Julio Cortazar - Los premios

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Los Premios anticipa la fiesta de ingenio y trangresión que Rayuela supondría para la literatura en español. Los pasajeros que se embarcan en el Malcolm para un crucero de placer se ven envueltos en un misterio que tiene tanto de alegórico como de disparate colosal. La ilusión de un corte con la vida anterior, propia de los viajes, incita a este grupo de hombres y mujeres a lanzarse a la exploración del enigma y al conocimiento mutuo. Y lo hacen con el aplicado entusiasmo de un juego, con la libertad y el riesgo que sólo Cortázar sabe concederle a sus personajes.

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Antes de salir, Paula y López habían entornado las cortinas del ojo de buey y en la cabina había una luz amarillenta que parecía vaciar de toda expresión la cara de Medrano. Inmóvil a los pies de la cama, con el brazo todavía tendido hacia la puerta como sí no terminara nunca de cerrarla, Claudia miró a Gabriel. En el pasillo se oían voces ahogadas y pasos, pero nada parecía cambiar el silencio total en que acababa de entrar Claudia, la algodonosa materia que era el aire de la cabina, sus propias piernas, el cuerpo tendido en la cama, los objetos desparramados, las toallas tiradas en un rincón.

Acercándose paso a paso se sentó en el sillón que había arrimado Raúl, y miró de más cerca. Hubiera podido hablar sin esfuerzo, responder a cualquier pregunta; no sentía ninguna opresión en la garganta, no había lágrimas para Gabriel. También por dentro todo era algodonoso, espeso y frío como un mundo de acuario o de bola de cristal. Era así: acababan de matar a Gabriel. Gabriel estaba ahí muerto, ese desconocido, ese hombre con quien había hablado unas pocas veces en un breve viaje por mar. No había ni distancia ni cercanía, nada se dejaba medir ni contar; la muerte entraba en esa torpe escena mucho antes que la vida, echando a perder el juego, quitándole el poco sentido que había podido tener en esas horas de alta mar. Ese hombre había pasado parte de una noche junto a la cama de Jorge enfermo, ahora algo giraba apenas, una leve transformación (pero la cabina era tan parecida, el escenógrafo no tenía muchos recursos para cambiar el decorado) y de pronto era Claudia quien estaba sentada junto a la cama de Gabriel muerto. Toda su lucidez y su buen sentido no habían podido impedir que durante la noche temiera la muerte de Jorge, a esa hora en que morir parece un riesgo casi insalvable; y una de las cosas que la habían devuelto a la calma había sido pensar que Gabriel andaba por ahí, tomando café en el bar, velando en el pasillo, buscando la popa donde se escondía el médico. Ahora algo giraba apenas y Jorge era otra vez una presencia viva, otra vez su hijo de todos los días, como si no hubiera sucedido nada; una de las muchas enfermedades de un niño, las ideas negras de la alta noche y la fatiga; como si no hubiera sucedido nada, como si Gabriel se hubiera cansado de velar y estuviera durmiendo un rato, antes de volver a buscarla y a jugar con Jorge.

Veía el cuello del rompevientos tapando la garganta; empezaba a distinguir las manchas negruzcas en la lana, el coágulo casi imperceptible en la comisura de los labios. Todo eso era por Jorge, es decir por ella; esa muerte era por ella y por Jorge, esa sangre, ese rompevientos que alguien había subido y arreglado, esos brazos pegados al cuerpo, esas piernas tapadas con una manta de viaje, ese pelo revuelto, esa mandíbula un poco levantada mientras la frente corría hacia atrás como resbalando en la almohada baja. No podría llorar por él, no tenía sentido llorar por alguien que apenas se conocía, alguien simpático y cortés y quizá ya un poco enamorado y en todo caso lo bastante hombre para no soportar la humillación de ese viaje, pero que no era nadie para ella, apenas unas horas de charla, una cercanía virtual, una mera posibilidad de cercanía, una mano firme y cariñosa en la suya, un beso en la frente de Jorge, una gran confianza, una taza de café muy caliente. La vida era esa operación demasiado lenta, demasiado sigilosa para mostrarse en toda su profundidad; hubieran tenido que pasar muchas cosas, o no pasar cosas y que eso fuera lo que pasaba, hubieran tenido que encontrarse poco a poco, con fugas y retrocesos y malentendidos y reconciliaciones, en todos los planos en que ella y Gabriel se asemejaban y se necesitaban. Mirándolo con algo que participaba del despecho y del reproche, pensó que él la había necesitado y que era una traición y una cobardía marcharse así, abandonarse a sí mismo a la hora del encuentro. Lo retó, inclinándose sobre él sin temor y sin lástima, le negó el derecho de morir antes de estar vivo en ella, de empezar verdaderamente a vivir en ella. Le dejaba un fantoche cariñoso, una imagen de veraneo, de hotel, le dejaba apenas su apariencia y algunos momentos en que la verdad había luchado por abrirse paso; le dejaba un nombre de mujer que había sido suya, frases que le gustaba repetir, episodios de infancia, una mano huesuda y firme; era la suya, una manera hosca de sonreír y de no preguntar. Se iba como si tuviera miedo, elegía la más vertiginosa de las fugas, la de la inmovilidad irremediable, la del silencio hipócrita. Se negaba a seguir esperándola, a merecerla, a apartar una por una las horas que los distanciaban del encuentro. De qué valía que besara esa frente fría, que peinara con dedos estremecidos ese pelo pegajoso y enredado, que algo suyo y caliente corriera ahora por una cara enteramente vuelta hacia adentro, más lejana que cualquier imagen del pasado. No podría perdonarlo jamás, mientras se acordara de él le reprocharía haberla privado de un posible tiempo nuevo, un tiempo donde la duración, el estar viva en el centro mismo de la vida, renaciera en ella rescatándola, quemándola, reclamándole lo que el tiempo de todos los días no le reclamaba. Como un sordo girar de engranajes en las sienes, sentía ya que el tiempo sin él se desarrollaba en un camino interminable igual al tiempo de antes, al tiempo sin León, al tiempo de la calle Juan Bautista Alberdi, al tiempo de Jorge que era un pretexto, la mentira materna por excelencia, la coartada para justificar el estancamiento, las novelas fáciles, la radio por la tarde, el cine por la noche, el teléfono a cada hora, los febreros en Miramar. Todo eso podría haber cesado si él no estuviese ahí con las pruebas del robo y el abandono, si no se hubiera hecho matar como un tonto para no llegar a vivir de verdad en ella y hacerla vivir con su propia vida. Ni él ni ella hubieran sabido jamás quién necesitaba del otro, así como dos cifras no saben el número que componen; de su doble incertidumbre hubiera crecido una fuerza capaz de transformarlo todo, de llenarles la vida de mares, de carreras, de inauditas aventuras, de reposos como miel, de tonterías y catástrofes hasta un fin más merecido, hasta una muerte menos mezquina. Su abandono antes del encuentro era infinitamente más torpe y más sórdido que el abandono de sus amantes pasadas. De qué podía quejarse Bettina al lado de su queja, qué reproche urdirían sus labios frente a ese desposeimiento interminablemente repetido, que ni siquiera nacía de un acto de su voluntad, ni siquiera era su propia obra. Lo habían matado como a un perro, eligiendo por él, acabándole la vida sin que pudiera aceptar o negarse. Y que no tuviera la culpa era así, frente a ella, muerto ahí frente a ella, la peor, la más insanable de las culpas. Ajeno, librado a otras voluntades, grotesco blanco para la puntería de cualquiera, su traición era como el infierno, una ausencia eternamente presente, una carencia llenando el corazón y los sentidos, un vacío infinito en el que ella caería con todo el peso de su vida. Ahora sí podía llorar, pero no por él. Lloraría por su sacrificio inútil, por su tranquila y ciega bondad que lo había llevado al desastre, por lo que había tratado de hacer y quizá había hecho para salvar a Jorge, pero detrás de ese llanto, cuando el llanto cesara como todos los llantos, vería alzarse otra vez la negativa, la fuga, la imagen de un amigo de dos días que no tendría fuerzas para ser su muerto de toda la vida. «Perdón por decirte todo esto -pensó desesperada-, pero estabas empezando a ser algo mío, ya entrabas por mi puerta con un paso que yo reconocía desde lejos. Ahora seré yo la que huya, la que pierda muy pronto lo poco que tenía de tu cara y de tu voz y de tu confianza. Me has traicionado de golpe, eternamente; pobre de mí, que perfeccionaré mi traición todos los días, perdiéndote de a poco, cada vez más, hasta que ya no seas ni siquiera una fotografía, hasta que Jorge no se acuerde de nombrarte, hasta que otra vez León entre en mi alma como un torbellino de hojas secas, y yo dance con su fantasma y no me importe».

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