Armando Palacio Valdés - Tristán o el pesimismo

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Clara subió a cambiar de traje y mientras tanto los invitados bebieron aperitivos, escuchando a la ciega que no cesaba de charlar y reír contando como si lo hubiese visto todo lo que pasaba en Madrid, las obras dramáticas que habían tenido éxito, las bodas aristocráticas, las óperas, los conciertos, hasta las sesiones borrascosas del Congreso.

–¿No sabéis? El jueves estuve a oír a Pérez en el Congreso y ayer a Marconi en Hugonotes . ¡Qué discurso, queridos, qué discurso! Se metió a todos los diputados en el bolsillo. ¡Y el decir que había a mi lado una señora que sostenía que López habla mejor! No sé cómo me contuve. Pero éste me tocó con el codo y me dijo al oído que era prima de una cuñada de López y me reprimí. Al parentesco hay que perdonárselo todo… El otro, ¡qué dulzura!, ¡qué brío al mismo tiempo!, ¡qué modo de filar las notas!

–¿Pero filan también las notas en el Congreso?—preguntó Elena con asombro.

–¿Qué estás diciendo ahí, criatura? Hablo de Marconi.

–Perdona, hija: pensé que te referías a Pérez, de quien estabas hablando.

–¡Y el sainete de Ruiz que se estrenó en Lara! Delicioso, delicioso. Tiene unos chistes que es para morirse de risa. Hay uno sobre todo, el que hizo más efecto… ¿Está por ahí Clarita? ¿No ha venido todavía…? Pues entonces os lo diré…

Y bajó un poco la voz y lo contó. Elena soltó la carcajada. Reynoso se contentó con sonreír. Pero Tristán dejó escapar un bufido despreciativo y acto continuo se puso a disertar sobre la decadencia del arte dramático: los autores unos ganapanes que miraban sólo a las ganancias repitiendo hasta la saciedad los mismos chistes y las mismas situaciones, los músicos unos plagiarios que sin pudor fusilaban a los maestros franceses y alemanes, los cómicos unos payasos amanerados insufribles…

Cirilo le atajó suavemente haciéndole observar que del arte sublime son pocos en la tierra los que pueden gozar, que es necesario otro más asequible a los pequeños. Pero Tristán, que no sufría la contradicción, se lanzó aún con más violencia contra el teatro moderno. La discusión iniciada con prudencia fue adquiriendo un temple sobrado caluroso. Elena la cortó resueltamente.

–¡Ea!, dejemos las disputas. Hasta ahora no he oído ninguna en que se convenciese nadie… ¿Qué me cuentas, Visita, qué me cuentas de Rosarito Abella?

–Muchas, muchísimas cosas te voy a contar. En primer lugar te diré que se ha pintado de rubia… Está, según dicen, para darle un tiro. Pero su marido cree que tiene en casa a la Venus de Milo, a la de Médicis y a la bella Otero, todo en una pieza, y cuando sale de casa sella los balcones con papel de goma para saber si se ha asomado…

En aquel momento entraba Clara con traje distinto. Don Germán dijo por lo bajo sonriendo:

–Veréis a Clarita. En cuanto se entere de que se está haciendo burla de una persona se escapará sin decir palabra.

Y así sucedió en efecto. La joven se sentó al lado de Tristán, puso el oído a lo que se hablaba. Visita y Elena, siguiendo la broma, forzaron la nota alegre a costa de aquel infeliz matrimonio. Clara se movió en la silla con visible inquietud y al cabo de un momento se levantó para salir. Los circunstantes estallaron en una carcajada. La joven volvió la cabeza con asombro y viendo todos los ojos posados sobre ella con expresión maliciosa se ruborizó.

Poco tiempo después se sentaban a la mesa. Era ésta suntuosa, refinada, provista de todas las adquisiciones gastronómicas. Pero don Germán era enemigo de ellas; las dejaba a su esposa y a los convidados; él se mantenía de verduras, judías, huevos y tal cual trozo de carne asada. Aquella alimentación primitiva servía para embromarle y armar algazara. Sobre todo lo que despertaba siempre más risa era verle comer a puñados el maíz cocido, costumbre adquirida en América.

–Yo no necesito viajar por las tierras vírgenes—decía Elena—. Teniendo al lado a mi marido que huele a todas las yerbas del campo y viéndole comer patatas asadas y forraje me creo transportada a las pampas.

–¡Allí te quisiera ver yo!—exclamaba Reynoso con su clara risa de hombre feliz—. Entonces sabrías lo que es comer.

–¿Pues qué es lo que estoy haciendo?

–Pillando una indigestión. Sois unos locos de remate. Pasáis la vida envenenándoos con la química de los cocineros.

–Para ti fuera del maíz todo es química.

–Sí; me harto de maíz, me harto de judías, pero mañana no imploro como tú los auxilios de la magnesia. Los granos de maíz se van solitos al estómago sin temor de que les den escolta las pastillas de Vichy.

Los comensales reían. Elena concluyó por impacientarse y dar puntapiés a su marido por debajo de la mesa.

Pero otra desazón más grave la aguardaba. Fue a beber el burdeos y estaba frío. La consternación se pintó en su rostro.

–¿Cómo no ha templado usted el vino, Inocencio?

–Dispense la señora, pero se lo he encargado a la Dolores y había quedado en hacerlo—respondió confuso el criado.

–A ver, llamar a la Dolores.

Se presentó la Dolores.

–¿Por qué no ha templado usted el vino como se lo ha encargado Inocencio?

–Dispense la señora, pero en aquel momento estaba poniendo las flores en la mesa y se lo encargué a Manuel que pasaba por aquí. Pensé que lo había hecho.

–Llamen a Manuel.

–No llames ya a nadie—manifestó Reynoso—. Nada sacarás en limpio.

–¡Pero es bien triste…!—exclamó su esposa en el colmo de la contrariedad.

–¡Tristísimo!—respondió él haciendo esfuerzos para no reír—. Pero es mejor resignarse, porque no conseguirás más que disgustarte y que te haga daño la comida.

Elena siguió a medias el consejo. No propuso la comparecencia de nuevos delincuentes, pero hizo repetidas veces la grave declaración de que eran todos, ¡todos! unos necios y unos antipáticos.

Pasada aquella nube sombría, volvió el regocijo a la mesa. Visita comía con apetito, pero no le imposibilitaba de charlar y reír prodigiosamente. Su marido la ayudaba lindamente en todo ello. Tristán, después de la reconciliación con su novia, había llegado hasta ponerse de buen humor; charlaba y narraba anécdotas y aun se autorizaba algunos donaires, aunque esto último siempre por cuenta de su amigo Núñez, el hombre más gracioso de España, ya se sabe.

–No charles tanto, Tristán—le decía Reynoso—, no estás acostumbrado a ello y te va a hacer daño.

–Verdad. El hablar demasiado nos perjudica. Pero también el tabaco es perjudicial. Sin embargo, afirma Núñez que el que no fuma y dice alguna vez tonterías, se priva de dos grandes placeres en la vida.

Había también sus entremeses de murmuración, aunque suave y piadosa. Así y todo, esto molestaba a Clara que, no pudiendo levantarse, se permitía algunas tímidas observaciones en favor del ausente.

–Que hable el abogado de pobres. ¡Dejadle que hable!—decía su hermano riendo.

Y ella entonces enrojecía y callaba.

–Ese señor de la Peña no es malo, porque no puede serlo—manifestaba Tristán con asombro de todos.

–¿Cómo que no puede? Todos los seres en la tierra pueden hacer el mal. Hasta una pulga te muerde si le da la gana—respondía don Germán.

–Créanme ustedes, muchos de los hombres que en el mundo pasan por buenos, si no hacen daño es porque les falta tiempo. Y eso le pasa a Peña. Está tan ocupado en su importantísima persona que no le queda un momento libre para hacer algo malo.

–¡Qué atrocidad!—exclamaron riendo algunos.

–¡Vamos, vamos, Tristán!—expresó por lo bajo Clara pellizcándole suavemente el brazo.

–Además Peña es muy gordo—proseguía él sin hacer caso de la cariñosa advertencia—y dice con razón Gustavo Núñez que los hombres gordos no son capaces de bondad ni de maldad. Sólo los delgados son realmente buenos o malos.

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