Dueñas, María - El tiempo entre costuras
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Un hombre joven y delgado de fino bigote, su secretario quizá, se acercó sigiloso, pidió disculpas en portugués y se aproximó a su oído izquierdo silabeando algunas palabras que no alcancé a oír. Fingí concentrar la mirada en la noche que caía tras el jardín. Los globos blancos de las farolas acababan de encenderse, las conversaciones animadas y los acordes del piano seguían flotando en el aire. Mi mente, sin embargo, lejos de relajarse ante aquel paraíso, se mantenía pendiente de lo que entre ambos hombres ocurría. Intuí que aquella imprevista interrupción era algo acordado de forma premeditada: si mi presencia no le estuviera resultando grata, Da Silva tendría así una excusa para desaparecer inmediatamente justificando cualquier asunto inesperado. Si, por el contrario, decidiera que valía la pena dedicarme su tiempo, podría darse por enterado y despedir al recién llegado sin más.
Por fortuna, optó por lo segundo.
–Como le decía -prosiguió una vez ausentado el ayudante-, yo no me ocupo directamente de los tejidos que importamos; quiero decir, estoy al tanto de los datos y las cifras, pero desconozco las cuestiones estéticas que supongo que serán las que a usted interesan.
–Tal vez algún empleado suyo me pueda ayudar -sugerí.
–Sí, por supuesto; tengo un personal muy eficiente. Pero me gustaría encargarme yo mismo.
–No quisiera causarle… -interrumpí.
No me dejó terminar.
–Será un placer poder serle útil -dijo mientras hacía un gesto al camarero para que volviera a llenarnos las copas-. ¿Cuánto tiempo tiene previsto quedarse entre nosotros?
–Unas dos semanas. Además de tejidos, quiero aprovechar el viaje para visitar a algunos otros proveedores, tal vez talleres y comercios también. Zapaterías, sombrererías, lencerías, mercerías… En España, como imagino que sabrá, apenas se puede encontrar nada decente estos días.
–Yo le proporcionaré todos los contactos que necesite, descuide. Déjeme pensar: mañana por la mañana salgo para un breve viaje, confío en que sea cuestión de un par de días nada más. ¿Le parece bien que nos veamos el jueves por la mañana?
–Por supuesto, pero insisto en que no quiero importunarle…
Despegó la espalda del asiento y se adelantó clavándome la mirada.
–Usted jamás podría importunarme.
Que te crees tú eso, pensé como en una ráfaga. En la boca, en cambio, plasmé tan sólo una sonrisa más.
Continuamos charlando acerca de naderías; diez minutos, quince tal vez. Cuando calculé que era el momento de dar por zanjado aquel encuentro, simulé un bostezo y acto seguido musité una azorada disculpa.
–Perdóneme. La noche en tren ha sido agotadora.
–La dejo descansar entonces -dijo levantándose.
–Además, usted tiene una cena.
–Ah, sí, la cena, es cierto. – Ni siquiera se molestó en mirar el reloj-. Supongo que me estarán esperando -añadió con desgana. Intuí que mentía. O quizá no.
Caminamos hasta el hall de entrada mientras él saludaba a unos y otros cambiando de lengua con pasmosa comodidad. Un apretón de manos por aquí, una palmada en el hombro por allá; un cariñoso beso en la mejilla a una frágil anciana con aspecto de momia y un guiño pícaro a dos ostentosas señoras cargadas de joyas de la cabeza a los pies.
–Estoril está lleno de viejas cacatúas que un día fueron ricas y ya no lo son -me susurró al oído-, pero se aferran al ayer con uñas y dientes, y prefieren mantenerse a diario a base de pan y sardinas antes que malvender lo poco que les queda de su gloria marchita. Se las ve cargadas de perlas y brillantes, envueltas en visones y armiños hasta en pleno verano, pero lo que llevan en la mano es un bolso lleno de telarañas en el que hace meses que ni entra ni sale un escudo.
La limpia elegancia de mi vestido no desentonaba en absoluto con el ambiente y él se encargó de que así lo percibiera todo el mundo a nuestro alrededor. No me presentó a nadie ni me dijo quién era cada cual: tan sólo caminó a mi lado, a mi paso, como escoltándome; atento siempre, luciéndome.
Mientras nos dirigíamos hacia la salida, hice un rápido balance del resultado del encuentro. Manuel da Silva había venido a saludarme, a invitarme a una copa de champán y, sobre todo, a calibrarme: a tasar con sus propios ojos hasta qué punto valía la pena hacer el esfuerzo de atender personalmente aquel encargo que le habían hecho desde Madrid. Alguien a través de alguien y por mediación de alguien más le había pedido como favor que me tratara bien, pero aquello podía encararse de dos maneras. Una era delegando: haciendo que me agasajara algún empleado competente mientras él se quitaba la obligación de encima. La otra forma era implicándose. Su tiempo valía oro molido y sus compromisos eran sin duda incontables. El hecho de que se hubiera ofrecido a ocuparse él mismo de mis insignificantes demandas suponía que mi cometido marchaba con buen rumbo.
–Me pondré en contacto con usted tan pronto como me sea posible.
Tendió entonces la mano para despedirse.
–Mil gracias, señor Da Silva -dije ofreciéndole las mías. No una, sino las dos.
–Llámeme Manuel, por favor -sugirió. Noté que las retenía unos segundos más de lo imprescindible.
–Entonces, yo tendré que ser Arish.
–Buenas noches, Arish. Ha sido un verdadero placer conocerla. Hasta que volvamos a vernos, descanse y disfrute de nuestro país.
Entré en el ascensor y le mantuve la mirada hasta que las dos compuertas doradas comenzaron a cerrarse, estrechando progresivamente la visión del hall. Manuel da Silva permaneció frente a ellas hasta que -primero los hombros, después las orejas y el cuello, y por fin la nariz -su figura desapareció también.
Cuando me supe fuera del alcance de su mirada y comenzamos a subir, suspiré con tal fuerza que el joven ascensorista a punto estuvo de preguntarme si me encontraba bien. El primer paso de mi misión acababa de finalizar: prueba superada.
52
Bajé a desayunar temprano. Zumo de naranja, trino de pájaros, pan blanco con mantequilla, la sombra fresca de un toldo, bizcochos de espuma y un café glorioso. Demoré todo lo posible la estancia en el jardín: comparado con el ajetreo con el que comenzaba los días en Madrid, aquello me pareció el cielo mismo. Al volver a la habitación encontré un centro de flores exóticas sobre el escritorio. Por pura inercia, lo primero que hice fue desatar rápidamente la cinta que lo adornaba en busca de un mensaje cifrado. Pero no encontré puntos ni rayas que transmitieran instrucciones y sí, en cambio, una tarjeta manuscrita.
Estimada Arish:
Disponga a su conveniencia de mi chauffer Joao para hacer su estancia más cómoda.
Hasta el jueves,
Manuel da Silva
Tenía una caligrafía elegante y vigorosa y, a pesar de la buena impresión que supuestamente le causé la noche anterior, el mensaje no era en absoluto adulador, ni siquiera obsequioso. Cortés, pero sobrio y firme. Mejor así. De momento.
Joao resultó ser un hombre de pelo y uniforme gris, con un mostacho poderoso y los sesenta años sobrepasados al menos una década atrás. Me aguardaba en la puerta del hotel, charlando con otros compañeros de oficio bastante más jóvenes mientras fumaba compulsivamente a la espera de algún quehacer. El señor Da Silva lo enviaba para llevar a la señorita a donde ella quisiera, anunció mirándome de arriba abajo sin disimulo. Supuse que no era la primera vez que recibía un encargo de ese tipo.
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