Eckhart Tolle - El Silencio Habla

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En último término no hay otro, siempre Cuando caminas por un bosque que no ha sido domesticado por la mano del hombre, no sólo ves abundante vida a tu alrededor; también encuentras a cada paso árboles caídos y troncos desmoronados, hojas podridas y materia en descomposición. Donde-quiera que mires, encontrarás muerte además de vida.

Al escrutarlo más de cerca, descubrirás que el tronco que se está descomponiendo y las hojas po-dridas no sólo hacen nacer nueva vida, sino que ellos mismos están llenos de vida. Los microorganismos están actuando en ellos. Las moléculas están reordenándose. De modo que no hay muerte por ninguna parte. Sólo existe una metamorfosis de las formas de vida. ¿Qué puedes aprender de esto?

La muerte no es lo contrario de la vida. La vida no tiene opuesto. Lo opuesto de la muerte es el na-cimiento. La vida es eterna.

A lo largo de los siglos, los sabios y los poetas han reconocido la cualidad onírica de la existencia humana: aparentemente tan sólida y real, y sin embargo tan efímera, que puede disolverse en cualquier momento.

En la hora de tu muerte, la historia de tu vida puede parecerte como un sueño que está llegando a su fin. Sin embargo, hasta en un sueño tiene que haber una esencia que sea real. Debe haber una con-ciencia en la que ocurra el sueño, porque de otro modo no soñarías.

Esa conciencia…, ¿la crea el cuerpo, o es la conciencia la que crea el sueño de un cuerpo, el sueño de ser alguien?

¿Por qué la mayoría de los que han revivido después de la muerte clínica han perdido el miedo a la muerte? Reflexiona sobre ello.

Por supuesto que sabes que vas a morir, pero eso no es más que un concepto mental hasta que te topes por primera vez con la muerte «en persona»: por medio de una enfermedad grave, de un accidente que te ocurre o le sucede a alguien cercano a ti o por el deceso de un ser querido, la muerte entra en tu vida haciendo que te des cuenta de tu propia mortalidad.

La mayoría de las personas se alejan atemorizadas de la muerte; pero si no te acobardas y afrontas el hecho de que tu cuerpo es pasajero y podría desvanecerse en cualquier momento, se produce cierta desidentificación, por pequeña que sea, de tu forma física y psicológica, del «yo». Cuando ves y aceptas la naturaleza impermanente de todas las formas de vida, te sobreviene una extraña sensación de paz.

Afrontando la muerte, tu conciencia se libera, en cierta medida, de la identificación con la forma. Por eso, en algunas tradiciones budistas los monjes visitan regularmente los cementerios para sentarse y meditar entre los difuntos.

En las culturas occidentales, la negación de 1 muerte sigue estando muy extendida. Incluso la gente mayor trata de no hablar ni pensar en ella, y existe la costumbre de ocultar los cuerpos de los muertos. Una cultura que niega la muerte será inevitablemente superficial, pues sólo se preocupa por la forma externa de las cosas. Cuando se niega la muerte, la vida pierde su profundidad. La posibilidad de saber quiénes somos más allá del nombre y la forma, la dimensión trascendente, desaparece de nuestras vidas porque la muerte es la puerta a esa dimensión.

La gente suele sentirse incómoda con los finales, porque cada final es una pequeña muerte. Por eso, en muchas lenguas, la palabra «adiós» significa «volveremos a vernos».

Cuando una experiencia -una reunión de amigos, unas vacaciones, que tus hijos crezcan y se vayan de casa- llega a su fin, mueres un poco. La «forma» que esa experiencia tenía en tu conciencia se disuelve. Esto suele producir un sentimiento de vacío que muchas personas prefieren no sentir, no afrontar.

Sí puedes aprender a aceptar, e incluso a dar la bienvenida a los finales de tu vida, tal vez descu-bras que el sentimiento de vacío, que inicialmente te pareció incómodo, se convierte en una sensa-ción de espacio interno que es profundamente apacible.

Aprendiendo a morir diariamente de este modo, te abres a la Vida.

La mayoría de las personas sienten que su identidad, su sentido del yo, es algo increíblemente pre-cioso que no quieren perder. Por eso tienen tanto miedo a la muerte.

Parece inimaginable y pavoroso que el «yo» pudiera dejar de existir. Pero confundes ese precioso «yo» con tu nombre y tu forma, y con la historia asociada a él. Ese «yo» no es más que una formación temporal en el campo de conciencia.

Mientras sólo conozcas la identidad vinculada a la forma, no serás consciente de que esa preciosidad es tu propia esencia, tu sentido Yo Soy más interno que es la conciencia misma. Es lo eterno en ti, y eso es lo único que no puedes perder.

Cada vez que se produce una gran pérdida en tu vida -como la pérdida de posesiones, de tu hogar, de una relación íntima; o la pérdida de tu reputación, de tu trabajo o de tus capacidades físicas-, algo muere dentro de ti. Sientes que mengua tu sentido de identidad. También podrías sentir cierta deso-rientación. «Sin esto…, ¿quién soy yo?»

Cuando una forma con la que te habías identificado inconscientemente y que considerabas parte de ti te deja o se desvanece, eso puede ser muy doloroso. Podría decirse que deja un agujero en la tra-ma de tu existencia.

Cuando te ocurra algo así, no niegues ni ignores el dolor o la tristeza que sientes. Acepta que están ahí. Date cuenta de la tendencia de la mente a construir una historia en torno a esa pérdida en la que se te asigna el papel de víctima. El miedo, la ira, el resentimiento o la autocompasión son las emociones que acompañan a ese papel. A continuación, registra de lo que está detrás de esas emociones y detrás de la historia fabricada por la mente: ese agujero, ese espacio vacío. ¿Puedes afrontar y aceptar esa extraña sensación de vacío? Si lo haces, tal vez descubras que ya no te da miedo. Quizá te sorprenda descubrir la paz que emana de él.

Cada vez que se produce una muerte, cada vez que una forma de vida se desvanece, Dios, el infor-me e inmanifestado, brilla a través de la abertura dejada por la forma disuelta. Por eso lo más sagrado de la vida es la muerte. Por eso la paz de Dios puede llegar hasta ti en la contemplación y en la aceptación de la muerte.

¡Qué efímera es cada experiencia humana, que breves nuestras vidas! ¿Hay algo que no este sujeto al nacimiento y a la muerte, algo que sea eterno?

Considera este hecho: si sólo existiera un color digamos el azul, y el mundo con todo lo que contie-ne fuera azul, entonces no habría color azul. Es necesario que haya algo que no sea azul para poder reconocer el color azul; de otro modo no «destacaría», no existiría.

Asimismo, ¿no hace falta que haya algo no pasajero ni impermanente para poder reconocer la eva-nescencia de todas las cosas? En otras palabras: si todo, incluyéndote a ti mismo, fuera impermanente, ¿llegarías a darte cuenta de ello? El hecho de que seas consciente y puedas testificar la naturaleza pasajera de todas las formas, incluyendo la tuya, ¿no implica que hay algo en ti que no está sometido a la muerte?

A los veinte años eres consciente de tener un cuerpo fuerte y vigoroso; sesenta años después eres consciente de tener un cuerpo envejecido y débil. Es posible que tu forma de pensar también haya cambiado desde que tenías veinte años, pero la conciencia que sabe que tu cuerpo es joven o viejo, o que tu y tu forma de pensar no es la misma, no ha cambiado. Esa conciencia es lo eterno en ti: la conciencia misma. Es la Vida Una sin forma. ¿Puedes perderla? No, porque eres Ella.

Algunas personas entran en una paz profunda y se vuelven casi luminosas justo antes de morir, como si algo brillara a través de la forma que se está desvaneciendo.

A veces ocurre que personas muy enfermas o mayores se vuelven casi transparentes, metafórica-mente hablando, en las últimas semanas, meses o incluso años de sus vidas. Cuando te miran, puedes ver la luz que brilla a través de sus ojos. No queda sufrimiento psicológico. Se han rendido, y por tanto la persona, el «yo» egótico de fabricación mental, ya se ha disuelto. Han «muerto antes de morir», y han encontrado esa profunda paz interna que es la realización de lo inmortal dentro de ellos.

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