– No será nada -dijo Medrano-. No será nada, Claudia.
Claudia arropaba a Jorge que de golpe se había arrebolado y temblaba de fiebre. La señora de Trejo acababa de salir de la cabina, luego de asegurar que esas descomposturas de los niños no eran nada y que Jorge estaría lo más bien por la mañana. Casi sin contestarle, Claudia había agitado un termómetro mientras Medrano cerraba el ojo de buey y arreglaba las luces para que no dieran en la cara de Jorge. Por el pasillo andaba Persio con la cara muy larga, sin animarse a entrar. El médico llegó a los cinco minutos y Medrano hizo ademán de salir de la cabina, pero Claudia lo retuvo con una mirada. El médico era un hombre gordo, de aire entre aburrido y fatigado. Chapurreaba el francés, y examinó a Jorge sin levantar la vista de su cuerpo, reclamando de pronto una cuchara, tomando el pulso y flexionando las piernas como si al mismo tiempo estuviera muy lejos de ahí. Tapó a Jorge, que rezongaba entre dientes, y preguntó a Medrano si pra el padre del chico. Cuando vio su gesto negativo se volvió sorprendido a Claudia, como si en realidad la viera por primera vez.
– Eh bien, madame, il faudra attendre -dijo, encogiéndose de hombros-. Pour l'instant je ne peux pas me prononcer. C'est bizarre, quand même …
– ¿El tifus? -preguntó Claudia.
– Mais non, allons, c'est pas du tout ca!
– De todos modos hay tifus a bordo, ¿no es así? -preguntó Medrano-. Vous avez eu des cas chez vous, n'est-ce pas ?
– C'est a dire … -empezó el médico. No existía una absoluta seguridad de que se tratara de tifus 224, a lo sumo un brote benigno que no inspiraba mayores inquietudes. Si la señora le permitía iba a retirarse, y le enviaría por el maître los medicamentos para el niño. En su opinión, parecía tratarse de una congestión pulmonar. Si la temperatura pasaba de treinta y nueve cinco deberían avisar al maître , que a su vez…
Medrano sentía que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos. Cuando el médico salió, después de tranquilizar una vez más a Claudia, estuvo a punto de irse detrás y atraparlo en el pasillo, pero Claudia pareció darse cuenta y le hizo un gesto. Medrano se detuvo en la puerta, indeciso y furioso.
– Quédese, Gabriel, acompáñeme un rato. Por favor.
– Sí, claro -dijo Medrano confuso. Comprendía que no era el momento de forzar la situación, pero le costaba alejarse de la puerta, admitir una vez más la denota y acaso la burla. Claudia esperaba sentada al borde de la cama de Jorge, que se agitaba delirando y quería destaparse. Golpearon discretamente; el maître traía dos cajas y un tubo. En su cabina tenía una bolsa para hielo, el médico había dicho que en caso necesario podían usarla. El se quedaría una hora más en el bar y estaba a sus órdenes por cualquier cosa. Les mandaría café bien caliente con el mozo, si querían.
Medrano ayudó a Claudia a dar los primeros remedios a Jorge, que se resistía débilmente, sin reconocerlos. Golpearon a la puerta; era López, mohíno y preocupado, que venía por noticias. Medrano le contó en voz baja el dialogo con el médico.
– Pucha, si hubiera sabido lo agarro en el pasillo -dijo López-. Acabo de bajar del bar y no me enteré de nada hasta que Presutti me dijo que el médico había andado por aquí.
– Volverá, si es necesario -dijo Medrano-. Y entonces, si le parece…
– Seguro -dijo López-. Avíseme antes, si puede, de todos modos yo andaré por ahí, no voy a poder dormir esta noche. Si el tipo piensa que Jorge tiene algo serio, entonces no hay que esperar ni un minuto más -bajó la voz para que Claudia no oyera-. Dudo que el médico sea más decente que el resto de la pandilla. Capaces de dejar que el chico se agrave con tal de que no se sepa en tierra. Vea, che, lo mejor va a ser llamarlo aunque no haga falta, digamos dentro de una hora. Nosotros lo esperamos afuera, y esta vez no nos para nadie hasta la popa.
– De acuerdo, pero pensemos un poco en Jorge -dijo Medrano-. No sea que por ayudarlo le hagamos un ma) Si fallamos el golpe y el médico se queda del otro lado, la cosa puede ponerse fea.
– Hemos perdido dos días -dijo López-. Es lo que se gana con la cortesía y con hacerles caso a los viejos pacíficos. ¿Pero usted cree que el chico…?
– No, pero es más un deseo que otra cosa. Los dentistas no sabemos nada de tifus, querido. Me preocupa la violencia de la crisis, la fiebre. Puede no ser nada, demasiado chocolate, un poco de insolación. Puede ser la congestión pulmonar de que habló el médico. En fin, vamonos a fumar un pitillo. De paso hablaremos con Presutti y Costa, si andan por ahí.
Se acercó a Claudia y le sonrió. López también le sonreía. Claudia sintió su amistad y les agradeció, mirándolos simplemente.
– Volveré dentro de un rato -dijo Medrano-. Recuéstese, Claudia, trate de descansar.
Todo sonaba un poco como ya dicho, inútil y tranquilizador. Las sonrisas, los pasos en puntillas, la promesa de volver, la confianza de saber que los amigos estaban ahí al lado. Miró a Jorge, que dormía más tranquilo. La cabina parecía haber crecido bruscamente, quedaba un vago perfume de cigarrillo negro, como si Gabriel no se hubiera ido del todo. Claudia apoyó la cara en una mano y cerró los ojos; una vez más velaría junto a Jorge. Persio andaría cerca como un gato sigiloso, la noche se movería interminablemente hasta que llegara el alba. Un barco, la calle Juan Bautista Alberdi, el mundo; Jorge estaba ahí, enfermo, entre millones de Jorges enfermos en todos los puntos de la tierra, pero el mundo era ahora sólo un niño enfermo. Si León hubiera estado con ellos, eficaz y seguro, descubriendo el mal en su brote, frenándolo sin perder un minuto. El pobre Gabriel, inclinándose sobre Jorge con la cara de los que no comprenden nada; pero la ayudaba saber que Gabriel estaba ahí, fumando en el pasillo, esperando con ella. La puerta se entreabrió. Agachándose, Paula se quitó los zapatos y esperó. Claudia le hizo seña de que se acercara, pero ella avanzó apenas hasta un sillón.
– No oye nada -dijo Claudia-. Venga, siéntese aquí.
– Me iré en seguida, aquí ha venido ya demasiada gente a fastidiarla. Todo el mundo quiere mucho a su cachorrito.
– Mi cachorrito con treinta y nueve de fiebre.
– Medrano me dijo lo del médico, están ahí afuera montando guardia. ¿Me puedo quedar con usted? ¿Por qué no se acuesta un rato? Yo no tengo sueño, y si Jorge se despierta le prometo llamarla en seguida.
– Quédese, claro, pero yo tampoco tengo sueño. Podemos charlar.
– ¿De las cosas sensacionales que ocurren a bordo? Le traigo el último boletín.
«Perra, maldita perra -pensó mientras hablaba-, revoleándote en lo que vas a decir, saboreando lo que ella te va a preguntar…» Claudia le miraba las manos y Paula las escondió de golpe, se echó a reír en voz baja, dejó otra vez las manos en los brazos del sillón. Si hubiera tenido una madre como Claudia, pero claro, la hubiera odiado como a la suya. Demasiado tarde para pensar en una madre, ni siquiera en una amiga.
– Cuénteme -dijo Claudia-. Nos ayudará a pasar el rato.
– Oh, nada serio. Los Trejo, que están al borde de la histeria porque les ha desaparecido el chico. Lo disimulan, pero…
– No estaba en el bar, ahora me recuerdo. Creo que Presutti lo anduvo buscando.
– Primero Presutti y después Raúl.
Perra.
– Pues no andará muy lejos -dijo Claudia, indiferente-. Los muchachos tienen caprichos, a veces… Tal vez le dio por pasar la noche en la cubierta.
– Tal vez -dijo Paula-. Menos mal que vo no soy tan histérica como ellos, y puedo advertir que también Raúl se ha borrado del mapa.
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