Dueñas, María - El tiempo entre costuras

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–¿Para qué si no? – pregunté sorprendida.

–Para otras necesidades más apremiantes en estos días: para la guerra.

–¿Para la guerra? – repetí fingiendo incredulidad. Sabía que así era en otros países, Hillgarth me había puesto en antecedentes en Tánger.

–Usan la seda para hacer paracaídas, para proteger la pólvora y hasta para los neumáticos de las bicicletas.

Simulé una pequeña carcajada.

–¡Qué desperdicio tan absurdo! Con la seda que necesita un para caídas podrían hacerse al menos diez trajes de noche.

–Sí, pero corren tiempos difíciles. Y los países en guerra estarán pronto dispuestos a pagar lo que haga falta por ellas.

–Y usted, Manuel, ¿a quién va a vender estas divinidades, a los alemanes o a los ingleses? – pregunté con tono burlón, como si no acabara de tomarme en serio lo que decía. Yo misma me sorprendí ante mi descaro, pero él me siguió la broma.

–Los portugueses tenemos viejas alianzas comerciales con los ingleses aunque, en estos días convulsos, nunca se sabe… -Remató su inquietante respuesta con una carcajada, pero antes de darme tiempo para interpretarla, desvió la conversación hacia cuestiones más prácticas y cercanas-. Aquí tiene una carpeta con datos detallados sobre las telas: referencias, calidades, precios; en fin, lo común -dijo mientras se acercaba a su mesa de trabajo-. Llévesela al hotel, tómese su tiempo y, cuando haya decidido lo que le interesa, rellene una hoja de pedido y yo me encargaré de que le envíen todo directamente a Madrid; lo recibirá en menos de una semana. Podrá hacer el pago desde allí al recibo de la mercancía, no se preocupe por eso. Y no se olvide de aplicar a cada precio un veinte por ciento de descuento, cortesía de la casa.

–Pero…

–Y aquí -añadió sin dejarme terminar- tiene otra carpeta con detalles de proveedores locales de géneros y mercancías que pueden ser de su interés. Hilaturas, pasamanerías, botonaduras, pieles curtidas… Me he tomado la licencia de pedir que le concierten citas con todos ellos y aquí está el programa, en este cuadrante, vea: esta tarde la esperan los hermanos Soares, tienen los mejores hilos de todo Portugal; mañana viernes por la mañana la recibirán en Casa Barbosa, donde hacen botones de marfil africano. El sábado por la mañana tiene concertada una visita con el peletero Almeida, y ya no hay nada previsto hasta el próximo lunes. Pero prepárese, porque la semana empezará otra vez cargada de citas.

Estudié el papel lleno de casillas y oculté mi admiración por la excelente gestión realizada.

–Además del domingo, veo que también me deja descansar mañana viernes por la tarde -dije sin levantar la mirada del documento.

–Me temo que se equivoca.

–Creo que no. En su planificación aparece en blanco, mire.

–Está en blanco, efectivamente, porque le he pedido a mi secretaria que lo deje así, pero tengo algo previsto para rellenarlo. ¿Querrá cenar conmigo mañana por la noche?

Le cogí la segunda carpeta que aún sostenía entre las manos y no contesté. Me entretuve antes en revisar su contenido: varias páginas con nombres, datos y números que fingí estudiar con interés, aunque en realidad, tan sólo paseé la mirada por ellos sin detenerme en ninguno.

–De acuerdo, acepto -confirmé tras dejarle unos segundos prolongados en espera de mi respuesta-. Pero sólo si me promete algo antes.

–Por supuesto, siempre que esté en mi mano.

–Bien, ésta es mi condición: cenaré con usted si me asegura que ningún soldado saltará en el aire con estas preciosas telas atadas a la espalda.

Rió con ganas y comprobé una vez más que tenía una risa hermosa. Masculina, potente, elegante a la vez. Recordé las palabras de la esposa de Hillgarth: Manuel da Silva era, en efecto, un hombre atractivo. Y entonces, fugaz como un cometa, la sombra de Marcus Logan volvió a pasarme por delante.

–Haré lo posible, descuide, pero ya sabe cómo son los negocios… -dijo encogiéndose de hombros mientras colgaba un punto irónico en la comisura de la boca.

Un timbrazo inesperado le impidió terminar la frase. El sonido procedía de su mesa, de un aparato gris en el que parpadeaba intermitente una luz verde.

–Disculpe un momento, por favor. – Parecía haber recobrado de golpe la seriedad. Apretó un botón y la voz de la secretaria joven salió distorsionada de la máquina.

–Le espera Herr Weiss. Dice que es urgente.

–Páselo a la sala de juntas -respondió con voz áspera. Su actitud había cambiado radicalmente: el empresario frío se había comido al hombre encantador. O tal vez era al revés. Aún no le conocía lo suficiente como para saber cuál de los dos era el verdadero Manuel da Silva.

Se volvió hacia mí e intentó recuperar la afabilidad, pero no lo logró del todo.

–Perdóneme, pero a veces se me acumula el trabajo.

–Por favor, discúlpeme a mí por robarle su tiempo…

No me dejó terminar: a pesar de intentar ocultarlo, irradiaba una cierta sensación de impaciencia. Me tendió la mano.

–La recogeré mañana a las ocho, ¿le parece?

–Perfecto.

La despedida fue rápida, no era momento de coqueteos. Atrás quedaban las ironías y las frivolidades, ya las retomaríamos en otro momento. Me acompañó a la puerta; en cuanto salí a la antesala busqué al tal Herr Weiss, pero sólo encontré a las dos secretarias: una tecleaba concienzuda y la otra introducía una pila de cartas en sus sobres. Apenas noté que me despidieron con amabilidad desigual: tenía otras cosas mucho más apremiantes en la cabeza.

55

De Madrid había traído conmigo un cuaderno de dibujo con intención de transcribir en él todo aquello que intuyera interesante, y aquella noche comencé a plasmar sobre el papel lo visto y oído hasta el momento. Acumulé los datos de la manera más ordenada posible y después los comprimí al máximo. «Da Silva bromea con posibles relaciones comerciales con alemanes, imposible saber grado de veracidad. Anticipa demanda de seda para fines militares. Carácter cambiante según circunstancias. Confirmada relación con alemán Herr Weiss. Alemán aparece sin previo aviso y exige reunión inmediata. Da Silva tenso, evita que Herr Weiss sea visto.»

Dibujé a continuación unos cuantos bocetos que jamás llegarían a materializarse y simulé bordearlos con pespuntes a lápiz. Intenté que la diferencia entre las rayas cortas y las largas fuese mínima, que sólo yo pudiera apreciarlas; lo logré sin problemas, ya estaba más que entrenada. Distribuí en ellas la información y, cuando terminé, quemé los papeles manuscritos en el cuarto de baño, los eché al retrete y tiré de la cadena. Dejé el cuaderno de dibujo en el armario: ni especialmente oculto, ni ostentosamente a la vista. Si alguien decidiera hurgar entre mis cosas, jamás sospecharía que mi intención era esconderlo.

El tiempo pasaba volando ahora que ya tenía distracciones. Volví a recorrer varias veces la Estrada Marginal entre Estoril y Lisboa con Joao al volante, elegí docenas de carretes de los mejores hilos y botones preciosos de mil formas y tamaños, y me sentí tratada como la más selecta de las clientas. Gracias a las recomendaciones de Da Silva, todo fueron atenciones, facilidades de pago, descuentos y obsequios. Y, sin apenas darme cuenta, llegó el momento de la cena con él.

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