En mi pueblo, el tío de uno de mis amigos estaba loco. Era una familia rica. Solía ir a su casa a menudo, pero solo años más tarde me percaté de que uno de los tíos de mi amigo estaba encerrado y encadenado en el sótano.
– ¿Por qué está encerrado? -les pregunté.
– Está loco -me respondieron-, y solo teníamos dos alternativas: o le mantenemos encadenado en nuestra casa… y claro, no podemos tenerlo encadenado en la planta baja, pues todo el que venga de visita se va a alarmar y preocupar, y además sería terrible para sus hijos y su mujer ver a su padre y su marido en ese estado, o lo enviamos a la cárcel. Y enviarlo a la cárcel habría perjudicado la reputación de la familia, así que buscamos esta solución y le encerramos en el sótano. Un sirviente le lleva la comida y, aparte de él, no ve a nadie; nadie baja a verle.
– Me gustaría conocer a tu tío -convencí a mi amigo.
– Pero no puedo ir contigo -me dijo-, es peligroso, ¡está loco! Aunque está encadenado podría hacerte daño.
– Como mucho, puede matarme. Ponte detrás de mí para poder escapar si me mata, pero me gustaría verle -le dije.
Como insistí, él consiguió la llave del sirviente que se ocupaba de la comida de su tío. Yo era la única persona del mundo exterior que le veía desde hacía treinta años, además del sirviente. Es posible que ese hombre estuviera loco anteriormente -no puedo saberlo-, pero ahora no lo estaba. Nadie estaba dispuesto a hacerle caso porque todos los locos dicen «yo no estoy loco». Por eso, cuando le decía al sirviente: «Dile a mi familia que no estoy loco», el sirviente se reía. Finalmente el sirviente decidió decírselo a la familia pero nadie le hizo caso.
Cuando le vi, me senté con él y estuve hablando. Estaba tan cuerdo como cualquier otra persona, incluso un poco más porque me dijo:
– Estar aquí durante treinta años ha sido una experiencia terrible. Pero puedo ver lo afortunado que soy alejado de vuestro loco mundo. Creen que estoy loco, déjales que lo piensen, no pasa nada pero, en realidad, me siento muy afortunado de estar fuera de vuestro loco mundo. ¿Tú qué opinas? -me preguntó.
– Tienes toda la razón -le contesté-. El mundo exterior está mucho más loco que cuando lo dejaste hace treinta años. En treinta años todo ha evolucionado mucho, también la locura. Deberías dejar de decir a la gente que no estás loco, si no, ¡puede ser que te saquen de aquí! Estás viviendo una vida perfectamente hermosa. Tienes sitio para moverte…
– Es el único ejercicio que puedo hacer aquí… caminar -dijo él.
Le empecé a enseñar a hacer vipassana.
– Estás en la situación perfecta para convertirte en un buda: sin preocupaciones ni molestias, ni interferencias. Eres muy afortunado -le dije.
La última vez que le vi, antes de morir, por la expresión de su cara y sus ojos pude ver que no era la misma persona, había sufrido una transformación, una mutación total.
Los locos necesitan métodos de meditación para poder escapar de su locura. Los criminales necesitan ayuda psicológica y apoyo espiritual. Están profundamente enfermos y estáis castigando a personas enfermas. No es culpa de ellos. Si alguien asesina quiere decir que lleva arrastrando la tendencia a asesinar desde hace mucho tiempo. No es que, de repente, de la nada, asesines a alguien.
Cuando hay un asesinato, habría que juzgar a la sociedad, se debería castigar a toda la sociedad. ¿Por qué le ha ocurrido algo así a esta sociedad? ¿Qué habéis hecho para que ese hombre se convierta en un asesino? ¿Por qué se ha vuelto destructivo? La naturaleza da energía creativa a todo el mundo, pero se vuelve destructiva solo cuando se obstruye, cuando no se permite su flujo natural. Siempre que la energía quiere seguir su cauce natural, la sociedad se lo impide, la mutila, la desvía en otra dirección. En poco tiempo el ser humano está confundido. No sabe qué es qué. Ya no sabe qué está haciendo ni por qué hace lo que está haciendo. Los motivos originales se han quedado muy atrás, ha dado tantas vueltas que ahora es un rompecabezas.
Nadie necesita la pena de muerte y nadie la merece. En realidad, ni la pena de muerte ni ningún otro castigo están bien, porque el castigo no cura a nadie. El número de criminales aumenta día a día; cada día se construyen más cárceles. Es extraño. No debería ser así. Debería ocurrir todo lo contrario, porque con tantos tribunales y tantos castigos, y tantas cárceles debería haber menos crímenes y menos criminales. Con el tiempo, debería disminuir el número de cárceles y juzgados. Pero no está sucediendo.
Esto se debe a un error de planteamiento. No se puede usar el castigo para enseñar a la gente. Vuestros juristas, vuestros expertos en leyes y vuestros políticos han estado diciendo desde hace siglos: «Si no castigamos a la gente, ¿cómo vamos a enseñarles? Todo el mundo empezará a cometer delitos. Tenemos que castigarlos para que tengan miedo». Creen que el miedo es la única forma de enseñar, ¡y el miedo no es en absoluto forma de enseñar nada a la gente! Lo que se consigue con el castigo es que la gente se familiarice con el miedo de manera que ya no existe el sobresalto inicial. Ahora saben lo que les puede pasar: «Como mucho me vas a azotar. Y si otra persona lo puede aguantar, yo también.' Además, de cien ladrones solo puedes atrapar a uno o dos. Si ni siquiera puedo arriesgarme a eso, teniendo un noventa y ocho por ciento de probabilidades de éxito, ¿qué clase de hombre soy?».
Nadie aprende nada del castigo. Ni siquiera la persona que está siendo castigada aprende lo que quieres que aprenda. Sí, aprende algo: aprende a endurecerse.
En cuanto alguien va a la cárcel, la cárcel se convierte en su casa porque allí encuentra gente con una mentalidad muy parecida a la suya. Allí encuentra su verdadera sociedad. Cuando estaba fuera era un extraño, pero en la cárcel está en su mundo. Todos hablan su mismo idioma y además son expertos. Es posible que tú seas un aficionado o un aprendiz y este sea tu primer curso.
He oído contar una historia sobre un hombre que va a la cárcel y ve descansando en la oscura celda a un viejo. El viejo le pregunta: «¿Cuánto tiempo te toca estar aquí?».
El recién llegado responde: «Diez años».
El viejo le dice: «Entonces puedes quedarte cerca de la puerta. ¡Solo diez años! Pareces un aficionado. A mí me toca estar aquí cincuenta años, así que quédate cerca de la puerta. Pronto estarás fuera».
Pero cuando pasas diez años con expertos aprendes todas sus técnicas, estrategias y métodos. Aprendes de su experiencia. Descubrirás que las cárceles son una especie de universidad donde se enseña a delinquir a expensas del gobierno. Encontrarás profesores de crimen, decanos, vicerrectores y rectores de la facultad del crimen… personas que han cometido todos los crímenes que puedas imaginar. Sin duda, el recién llegado empieza a aprender.
He estado en muchas cárceles y en todas ellas la atmósfera era esencialmente la misma. El denominador común de todas las cárceles y prisiones que he visitado es que lo que te lleva a la cárcel no es el crimen, sino que te atrapen. De manera que tienes que aprender la forma correcta de hacer las cosas que están prohibidas. No es cuestión de hacer cosas buenas, sino de hacer de forma correcta lo que está prohibido. Y en la cárcel todos los presos aprenden la forma correcta de hacer lo que está prohibido. He hablado con presos que decían: «Estamos ansiosos de salir porque hemos aprendido tanto, que queremos ponerlo en práctica. Solo nos falta el aspecto práctico, antes de que nos cogieran todo era conocimiento teórico, pero necesitas que la sociedad de la cárcel te enseñe la parte práctica».
Cuando alguien se convierte en delincuente habitual, ya no se encontrará a gusto en ningún otro sitio y, antes o después, volverá a la cárcel. Al cabo del tiempo, la cárcel se convierte en su sociedad alternativa. Es más cómoda, se siente más en casa y nadie le desprecia. Los demás también son criminales, no hay sacerdotes ni sabios, ni santos. Son pobres seres humanos con todas sus flaquezas y debilidades.
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