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Juliette Benzoni: La rosa de York

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Juliette Benzoni La rosa de York

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El razonamiento de éste era muy sencillo. Como tenía la certeza de que el diamante sólo podía estar en Inglaterra, oculto en el fondo de la caja fuerte de algún coleccionista especialmente discreto, esta maniobra constituía un farol de póquer basado en su profundo conocimiento del alma humana, y sobre todo del alma tan compleja de todos los coleccionistas, cualquiera que fuera su afición. Aronov había previsto que el poseedor del diamante auténtico no podría soportar el revuelo levantado por la piedra falsa a causa de uno de estos dos motivos: o bien el bullicio provocado por la noticia de la venta le inspiraría una duda insidiosa acerca de la autenticidad de su propia gema, o bien su orgullo no toleraría que una imitación levantara tanta admiración, codicia y hasta devoción. En cualquier caso, el propietario se manifestaría de uno u otro modo, y entonces Simon Aronov actuaría por la persona interpuesta de Aldo Morosini. Este se proponía, nada más regresar a Londres, ir a visitar al joyero que por lo visto había descubierto la alhaja y la había lanzado a la hoguera de las subastas con la esperanza —secreta según la prensa— de incitar al gobierno de Su Majestad a adquirirla, a fin de que fuera a engrosar el Tesoro de la Corona, impidiendo con ello que un objeto perteneciente a la historia de Inglaterra abandonara la madre patria. Además, los periódicos relataban que míster Harrison había recibido varias cartas anónimas en las que se le hacía saber que el diamante era falso y que, si no cancelaba la subasta, sería desenmascarado públicamente. Toda una retahíla de razones para hacer una visita al lujoso establecimiento de Bond Street.

Era ya muy tarde y violentas ráfagas de lluvia empapaban las calles de Inverness cuando el coche dejó a su pasajero delante del hotel Caledonian.

Transido de frío, pues la temperatura había bajado de golpe, Aldo se precipitó al interior, anhelando sumergirse en una bañera llena de agua caliente —el Caledonian era el mejor hotel de la ciudad y poseía toda clase de comodidades— y animarse con una copa de la bebida nacional, cuando, al atravesar el vestíbulo, descubrió a su amigo Adalbert instalado en el bar, con un diario sobre las rodillas, un vaso de whisky en la mano y toda la apariencia de hallarse sumido en una honda meditación.

Como este último pormenor no era nada habitual en él, Aldo decidió abordarle para conocer la razón de una expresión tan sombría.

—¡Vaya, vaya! —exclamó mientras se sentaba en el taburete contiguo al de su amigo e indicaba con un gesto al barman que le sirviera lo mismo—. ¿A qué viene esa cara tan seria?

Adalbert Vidal-Pellicorne se sobresaltó, pero enseguida desplegó aquella sonrisa que raramente abandonaba sus labios. Él era el compañero más agradable del mundo: siempre optimista y sin cambios bruscos de humor, desde hacía unos meses él y Aldo habían trabado una amistad que, originada al principio por pura necesidad, se iba afianzando de continuo, con gran satisfacción por ambas partes, aunque su primer encuentro, propiciado por Simon Aronov, había tenido lugar en unas circunstancias bastante pintorescas. Vidal-Pellicorne era uno de los escasos hombres en quien el Cojo confiaba ciegamente, a pesar de que tanto el aspecto como la conducta del primero eran muy originales, por no decir extravagantes.

Físicamente, a sus cuarenta años aparentaba tener treinta. Alto y tan esbelto que producía la impresión de carecer de esqueleto, bajo su espeso y rizado cabello rubio, siempre despeinado, mostraba una faz de querubín, unos ojos azules y cándidos y una sonrisa angelical, cosa que no le impedía ser sagaz como un lince, fuerte como una roca y estar dotado de una habilidad manual realmente notable. Arqueólogo de profesión, sentía preferencia por la egiptología y conocía a fondo el mundo de las piedras preciosas. Escribía muy bien, se vestía con elegancia y poseía todas las cualidades de un epicúreo, de un perfecto hombre de mundo, de un hábil prestidigitador y de un cerrajero tan competente que habría suscitado la envidia del mismísimo Luis XVI. Gracias sobre todo a esas variadas aptitudes, Morosini había podido recuperar el zafiro y devolvérselo a Simon Aronov. Morosini quería mucho a su amigo, con todas sus virtudes y todos sus defectos, y valoraba el hecho de tenerlo como compañero en la peligrosa búsqueda del pectoral.

Adalbert no respondió a la pregunta de Aldo y se limitó a ampliar su sonrisa.

—Bueno, ¿qué me dices del entierro? —inquirió, apartándose con un gesto maquinal el mechón que continuamente le caía sobre una ceja—. ¿Qué tal ha ido?

—Lo sabrías si me hubieras acompañado.

—¡Habría sido pedirme demasiado, muchacho! Sólo he venido a este país medio salvaje para hacerte compañía. Además, me horrorizan los entierros.

—Para ver éste, valía la pena desplazarse. Ha sido de una sencillez llena de grandiosidad y de color local, y además me ha deparado una sorpresa.

—¿Buena o mala?

—No muy terrible. Aunque ya sabía que los Saint Albans pertenecían a la familia de sir Andrew, ignoraba que eran sus herederos directos. Ahora son el conde y la condesa de Killrenan. Esa descendencia no debe de gustarle mucho a mi viejo amigo. Los encuentro muy antipáticos a los dos, pese a que ella es muy bonita.

—Sir Andrew tenía que haber pensado antes en su descendencia y haber tenido hijos —dijo Adal, repitiendo sin saberlo el comentario del duende de la landa.

—Alguien me ha dicho lo mismo esta mañana. Verás qué aspecto tienen los condes el día de la subasta en Sotheby's. Quizás incluso los veas antes, porque lady Mary todavía no ha digerido el asunto del brazalete.

—¿Crees que pujarán por la Rosa?

—Ella seguro que sí; se pone en trance en cuanto ve una joya. En cuanto a él, no tengo ni idea: colecciona jades raros, pero tal vez esté enamorado, y como parece un abogado bastante rico...

—¿Ejerce la abogacía?

—Eso parece.

Mientras Morosini se llevaba a los labios el vaso que acababan de servirle, Adalbert vació el suyo con la misma expresión pensativa de antes. Sin embargo, su amigo no tuvo tiempo de hacerle preguntas, porque, después de rascarse la punta de la nariz y exhalar un suspiro, dijo:

—Hablando de abogados, alguien que tú aprecias va a necesitar uno en seguida.

—¿De quién se trata?

—De Anielka Ferrals. La acusan de haber asesinado a su marido.

El vaso de Morosini estuvo a punto de escapársele de las manos, pero lo retuvo con un gesto nervioso. Su segundo reflejo fue el de beberse el whisky de un trago.

—¿Cómo te has enterado?

El arqueólogo levantó el periódico que seguía desplegado sobre sus rodillas, le dio la vuelta y se lo tendió.

—Lo pone aquí. No quería decírtelo por temor a descorazonarte aún más después del entierro de tu amigo, pero es inútil aplazarlo, más vale que lo sepas todo.

—Desde luego, lo prefiero.

Morosini leyó la noticia en un santiamén. Era una nota informativa breve, casi lacónica. Resultaba evidente que Scotland Yard guardaba un silencio prudente frente a los periodistas, con objeto de que no pudieran inmiscuirse en sus pesquisas y tal vez dificultarlas. Como existían serios indicios de que lady Ferrals había envenenado a su marido, la joven había sido conducida a la comisaría central de Canon Row y después presentada ante el juez, que le había denegado la libertad provisional. Acababa de ser encerrada en la cárcel de Brixton. La nota no decía nada más.

Mientras Aldo leía, Vidal-Pellicorne observaba a su amigo, que parecía anonadado. La indolente ironía que hacía tan atractivo aquel rostro fino y atezado, con perfil de condottiere, había desaparecido. Y cuando los acerados ojos azules se posaron en los suyos, Adalbert vio en ellos una sombra de dolor que confirmó sus inquietudes: a pesar de la terrible decepción que le había causado la joven polaca con la que por un instante había pensado casarse, Morosini seguía queriéndola. Guardándose mucho de hacer ningún comentario sobre el tema, Vidal-Pellicorne dijo:

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