Dueñas, María - El tiempo entre costuras
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Aceleré el paso y me esforcé por mostrarme ágil y animosa. Aunque Joao ya había desaparecido, otros ojos podrían estar observándome desde cualquier rincón por encargo de Da Silva. Era del todo imposible que sospechara nada de mí, pero tal vez su personalidad de hombre poderoso y controlador necesitara saber qué era exactamente lo que estaba haciendo la visitante marroquí en vez de disfrutar de su auto. Y yo tendría que encargarme de mostrárselo.
Por una escalera lateral subí a mi habitación; me arreglé y reaparecí. Donde media hora atrás habían estado la falda ligera y la blusa de algodón, había ahora un elegante tailleur color mandarina y, en lugar de las sandalias planas, calzaba un par de stilettos de piel de serpiente. Las gafas desaparecieron y me maquillé con los cosméticos comprados el día anterior. La melena, ya sin pañuelo, me caía suelta sobre los hombros. Descendí por la escalera central con aire cadencioso y me paseé sin prisa por la balconada del piso superior abierta sobre el amplio vestíbulo. Bajé un piso más hasta la planta principal sin olvidarme de sonreír a cuantas almas me crucé por el camino. Saludé con elegantes inclinaciones de cabeza a las señoras: igual me dio su edad, su lengua o que ni se molestaran en devolverme la atención. Aceleré el pestañeo con los caballeros, pocos nacionales, muchos extranjeros; a alguno especialmente decrépito le dediqué incluso una coqueta carantoña. Solicité a uno de los recepcionistas un cable dirigido a doña Manuela y pedí que lo enviaran a mi propia dirección. «Portugal maravilloso, compras excelentes. Hoy dolor de cabeza y descanso. Mañana visita a atento proveedor. Saludos cordiales, Arish Agoriuq.» Elegí después uno de los sillones que en grupos de cuatro se repartían por el amplio hall, me esforcé porque estuviera en un sitio de paso y bien a la vista. Y entonces crucé las piernas, pedí dos aspirinas y una taza de té, y dediqué el resto de la tarde a dejarme ver.
Aguanté disimulando el aburrimiento casi tres horas, hasta que las tripas empezaron a crujirme. Fin de la función: me merecía volver a mi cuarto y pedir algo para cenar al servicio de habitaciones. Estaba a punto de levantarme cuando un botones se acercó sosteniendo una pequeña bandeja de plata. Y sobre ella, un sobre. Y dentro, una tarjeta.
Estimada Arish:
Espero que el mar haya disipado su malestar. Joao la recogerá mañana a las diez para traerla a mi oficina. Buen descanso,
Manuel da Silva
Las noticias volaban, efectivamente. Estuve tentada a girarme en busca del chauffer o del propio Da Silva, pero me contuve. Aunque probablemente alguno de los dos aún anduviera en la cercanía, simulé un frío desinterés y volví a fingir que me concentraba en una de las revistas americanas con las que había entretenido algunos ratos de la tarde. Al cabo de media hora, cuando el vestíbulo estaba ya medio vacío y la mayoría de los huéspedes se habían repartido por el bar, la terraza y el comedor, regresé a mi habitación dispuesta a sacar del todo a Marcus de mi cabeza y a concentrarme en el complejo día que me aguardaba a la vuelta de la noche.
54
Joao lanzó la colilla al suelo, proclamó su bom día mientras la remataba con la suela del zapato y me sostuvo la puerta. Volvió a examinarme de arriba abajo. Esta vez, sin embargo, no tendría ocasión de adelantarle nada a su patrón acerca de mí, porque yo misma iba a verle en apenas media hora.
Las oficinas de Da Silva se encontraban en la céntrica rua do Ouro, la calle del oro que conectaba Rossio con la plaça do Comercio en la Baixa. El edificio era elegante sin estridencias, aunque todo a su alrededor desprendía un intenso aroma a dinero, transacciones y negocios productivos. Bancos, montepíos, oficinas, señores entrajetados, empleados con prisa y botones a la carrera conformaban el panorama exterior.
Al bajar del Bentley fui recibida por el mismo hombre delgado que interrumpió nuestra conversación la noche en que Da Silva acudió a conocerme. Atento y sigiloso, esta vez me estrechó la mano y se presentó escuetamente como Joaquim Gamboa; acto seguido me dirigió reverencial hasta el ascensor. En un principio creí que las oficinas de la empresa se encontraban en una de las plantas, pero tardé poco en darme cuenta de que en realidad el edificio entero era la sede del negocio. Gamboa, sin embargo, me condujo directamente a la primera planta.
–Don Manuel la recibirá en seguida -anunció antes de desaparecer.
La antesala en la que me acomodó tenía las paredes forradas de madera lustrosa con aspecto de recién encerada. Seis butacas de piel con formaban la zona de espera; un poco más hacia dentro, más cercanas a la puerta doble que anticipaba el despacho de Da Silva, había dos mesas: una ocupada, otra vacía. En la primera trabajaba una secretaria cercana al medio siglo que, a juzgar por el formal saludo con el que me recibió y por el cuidado primoroso con el que anotó algo en un grueso cuaderno, debía de ser una trabajadora eficiente y discreta, el sueño de cualquier jefe. Su compañera, bastante más joven, apenas tardó un par de minutos en dejarse ver: lo hizo tras abrir una de las puertas del despacho de Da Silva y salir de él acompañando a un hombre de aspecto anodino. Un cliente, un contacto comercial probablemente.
–El señor Da Silva la espera, señorita -dijo ella entonces con gesto desabrido. Fingí no prestarle demasiada atención, pero una simple mirada me sirvió para tomarle las medidas. De mi edad, año más, año menos. Con gafas de corta de vista, clara de pelo y de piel, esmerada en su arreglo aunque con ropa de calidad más bien modesta. No pude observarla más porque en aquel momento el propio Manuel da Silva salió a recibirme a la antesala.
–Es un placer tenerla aquí, Arish -dijo con su excelente español. Le compensé tendiéndole la mano con calculada lentitud para darle tiempo a que me viera y decidiera si aún era digna de sus atenciones. A juzgar por su reacción, supe que sí. Me había esforzado para que así fuera: para aquel encuentro de negocios había reservado un dos piezas en tono mercurio con falda de lápiz, chaqueta ajustada y una flor blanca en la solapa restando sobriedad al color. El resultado se vio compensado con una disimulada mirada apreciativa y una sonrisa galante.
–Adelante, por favor. Ya me han traído esta mañana todo lo que quiero enseñarle.
En una esquina del amplio despacho, bajo un gran mapamundi, descansaban varios rollos de telas. Sedas. Sedas naturales, brillantes y tersas, magníficas sedas teñidas en colores llenos de lustre. Con tan sólo tocarlas, anticipé la hermosa caída de los trajes que con ella podría coser.
–¿Están a la altura de lo que esperaba?
La voz de Manuel da Silva sonó a mi espalda. Por unos segundos, unos minutos tal vez, me había olvidado de él y de su mundo. El placer de comprobar la belleza de las telas, de palpar su suavidad e imaginar los acabados, me había alejado momentáneamente de la realidad. Por suerte, no tuve que hacer ningún esfuerzo para halagar las mercancías que había dispuesto a mi alcance.
–Lo superan. Son maravillosas.
–Pues le aconsejo que se quede con todos los metros que pueda, porque mucho me temo que no tardarán en quitárnoslas de las manos.
–¿Tanta demanda tienen?
–Eso anticipamos. Aunque no para dedicarlas exactamente a la moda.
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