una manera enorme, creyóse relegado al silencio, dominado, convertido en un ser inferior á su sobrino.

– Y no, no creas – dijo – que yo pretendo saber tu secreto. No comprendo bien lo que sucede… pero… te llaman á palacio; la reina es demasiado imprudente…

– ¡Tío!

– ¡Después de lo de las cartas!

– Pero, tío, no os comprendo.

– Escucha, Juan, escucha – dijo Montiño, que estaba atortolado y que había perdido el tino – : don Rodrigo Calderón está aquí; luego saldrá por el postigo de la casa del duque; yo te llevaré á ese postigo; debes esperarle; lleva en el bolsillo de su ropilla las cartas que comprometen á la reina.

– ¡Las cartas que comprometen á la reina!

– Sí – dijo sudando el cocinero mayor – , las cartas de la reina. Es necesario que antes de ir á palacio esperes á don Rodrigo, que le acometas, que le mates si es preciso; pero esas cartas, Juan… y mira, hijo mío – añadió el cocinero mayor asiendo las manos del joven, y mirándole desencajado y pálido, porque cada vez se hacia para él un personaje más respetable su sobrino – : aprovecha tu buena, tu inesperada fortuna; no te pregunto cómo has podido llegar hasta donde has llegado en tan poco tiempo; eres ciertamente muy hermoso, y las mujeres… pero sé prudente, muy prudente… no te ensorberbezcas, aprovecha las horas de buen sol, hijo; pero mira que las intrigas de palacio son muy peligrosas…

– Pero, tío… – replicó el joven, que no comprendía una sola palabra.

– Nada, nada; no hablemos más de esto; lo quiere ella… en buen hora.

Juan Montiño no se atrevió á aventurar ni una sola palabra más, por temor de cometer á ciegas una torpeza, y se encerró en una reserva absoluta, en una reserva de expectativa.

– No quiero que, andando en tales y tan altos negocios, no lleves más armas que la daga y la espada; el oro es un arma preciosa. Toma, hijo – y sacó una bolsa verde y la puso con misterio en las manos del joven – . No es grande la cantidad, pero bien habrá diez doblones de á ocho. Tú me devolverás esa cantidad cuando puedas. Ahora no hablemos más, ni por la casa, ni por la calle. Voy á llevarte á esconderte frente al postigo del palacio del duque.

Y se volvió hacia la puerta.

Pero de repente se detuvo.

– ¡Ah! se me olvidaba – dijo limpiándose con el pañuelo el sudor que corría hilo á hilo por su frente – : por muy afortunado que seas, no puedes pasar toda la noche en palacio; allí sólo estarás un breve espacio… luego… en mi casa no quiero que estés… no sería prudente… Cuando un hombre ocupa con una alta señora el lugar que tú maravillosamente ocupas, debe evitar que esta señora sepa que vive en una casa donde hay mujeres jóvenes y bonitas. Cuando estés libre, sube á las cocinas; pregunta por el galopín Aldaba, y dile de mi parte que te lleve á casa de la señora María, la mujer del escudero Melchor… no te olvides.

– No me olvidaré.

– Allí tienes preparado y pagado el hospedaje. Es lo último que tengo que decirte. Conque vamos, hijo, vamos.

Juan siguió á su tío; al pasar por la repostería, éste dijo arrojando una mirada á las mesas y á los aparadores:

– Me voy á tiempo; ya se han servido los postres y los vinos. Buenas noches, señores.

Despidieron todos servilmente, pajes, lacayos y galopines, al cocinero de su majestad, y recibiendo iguales saludos de la servidumbre que ocupaba las habitaciones por donde pasaron, salió á la calle, siguió, torció una esquina, recorrió una tortuosa calleja, dobló otra esquina, y al comedio de otra calleja obscura se detuvo.

– Ese es el postigo de la casa del duque – dijo el cocinero mayor.

– ¿Y por ahí ha de salir el hombre que lleva consigo esas cartas que comprometen á su majestad?

– Sí, don Rodrigo Calderón; pero saldrá tarde; aunque te llaman luego á palacio, esto importa más, créeme; espera aquí, porque podrá suceder que don Rodrigo salga temprano, dentro de un momento; podrá suceder también que salga acompañado; en ese caso… déjale, y vuelve mañana á este mismo sitio hasta que le veas solo. ¿Pero estás seguro de tu valor y de tu destreza?

– Cuando se trata de la reina, tío, no hay que pensar más que en servirla.

– Pues bien; ocúltate, que no puedan verte; aquí en este soportal. Y adiós; voy á ver ahora mismo á mi hermano Pedro.

– Quiera Dios, tío – dijo tristemente el joven – , que le encontréis vivo.

– Adiós, sobrino, adiós; nunca he sufrido tanto; quisiera irme y quedarme.

– Id tranquilo, tío, que como Dios me ha sacado de otros lances, me sacará de éste.

– Dios lo quiera.

– Id, id con Dios.

El señor Francisco Montiño tiró la calleja adelante y tomó á buen paso el camino del alcázar.

Para él, á quien habían fascinado las coincidencias casuales del relato de Gabriel Cornejo, con la carta de palalacio y con las impacientes preguntas de su sobrino postizo acerca de la reina, era indudable que Juan había tenido un buen tropiezo; que, en fin, la reina le amaba ó le deseaba… pero todo esto se hacía duramente inverosímil al cocinero mayor, porque, en efecto, lo era; y sin embargo, creía tener pruebas indudables: aquella carta que había venido á sus manos por conducto de una dueña de palacio y con todas las señales de provenir de la reina; las medias palabras de su sobrino; el aspecto extraño, la sobreexcitación que en él había notado, todo contribuía á hacerle creer lo que no quería creer, porque lo que repugna fuertemente á la razón, lo rechaza enérgicamente la voluntad.

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