Armando Palacio Valdés - Páginas escogidas

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El señor de Meira iba sentado a popa, tan silencioso y taciturno como había salido de casa. José, tirando acompasadamente de los remos, le observaba con interés. Cuando estuvieron a unas dos millas de Rodillero, después de doblar la punta del Cuerno, don Fernando se puso en pie.

–Basta, José.

El marinero soltó los remos.

–Ayúdame a echar este bulto al agua.

José acudió a ayudarle; pero deseoso, cada vez más de descubrir aquel extraño misterio, se atrevió a preguntar sonriendo:

–¿Supongo que no será dinero lo que usted eche al agua, don Fernando?

Este, que se hallaba en cuclillas preparándose a levantar el bulto, suspendió de pronto la operación, se puso en pie y dijo:

–No; no es dinero… Es algo que vale más que el dinero… Me olvidaba de que tú tienes derecho a saber lo que es, puesto que me has hecho el favor de acompañarme.

–No se lo decía por eso, don Fernando. A mí no me importa nada lo que hay ahí dentro.

–Desátalo.

–De ningún modo, don Fernando. Yo no quiero que usted piense…

–¡Desátalo, te digo!—repitió el señor de Meira en un tono que no daba lugar a réplica.

Obedeció José, y después de separar la múltiple envoltura de lona que le cubría, descubrió, al cabo, el objeto no era otra cosa que un trozo de piedra toscamente labrado.

–¿Qué es esto?—preguntó con asombro.

Don Fernando, con palabra arrastrada y cavernosa, respondió:

–El escudo de la casa de Meira.

Hubo después un silencio embarazoso. José no salía de su asombro y miraba de hito en hito al caballero, esperando alguna explicación; pero éste no se apresuraba a dársela. Con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza doblada hacia adelante, contemplaba sin pestañear la piedra que el marinero acababa de poner al descubierto. Al fin dijo en voz baja y temblorosa:

–He vendido mi casa a don Anacleto…, porque un día u otro yo moriré, y ¿qué importa que pare en manos extrañas antes o después?… Pero se la vendí bajo condición de arrancar de ella el escudo.., Hace unos cuantos días que trabajo por las noches en separar la piedra de la pared… Al fin lo he conseguido…

Como don Fernando se callase después de pronunciar estas palabras, José se creyó en el caso de preguntarle:

–¿Y por qué lo echa usted al agua?

El anciano caballero le miró con ojos de indignación.

–¡Zambombo! ¿Quieres que el escudo de la gran casa de Meira esté sobre una fábrica de escabeche?

Y aplacándose de pronto, añadió:

–Mira esas armas… Repáralas bien… Desde el siglo XV están colocadas sobre la puerta de la casa de Meira… (no esta misma piedra, porque según se ha ido enlazando con otras casas fué necesario mudarla y poner en el escudo nuevos cuarteles, pero otra parecida). En el siglo pasado quedó definitivamente fijada con la alianza de los Meiras y los Mirandas… Son cinco cuarteles. El del centro es el de los Meiras: está colocado en lo que se llama en heráldica punto de honor … Sus armas son: azur y banda de plata, con dragones de oro; bordura de plata y ocho arminios de sable… Tú dirás—añadió don Fernando con sonrisa protectora—: ¿dónde están esos colores?… Es muy natural que lo preguntes, no teniendo nociones de heráldica… Los colores en la piedra se representan por medio de signos convencionales. El oro, míralo aquí en este cuartel, se representa por medio de puntitos trazados con buril; la plata, por un fondo liso y unido; el azur, por rayitas horizontales; los gules, por rayas perpendiculares, etc., etc…; es muy largo de explicar… Los Meiras se unieron primeramente a los Viedmas. Aquí está su escudo en este primer cuartel de gules y una puente de plata de tres arcos, por los cuales corre un caudaloso río; y una torre de oro levantada en medio de la puente; bordadura de plata y ocho cruces llanas de azur… Después se unieron a los Carrascos. Y aquí tienes a la izquierda su cuartel, partido en dos partes iguales: la primera de plata y un león rampante de sable; la segunda de oro y un árbol terrazado y copado, con un pájaro puesto encima de la copa y un perro ladrante al pie del tronco… Ni el pájaro ni el perro se notan bien, porque los ha destruido la intemperie…; pero aquí están… Más tarde se unieron a los Angulos: su cuartel es de plata y cinco cuervos de sable puestos en sautor… Tampoco se notan bien los cuervos… Por último, se unieron a los Mirandas, cuyo cuartel es de oro y un castillo de gules en abismo, sumado de un guerrero armado con alabarda, naciente de las almenas, acompañado de seis roeles de sinople y plata, puestos dos de cada lado y uno en la punta… Todo el escudo, como ves, está coronado por un casco de acero bruñido de cinco rejas.

Nada entendió el marinero del discurso del señor de Meira. Mirábale de hito en hito con asombro. El mar balanceaba suavemente la barca.

–De la casa de Meira—siguió don Fernando con voz enfática—han salido en todas las épocas hijos muy esclarecidos, hombres muy calificados… Demasiado sabrás tú que en el siglo XV don Pedro de Meira fué comendador de Villaplana, en la orden de Santiago, y que don Francisco fué jurado en Sevilla y procurador en las Cortes de Toro. También sabrás que otro hijo de la misma familia fué presidente del Consejo de Italia: se llamaba don Rodrigo. Otro, llamado don Diego, fué oidor de la real Audiencia de la ciudad de Méjico y después presidente de la de Guadalajara. En el siglo pasado, don Alvaro de Meira fué regidor de Oviedo y fundó en Sarrió una colegiata y un colegio de primeras letras y latinidad; bien lo sabrás.

José no sabía absolutamente nada de todo aquella; pero asentía con la cabeza para complacer al desgraciado caballero. Este quedó repentinamente silencioso, y así estuvo buen rato, hasta que comenzó a decir, bajando mucho la voz y con acento triste:

–Mi hermano mayor, Pepe, fué un perdido…, bien lo sabrás…

En efecto, era lo único que José sabía de la familia de Meira.

–Le arruinó una bailarina… Los pocos bienes que a mí me habían tocado me los llevó amenazándome con casarse con ella si no se los cedía… Yo, para salvar el honor de la casa, los cedí… ¿No te parece que hice bien?

José asintió otra vez.

–Desde entonces, José, ¡cuánto he sufrido!…, ¡cuánto he sufrido!

El hidalgo se pasó la mano por la frente con abatimiento.

–La gran casa de Meira muere conmigo… Pero no morirá deshonrada, José; ¡te lo juro!

Después de hacer este juramento, quedó de nuevo silencioso en actitud melancólica. El mar seguía meciendo la lancha. La luna rielaba su pálida luz en el agua.

Al cabo de un largo espacio, don Fernando salió de su meditación, y volviendo sus ojos rasados de lágrimas hacia José, que le contemplaba con tristeza, le dijo lanzando un suspiro:

–Vamos allí… Suspende por ese lado la piedra: yo tendré por éste…

Entre uno y otro lograron apoyarla sobre el carel. Después don Fernando la dió un fuerte empujón. El escudo de la casa de Meira rompió el haz del agua con estrépito y se hundió en sus senos obscuros. Las gotas amargas que salpicó bañaron el rostro del anciano, confundiéndose con las lágrimas no menos amargas que en aquel instante vertía.

Quedóse algunos instantes inmóvil, con el cuerpo doblado sobre el carel, mirando al sitio por donde la piedra había desaparecido. Levantándose después, dijo sordamente:

–Boga para tierra, José.

Y fué a sentarse de nuevo a la popa.

El marinero comenzó a mover los remos sin decir palabra. Aunque no comprendía el dolor del hidalgo y andaba cerca de pensar, como los demás vecinos, que no estaba sano de la cabeza, al verle llorar sentía profunda lástima; no osaba turbar su triste enajenamiento. Mas el propósito de devolverle el dinero no se apartaba de su cabeza. Veía claramente que tal favor, en las circunstancias en que se hallaba don Fernando, era una verdadera locura. Le bullía el deseo de acometer el asunto, pero no sabía de qué manera comenzar. Tres o cuatro veces tuvo la palabra en la punta de la lengua, y otras tantas la retiró por no parecerle adecuada. Finalmente, viéndose ya cerca de tierra, no halló traza mejor para salir del aprieto que sacar los diez mil reales del bolsillo y presentárselos al caballero, diciendo algo avergonzado:

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