Dueñas, María - El tiempo entre costuras
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–Sí, supongo…
–Y que incluso hay algunos empresarios portugueses que están expandiendo sus negocios a costa de contratos suculentos con los nazis…
Pronuncié esta última frase con tono denso y oscuro, acercándome a ella y bajando la voz. Nos mantuvimos la mirada, incapaz de romperla ninguna de las dos.
–¿Quién es usted? – preguntó por fin en voz apenas audible. Se había echado hacia atrás, separando el cuerpo de la mesa y apoyando la espalda contra el respaldo de la silla, como si quisiera distanciarse de mí. Su tono inseguro sonó cargado de temor; sus ojos, sin embargo, no se separaron de los míos ni un solo segundo.
–Sólo soy una modista -susurré-. Una simple mujer trabajadora como usted, a la que tampoco le gusta lo que está pasando a nuestro alrededor.
Noté que se le tensaba el cuello al tragar saliva y entonces formulé dos preguntas. Con lentitud. Con gran lentitud.
–¿Qué tiene Da Silva con los alemanes, Beatriz? ¿En qué está metido?
Volvió a tragar y la garganta se le movió como si estuviera intentando que por ella descendiera un elefante.
–Yo no sé nada -logró murmurar al fin.
Una voz arrebatada sonó entonces desde la puerta.
–Recuérdame que no vuelva más a la casa de comidas de la rua do Sao Juliao. ¡Han tardado más de una hora en servirnos, con la de cosas que tengo que preparar antes de que vuelva don Manuel! ¡Ah! Disculpe, señorita Agoriuq; no sabía que estuviera usted aquí…
–Ya me iba -dije con fingido desenfado a la vez que recogía el bolso-. He venido a visitar por sorpresa al señor Da Silva, pero la señorita Oliveira me ha dicho que está de viaje. En fin, ya volveré otro día.
–Se deja su tabaco -oí decir a mi espalda.
Aún hablaba Beatriz Oliveira en tono opaco. Cuando extendió el brazo para entregarme la pitillera, le agarré la mano y la apreté con fuerza.
–Piénselo.
Esquivé el ascensor y bajé por la escalera mientras reconstruía de nuevo la escena. Tal vez había sido una temeridad por mi parte exponerme de una manera tan precipitada, pero la actitud de la secretaria me hizo intuir que estaba al tanto de algo: de algo que no me contó más por inseguridad hacia mí que por lealtad a su superior. Los moldes de Da Silva y su secretaria no encajaban, y yo tenía la certeza de que ella nunca le hablaría acerca del contenido de aquella extraña visita. Mientras él ponía una vela a Dios y otra al diablo, no sólo se le había infiltrado una falsa marroquí a fisgonear entre sus asuntos, sino que, además, una izquierdista subversiva se le había colado en la plantilla. Debería arreglármelas de alguna manera para volver a verla a solas. Sobre cómo, dónde y cuándo, no tenía la menor idea.
57
El martes amaneció lloviendo y yo repetí la rutina de los últimos días: adopté el papel de compradora y dejé que Joao me condujera a mi destino, esta vez un telar en las afueras. El chauffer me recogió en la puerta tres horas después.
–Vamos a la Baixa, Joao, por favor.
–Si piensa ver a don Manuel, aún no ha vuelto.
Perfecto, pensé. Mi intención no era verme con Da Silva, sino encontrar la manera de abordar de nuevo a Beatriz Oliveira.
–No importa; me sirven las secretarias. Sólo necesito hacer una consulta sobre mi pedido.
Confiaba en que la asistente madura hubiera salido de nuevo a comer y su frugal compañera estuviera a pie de obra pero, como si alguien se hubiese empeñado con todas sus fuerzas en poner mis anhelos del revés, lo que encontré fue exactamente lo contrario. La veterana estaba en su sitio, cotejando documentos con las gafas en la punta de la nariz. De la joven, ni rastro.
–Boa tarde, señora Somoza. Vaya, veo que la han dejado sola.
–Don Manuel aún anda de viaje y la señorita Oliveira no ha venido hoy a trabajar. ¿En qué puedo servirla, señorita Agoriuq?
En la boca noté el sabor de la contrariedad mezclada con un punto de alarma, pero me la tragué como pude.
–Espero que se encuentre bien -dije sin responder a su pregunta.
–Sí, seguro que no es nada importante. Esta mañana vino su hermano para decirme que estaba indispuesta y tenía algo de fiebre, pero confío en que mañana esté de vuelta.
Titubeé unos segundos. Rápido, Sira, piensa rápido: actúa, pregunta dónde vive, intenta localizarla, me ordené.
–Tal vez, si usted me diera su dirección, podría mandarle unas flores. Ella ha sido muy amable conmigo concertándome todas las visitas a proveedores.
A pesar de su natural discreción, la secretaria no pudo evitar una sonrisa condescendiente.
–No se preocupe, señorita. No creo que sea necesario, de verdad. Aquí no acostumbramos a recibir flores cuando faltamos un día a la oficina. Será un catarro o cualquier malestar sin importancia. Si puedo ayudarla yo en algo…
–He perdido un par de guantes -improvisé-. Pensaba que tal vez me los olvidé aquí ayer.
–Yo no los he visto por ningún sitio esta mañana, pero quizá los hayan recogido las mujeres que vienen a limpiar temprano. No se preocupe, les preguntaré.
La ausencia de Beatriz Oliveira me dejó el ánimo como el mediodía lisboeta que hallé al salir de nuevo a la rua do Ouro: nublado, ventoso y turbio. Y, además, me quitó el hambre, así que tomé tan sólo una taza de té y un pastel en el cercano café Nicola y continué con mis asuntos. Para aquella tarde la eficiente secretaria me había preparado un encuentro con importadores de productos exóticos de Brasil: pensó con buen criterio que tal vez las plumas de algunas aves tropicales podrían servirme para mis creaciones. Y acertó. Ojalá se tomara la misma molestia para ayudarme en otros quehaceres.
El tiempo no mejoró a lo largo de las horas, mi humor tampoco. En el camino de regreso a Estoril hice balance de los logros acumulados desde mi llegada y, al sumarlos todos, obtuve un montante desastroso. Los comentarios iniciales de Joao resultaron a la larga escasamente útiles y quedaron en simples brochazos de fondo repetidos una y otra vez con la verborrea cansina de un vejete aburrido que llevaba demasiado tiempo al margen del verdadero día a día de su patrón. Sobre algún encuentro privado con alemanes que la mujer de Hillgarth había mencionado, no había oído ni una palabra. Y la persona que yo intuí como mi única posible confidente se me escapaba como el agua entre los dedos arguyendo una falsa enfermedad. Si a todo eso añadíamos el doloroso encuentro con Marcus, el resultado del viaje iba a ser un rotundo fracaso por todos los frentes. Excepto para mis clientas, naturalmente, que a mi vuelta se encontrarían con un verdadero arsenal de maravillas imposible de imaginar en la sórdida España de las cartillas de racionamiento. Con tan negras perspectivas, tomé una cena ligera en el restaurante del hotel y decidí retirarme temprano.
Como todas las noches, la doncella de turno se había encargado de preparar con mimo la habitación y dejarla lista para el sueño: las cortinas corridas, la tenue luz de la mesilla encendida, la colcha retirada y el embozo milimétricamente doblado en esquina. Quizá aquellas sábanas de batista suiza recién planchadas fueran lo único positivo de la jornada: me ayudarían a perder la conciencia y me harían olvidar al menos por unas horas los sentimientos de frustración. Fin del día. Resultado: cero.
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