Dueñas, María - El tiempo entre costuras

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El encuentro fue una vez más similar a los anteriores: miradas prolongadas, sonrisas turbadoras y flirteo sin paliativos. Aunque dominaba el protocolo de actuación y me había convertido en una actriz consumada, lo cierto era que el propio Manuel da Silva me allanaba el camino con su actitud. Volvió a hacerme sentir como la única mujer en el mundo capaz de atraer su atención y yo actué de nuevo como si ser el objeto de los afectos de un hombre rico y atractivo fuera para mí el pan nuestro de cada día. Pero no lo era, y por eso mi cautela debía ser doble. Bajo ningún concepto podría dejarme llevar por las emociones: todo era trabajo, pura obligación. Habría sido muy fácil relajarme, disfrutar del hombre y el momento, pero sabía que tenía que mantener la mente fría y los afectos distantes.

–He reservado una mesa para cenar en el Wonderbar, el club del casino: tienen una orquesta fabulosa y la sala de juego está a sólo un paso.

Fuimos caminando entre las palmeras; aún no era noche cerrada y las luces de las farolas brillaban como puntos de plata sobre el cielo violeta. Da Silva volvió a ser el mismo de los buenos momentos: ameno y encantador, sin rastro de la tensión que le generó el saber de la presencia del alemán en su oficina.

Todo el mundo parecía conocerle allí también: desde los camareros y los aparcacoches a los clientes más honorables. Volvió él a repartir saludos como la primera noche: palmadas cordiales en los hombros, choques de mano y medios abrazos para los señores; amagos de besamanos, sonrisas y piropos desproporcionados para las señoras. Me presentó a algunos de ellos y anoté mentalmente los nombres para trasladarlos después a los perfiles de mis bocetos.

El ambiente del Wonderbar era similar al del hotel Do Parque: noventa por ciento cosmopolita. La única diferencia, noté con un poso de inquietud, era que los alemanes ya no eran mayoría: allí también se oía hablar inglés por todas partes. Intenté abstraerme de esas preocupaciones y concentrarme en mi papel. La cabeza despejada, y los ojos y los oídos bien abiertos: eso era lo único de lo que me tenía que ocupar. Y de desplegar todo mi encanto, por supuesto.

El maître nos condujo a una pequeña mesa reservada en el mejor ángulo de la sala: un sitio estratégico para ver y ser vistos. La orquesta tocaba In the Mood y numerosas parejas llenaban ya la pista mientras otras cenaban; se oían conversaciones, saludos y carcajadas, se respiraba distensión y glamour. Manuel rechazó la carta y pidió sin titubeos para los dos. Y después, como si llevara esperando aquel momento el día entero, se acomodó dispuesto a volcarme toda su atención.

–Bueno, Arish, cuénteme, ¿qué tal la han tratado mis amigos?

Le detallé mis gestiones aderezadas con sal y pimienta. Exageré las situaciones, comenté detalles con humor, imité voces en portugués, le hice reír a carcajadas y volví a marcar un tanto a mi favor.

–Y usted, ¿cómo ha terminado la semana? – pregunté entonces. Por fin me había llegado el turno de escuchar y absorber. Y, si la suerte se me ponía de cara, quizá también de tirarle de la lengua.

–Sólo lo sabrás si me tuteas.

–De acuerdo, Manuel. Dime, ¿cómo te ha ido todo desde que nos vimos ayer por la mañana?

No me lo pudo contar de seguido: alguien nos interrumpió. Más saludos, más cordialidad. Si ésta no era auténtica, desde luego, lo parecía.

–El barón Von Kempel, un hombre extraordinario -apuntó cuando el añoso noble de melena leonina se separó de la mesa con paso titubeante-. Bien, nos habíamos quedado en cómo me han ido estos últimos días y, para definirlos, sólo tengo dos palabras: tremendamente aburridos.

Sabía que mentía, por supuesto, pero adopté un tono compasivo.

–Al menos tienes unas oficinas agradables en las que soportar el tedio y unas secretarias competentes para ayudarte.

–No puedo quejarme, tienes razón. Más duro sería trabajar como estibador en el puerto o no tener a nadie que me echara una mano.

–¿Llevan mucho tiempo contigo?

–¿Las secretarias, dices? Elisa Somoza, la mayor de las dos, más de tres décadas: entró en la empresa en tiempos de mi padre, antes incluso de que yo me incorporara. A Beatriz Oliveira, la más joven, la contraté hace sólo tres años, cuando vi que el negocio crecía y Elisa era incapaz de absorberlo todo. La simpatía no es su fuerte, pero es organizada, responsable y se desenvuelve bien con los idiomas. Supongo que a la nueva clase trabajadora no le gusta ser cariñosa con el patrón -dijo alzando la copa a modo de brindis.

No me hizo gracia la broma, pero le acompañé disimulándolo en un sorbo de vino blanco. Una pareja se acercó entonces a la mesa: una señora madura y deslumbrante en shantung morado hasta los pies, con un acompañante que apenas le llegaba a la altura del hombro. Interrumpimos una vez más la conversación, saltaron al francés; me presentó y les saludé con un gracioso gesto y un breve enchantée.

–Los Mannheim, húngaros -aclaró cuando se retiraron.

–¿Son todos judíos? – pregunté.

–Judíos ricos a la espera de que la guerra termine o de que les concedan un visado para viajar a América. ¿Bailamos?

Da Silva resultó ser un fantástico bailarín. Rumbas, habaneras, jazz y pasodobles: nada se le resistía. Me dejé llevar: había sido un día largo y las dos copas de vino del Douro con las que acompañé la langosta debían de habérseme subido a la cabeza. Las parejas sobre la pista se reflejaban multiplicadas mil veces en los espejos de las columnas y las paredes, hacía calor. Cerré los ojos unos instantes, dos segundos, tres, cuatro tal vez. Para cuando los abrí, mis peores temores habían tomado forma humana.

Enfundado en un esmoquin impecable y peinado hacia atrás, con las piernas ligeramente separadas, las manos otra vez en los bolsillos y un cigarrillo recién encendido en la boca: allí estaba Marcus Logan, observándonos bailar.

Alejarme, tenía que alejarme de él: eso fue lo primero que me vino a la mente.

–¿Nos sentamos? Estoy un poco cansada.

Aunque intenté que abandonáramos la pista por el lado opuesto a Marcus, de nada me sirvió porque, con miradas furtivas, fui comprobando que él se movía en la misma dirección. Nosotros sorteábamos parejas bailando y él, mesas de gente cenando, pero avanzábamos en paralelo hacia el mismo sitio. Noté que las piernas me temblaban, el calor de la noche de mayo se me hizo de pronto insoportable. Cuando lo teníamos apenas a unos metros, se detuvo a saludar a alguien y pensé que tal vez ése era su destino, pero se despidió y siguió aproximándose, resuelto y decidido. Alcanzamos nuestra mesa los tres a la vez, Manuel y yo por la derecha, él por la izquierda. Y entonces creí que había llegado el fin.

–Logan, viejo zorro, ¿dónde te metes? ¡Hace un siglo que no nos vemos! – exclamó Da Silva nada más percibir su presencia. Ante mi estupor, se palmearon mutuamente la espalda con gesto afectuoso.

–Te he llamado mil veces, pero nunca doy contigo -dijo Marcus.

–Déjame que te presente a Arish Agoriuq, una amiga marroquí que ha llegado hace unos días de Madrid.

Extendí la mano intentando que no me temblara, sin atreverme a mirarle a los ojos. Me la apretó con fuerza, como diciendo soy yo, aquí estoy, reacciona.

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