Dueñas, María - El tiempo entre costuras
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Le vi antes que él a mí: para cuando percibió mi presencia, yo, angustiada, ya había desviado la mirada hacia la puerta.
–Sira… -murmuró.
Nadie me había llamado así desde hacía mucho tiempo. El estómago se me encogió y a punto estuve de vomitar el café sobre el mármol del suelo. Frente a mí, a poco más de un par de metros de distancia, con la última letra de mi nombre aún colgada de la boca y la sorpresa plasmada en el rostro, estaba el hombre con quien compartí temores y alegría; el hombre con el que reí, conversé, paseé, bailé y lloré, el que consiguió devolverme a mi madre y del que me resistí a enamorarme del todo a pesar de que durante unas semanas intensas nos unió algo mucho más fuerte que la simple amistad. El pasado cayó de pronto entre nosotros como un telón: Tetuán, Rosalinda, Beigbeder, el hotel Nacional, mi viejo taller, los días alborotados y las noches sin final; lo que pudo haber sido y no fue en un tiempo que ya nunca volvería. Quise abrazarle, decirle sí, Marcus, soy yo. Quise pedirle de nuevo sácame de aquí, quise correr agarrada de su mano como una vez hicimos entre las sombras de un jardín africano: volver a Marruecos, olvidar que existía algo que se llamaba Servicio Secreto, ignorar que tenía un turbio trabajo por hacer y un Madrid triste y gris al que regresar. Pero no hice nada de aquello porque la lucidez, con un grito de alarma más poderoso que mi propia voluntad, me avisó de que no tenía más remedio que fingir no conocerle. Y obedecí.
No atendí a mi nombre ni me digné a mirarle. Como si fuera sorda y ciega, como si aquel hombre nunca hubiera supuesto nada en mi vida ni yo le hubiese dejado la solapa llena de lágrimas mientras le pedía que no se marchara de mi lado. Como si el afecto profundo que construimos entre los dos se me hubiera diluido en la memoria. Tan sólo le ignoré, fijé la mirada en la salida y me dirigí hacia ella con fría determinación.
Joao me esperaba con la portezuela trasera abierta. Afortunadamente, su atención estaba concentrada en un pequeño percance en la acera opuesta, una trifulca callejera que incluía a un perro, una bicicleta y varios viandantes que discutían airados. Sólo fue consciente de mi llegada cuando yo se lo hice saber.
–Vámonos rápido, Joao; estoy agotada -susurré mientras me acomodaba.
Cerró la portezuela en cuanto estuve dentro; se instaló acto seguido tras el volante y arrancó a la vez que me preguntaba qué me había parecido su última recomendación. No contesté: tenía toda la energía concentrada en mantener la mirada hacia el frente y no girar la cabeza. Y casi lo conseguí. Pero cuando el Bentley comenzó a deslizarse sobre los adoquines, algo irracional dentro de mí le ganó el pulso a la resistencia y me mandó hacer lo que no debía: volverme a mirarle.
Marcus había salido a la puerta y se mantenía inmóvil, erguido, con el sombrero aún puesto y el gesto concentrado, contemplando mi marcha con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Tal vez se preguntaba si lo que acababa de ver era la mujer a la que un día pudo empezar a querer o tan sólo su fantasma.
53
Al llegar al hotel pedí al chauffer que no me esperara al día siguiente: aunque Lisboa fuera una ciudad medianamente grande, no debía correr el riesgo de encontrarme con Marcus Logan otra vez. Alegué cansancio y presagié una falsa jaqueca: suponía que la noticia de mi intención de no volver a salir le llegaría a Da Silva con prontitud y no quise que pensara que rechazaba su amabilidad sin una razón contundente. Pasé el resto de la tarde sumergida en la bañera y gran parte de la noche sentada en la terraza, contemplando abstraída las luces sobre el mar. A lo largo de aquellas largas horas, no pude dejar de pensar en Marcus ni un solo minuto: en él como hombre, en todo lo que para mí supuso el tiempo que pasé a su lado, y en las consecuencias a las que podría enfrentarme si volvía a producirse un nuevo encuentro en algún momento inoportuno. Amanecía cuando me acosté. Tenía el estómago vacío, la boca reseca y el alma encogida.
El jardín y el desayuno fueron los mismos que la mañana anterior pero, aunque hice esfuerzos por comportarme con la misma naturalidad, ya no los disfruté igual. Me obligué a desayunar con consistencia a pesar de no tener hambre, me demoré todo lo posible hojeando varios periódicos escritos en lenguas que no entendí, y sólo me levanté cuando ya no quedaban más que un puñado de huéspedes rezagados dispersos entre las mesas. Todavía no eran las once de la mañana: tenía un día entero por delante y nada más con qué llenarlo que mis propios pensamientos.
Regresé a la habitación, la habían arreglado ya. Me tumbé en la cama y cerré los ojos. Diez minutos. Veinte. Treinta. No llegué a los cuarenta: no pude soportar seguir dando vueltas a lo mismo ni un segundo más. Me cambié de ropa: me puse una falda ligera, una blusa blanca de algodón y un par de sandalias bajas. Me cubrí el pelo con un pañuelo estampado, me parapeté tras unas grandes gafas de sol y salí de la habitación evitando verme reflejada en ningún espejo: no quise contemplar el gesto taciturno que se me había clavado en la cara.
Apenas había nadie en la playa. Las olas, anchas y planas, se sucedían monótonas una tras otra. En las cercanías, lo que parecía un castillo y un promontorio con villas majestuosas; al frente, un océano casi tan grande como mi desazón. Me senté en la arena a contemplarlo y, con la vista concentrada en el vaivén de la espuma, perdí la noción del tiempo y me fui dejando llevar. Cada ola trajo consigo un recuerdo, una estampa del pasado: memorias de la joven que un día fui, de mis logros y temores, de los amigos que dejé atrás en algún lugar del tiempo; escenas de otras tierras, de otras voces. Y sobre todo, el mar me trajo aquella mañana sensaciones olvidadas entre los pliegues de la memoria: la caricia de una mano querida, la firmeza de un brazo amigo, la alegría de lo compartido y el anhelo de lo deseado.
Eran casi las tres de la tarde cuando me sacudí la arena de la falda. Hora de regresar, una hora tan buena como cualquier otra. O tan mala quizá. Crucé la carretera hacia el hotel, apenas pasaban coches. Uno se alejaba en la distancia, otro se acercaba despacio. Me resultó familiar este último, remotamente familiar. Un aguijón de curiosidad me hizo andar con pasos más lentos hasta que el auto pasó a mi lado. Y entonces supe de qué coche se trataba y quién lo conducía. El Bentley de Da Silva con Joao al volante. Qué casualidad, qué encuentro tan fortuito. O no, pensé de pronto con un estremecimiento. Probablemente hubiera un buen montón de razones para que el viejo chauffer estuviera recorriendo con parsimonia las calles de Estoril, pero mi instinto me dijo que lo único que hacía era buscarme. ¡Espabila, muchacha, espabila!, me habrían dicho Candelaria y mi madre. Como ellas no estaban, me lo dije yo. Tenía que espabilarme, sí: estaba bajando la guardia. El encuentro con Marcus me había causado una impresión brutal y había hecho desenterrar un millón de recuerdos y sensaciones, pero no era momento para dejarme invadir por la nostalgia. Tenía un cometido, un compromiso: un papel que asumir, una imagen que proyectar y una tarea de la que ocuparme. Sentándome a contemplar las olas no iba a lograr nada más que perder el tiempo y hundirme en la melancolía. Había llegado el momento de retornar a la realidad.
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