Ayn Rand - Los que vivimos

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Ella dijo, dulcemente. -¿Preferirías odiarme también a mí?

– Sí; lo preferiría. Tú representas lo que perdí hace tanto tiempo. Pero te quiero tanto que me esfuerzo en seguir siendo lo que tú quieres que sea, aunque ya haya dejado de serlo. He aquí todo cuanto puedo ofrecerte, Kira.

Ella le miró con calma; sus ojos estaban secos, su sonrisa no era ya la de un niño; era una sonrisa más intensa que la de una mujer. Luego dijo:

– No hay más que una cosa que no debemos olvidar; es lo único que importa. Lo demás es sólo un detalle. No me interesa saber qué es la vida, ni qué hará la vida con nosotros. Pero no nos arrollará. Ni a ti ni a mí. Esta es nuestra alma, la única bandera que podemos levantar contra todos cuantos nos rodean. He aquí todo cuanto debemos saber del porvenir.

El le dijo con mayor ternura, con mayor energía que nunca:

– Kira, quisiera que no fueras como eres.

Ella escondió la cabeza en los hombros de él y murmuró: -No hablemos más de ello. Ya no tenemos nada que decir, ¿verdad? Tengo que levantarme y empolvarme la nariz, y tú debes mudarte y tomar un baño. Te prepararé algo que comer… pero antes déjame estar contigo, sólo unos segundos… déjame estar aquí, quieta… no te muevas, Leo…

Y su cabeza fue resbalando poco a poco sobre el pecho, las rodillas y hasta los pies de Leo.

Capítulo tercero

Una tarde, tres días después de la llegada de Leo, sonó la campanilla.

Kira abrió a medias la puerta, sin quitar la cadena. En el rellano había una señora gruesa con un abrigo elegante y suntuoso. Su cara, que parecía esconderse detrás de una barbilla prominente, se levantaba en un estudiado movimiento de graciosa interrogación, dejando al descubierto un grueso cuello blanco; sus labios gruesos y mal pintados, se abrían a medias sobre unos dientes blancos y fuertes. Su mano se posaba en un amplio chal de seda verde. Arrastrando las palabras con voz estudiada y pronunciando cada sílaba con precisión, preguntó:

– ¿Está Leo Kovalensky?

Kira contempló con incredulidad las sortijas de brillantes que resplandecían en aquellos dedos cortos y blandos y contestó: -Sí… desde luego…

Pero no quitó la cadena, y siguió mirando fijamente a aquella mujer.

Con una amanerada sonrisa, pero no sin que su acento denotara cierto aplomo, ésta añadió:

– Deseaba verle.

Kira la hizo pasar. La recién llegada la miró con curiosidad, entornando los ojos con aire interrogativo. Cuando entraron en la habitación Leo se puso en pie, sorprendido y frunciendo el entrecejo. La visitante le tendió las dos manos en un saludo teatral:

– ¡Leo, qué contenta estoy de volver a verle! No he olvidado mi amenaza de venir a encontrarle. Me propongo llegar a cansarle a usted de veras.

Leo no sonrió en respuesta a su leve risa de espera. Se limitó a inclinarse con gracia y dijo:

– Kira, te presento a Antonia Pavlovna Platoshkina. Kira Alexondrovna Argounova.

– ¿Argounova? ¡Oh…! -dijo Antonina Pavlovna. Tendió el brazo en línea recta con los dedos pendientes como si diese su mano a besar a un hombre.

– Antonina Pavlovna y yo éramos vecinos en el sanatorio -explicó Leo.

– Y por cierto, él era un vecino muy poco amable. Estoy muy quejosa de él -dijo Antonina con una ronca sonrisa-. No quiso aguardarme. ¡Y yo tenía tantos deseos de volver con él! Es más, Leo: ni siquiera me dio usted el número de su casa. De modo que perdí un buen rato en obtener del Upravdom sus señas exactas. Los Upravdom son una de las calamidades inevitables de esta época, y todo lo que nosotros, la gente de las clases altas, podemos hacer es soportarlos con una sonrisa de condescendencia.

Se quitó el abrigo. Llevaba un vestido sencillo, de seda nueva, de excelente calidad, a la última moda, y ostentaba unos pendientes extranjeros de celuloide verde. Peinaba sus cabellos severamente hacia atrás, por la parte de la frente, y a los lados llevaba dos trenzas relucientes, pegadas a las mejillas, cubiertas de finos polvos blanquísimos. Sus cabellos eran de un inverosímil color anaranjado, del mismo color que el magnífico collar de ámbar que batía su pecho como un péndulo cada vez que ella se movía. El traje era muy elegante y bajaba bruscamente desde unas caderas muy anchas hasta unas gruesas piernas de delgados tobillos y unos pies tan pequeños que parecían haber de quedar aplastados por aquel peso desproporcionado. Se sentó, y su pecho se dilató en un ancho pliegue sobre su regazo.

– ¿Cuándo ha vuelto usted, Tonia? -preguntó Leo.

– Ayer. ¡Y qué viajecito! -suspiró-. ¡Esos trenes soviéticos! Verdaderamente creo que he perdido todo lo que gané en el sanatorio. Estuve haciendo cura de reposo para mis nervios -explicó apuntando la barbilla contra Kira-, porque, ¿qué persona razonable no tiene los nervios agotados, en estos tiempos que corremos? ¡Pero Crimea me ha salvado la vida!

– Era hermoso -asintió Leo.

– Sí; pero lo cierto es que el lugar perdió todo su encanto desde que se marchó usted, Leo. ¿Sabe usted? Era el enfermo más simpático de todo el sanatorio, y todo el mundo le admiraba. ¡Oh, sólo platónicamente, querida, si esto la preocupa! -añadió sonriendo a Kira.

– ¡Oh, claro! -dijo ésta.

– Leo ha sido muy amable y me ha ayudado a estudiar el francés que estaba perfeccionando. Naturalmente, lo aprendí de pequeña, pero, por desgracia, los medios de mi familia no me permitieron alcanzar la perfección que deseaba… ¡y es un alivio tan grande encontrar a una persona como Leo, en estos tiempos! ¡Tiene usted que perdonarme, Leo! Tal vez soy una visitante inoportuna, lo reconozco, pero será excesivo pretender que una mujer renuncie a una amistad tan atractiva en una ciudad donde son tan escasas las personas de valía.

– De ningún modo, Tonia; estoy encantado de que se haya usted tomado la molestia de buscarme.

– ¡Ah, la gente de aquí! Conozco a mucha. Una les encuentra, habla con ellos, les estrecha la mano. Pero ¿qué significa todo ello? Nada. Nada más que un gesto inútil. ¿Quién hay entre todas estas personas que conozca el valor profundo del espíritu, aquella misteriosa llama interior que es el verdadero sentido de nuestra vida?

La ligera sonrisa de Leo no era precisamente de comprensión, pero le contestó amablemente:

– Si estos tiempos lo permitieran, podría intentarse olvidar estas preocupaciones en alguna actividad interesante. -¡Qué verdad tan profunda! Naturalmente, la mujer intelectual moderna es orgánicamente incapaz de permanecer inactiva. Tengo un programa tremendo para este invierno. Me propongo estudiar el antiguo Egipto.

– ¿Cómo? -preguntó Kira. -El antiguo Egipto -repitió Antonina Pavlovna-, quiero captar su espíritu en toda su integridad. Un lazo misterioso con el presente que nosotros los modernos no apreciamos enteramente. Estoy segura de que en precedentes encarnaciones… ¿no le interesa la filosofía, Leo?

– Francamente, no; no me ha interesado jamás. -Aprecio su punto de vista, naturalmente. Pero yo la he estudiado a fondo y he dedicado a ella muchos de mis pensamientos. Hay en ella una verdad trascendental, una explicación de muchos de los fenómenos complicados de nuestra existencia. Naturalmente, yo tengo uno de esos caracteres propensos al misticismo. Pero no deben ustedes juzgarme anticuada por ello, ni tienen que asombrarse de que estudie también Economía Política.

– ¿Usted, Tonia? ¿Y para qué?

– Hay que ponerse al unísono con los tiempos, ¿comprenden? Para criticar hay que comprender. Y a mí me parece enormemente interesante. Hay cierto romanticismo especial en el trabajo, el comercio, las máquinas. A propósito, ¿ha leído usted el último libro de poesías de Valentina Sirkina?

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