Ayn Rand - Los que vivimos

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Pero Leo había aumentado cinco kilos y los médicos estaban satisfechos de su estado.

Habían pasado momentos en que había sentido súbitamente junto a ella el movimiento de unos labios sonrientes, el gesto rápido y perentorio de unas manos delgadas, tan claramente como si por un segundo las hubiera iluminado el resplandor de un relámpago. Y todo, en ella, había gritado de tal modo que le había parecido que no era ella sola la única que oía los gritos y había sentido, con un dolor que la cegaba, lo horrible que es el que un solo pensamiento se apodere de todo el cuerpo.

Pero Leo le escribía. Le escribía todas las semanas, tal como le había prometido. Kira leía sus cartas esforzándose en recordar las inflexiones de su voz y la manera como él habría pronunciado cada palabra. Esparcía a su alrededor las cartas de Leo, y le parecía sentir en la habitación una presencia viva.

Leo regresaba curado, fuerte, sano. Kira había vivido ocho meses para un telegrama. Nunca había querido ver más lejos. Más allá del telegrama no había porvenir.

El tren de Crimea llevaba retraso. Kira estaba en el andén, inmóvil, con los ojos fijos en los rieles vacíos, dos largas cintas de acero que luego parecían volverse de cobre, allá a lo lejos, bajo la clara luz estival, fuera de los arcos de la estación. No se atrevía a mirar al reloj, para no descubrir lo que ya temía, esto es, que el tren llevaba un retraso desesperado, infinito. El andén temblaba bajo las pesadas ruedas de un carretón de equipajes. En un punto, bajo la bóveda de hierro, una voz gritaba tristemente a intervalos regulares unas mismas palabras que se confundían en una sola como el grito de un ave nocturna: "Ponió encima, Grishka". Junto a ella oía arrastrarse unas pesadas botas. Cerca de la vía, una mujer estaba sentada sobre un fardo, con la cabeza inclinada sobre sus manos cruzadas. Encima de sus cabezas, los vidrios de la claraboya se volvían de un desolado color anaranjado. Y aquella voz repetía tristemente: "Ponlo encima, Grishka."

Cuando Kira interpeló al jefe de estación, éste le contestó bruscamente que el tren llevaba un gran retraso: un retraso inevitable, a consecuencia de un error en un cruce. Probablemente no llegaría hasta la mañana siguiente.

Kira se quedó todavía en el andén unos momentos, sin objeto, únicamente porque le dolía abandonar aquel lugar en que había casi sentido la presencia de Leo. Por fin dio la vuelta, salió lentamente, y bajó la escalera; los brazos le caían inertes a lo largo del cuerpo, y a cada peldaño su pie permanecía un momento indeciso, para caer luego pesadamente, como si cada peldaño señalase el fin de algo y ella no estuviese segura de tener que bajar el siguiente.

A lo lejos, al final de la calle, el cielo parecía una estrecha cinta de un vivo y puro color amarillo, mientras la calle misma parecía ancha y oscura, en el cálido crepúsculo estival. Kira echó a andar lentamente.

Pasó de largo por una esquina que le era familiar, y luego cambió de dirección para dirigirse hacia casa de los Dunaev. Tenía una noche entera ante sí, y necesitaba encontrar algún modo de pasarla.

Irina salió a abrirle. Sus cabellos estaban por peinar, pero llevaba un vestido nuevo de batista, a listas blancas y negras, y su cara fatigada estaba empolvada cuidadosamente.

– ¡Kira! ¡Quién iba a imaginarlo! ¡Qué sorpresa! Entra, quítate el abrigo. Tengo algo… alguien a quien quiero que conozcas. ¿Te gusta mi traje nuevo?

Kira se echó a reír; también ella llevaba un traje de batista a listas blancas y negras.

Irina balbució: -¡Oh! ¡Maldita sea!

– Gracias, Irina. -¿Cuándo te lo hiciste?

– Hace cosa de una semana.

– Ya ves tú: yo creí que si elegía un traje de listas sencillas no era tan probable que encontrase otros a mi alrededor, ¡y ahí tienes! El mes pasado papá me regaló tres metros de tela para un vestido: era precioso, blanco y gris. Pues el primer día que me lo puse, en sólo un cuarto de hora, encontré a tres señoras que llevaban el mismo… ¡Es inútil! Si no se logra tener un trozo de tela estampada extranjera, como Vava Milovskaia… ¡aquélla sí que es bonita! Y por lo menos no se encontrará con nadie que lleve otra igual, aparte de que a tres kilómetros se adivina que es un género extranjero… En fin; pasa.

Las ventanas del comedor estaban abiertas, y la habitación era fresca, amplia, animada por los ruidos callejeros. Vasili Ivanovitch se levantó en seguida. Víctor se levantó con un gracioso movimiento y se inclinó con gesto precioso, elegante: y un joven alto y rubio se quedó de pie, muy rígido, mientras Irina le presentaba.

– ¡Dos pensionistas gemelos del reformatorio soviético! Kira, ¿me permites que te presente a Sasha Chernov? Sasha, mi prima Kira Argounova.

La mano de Sasha era grande y firme y su apretón tan fuerte que casi hizo daño a Kira. Sonrió tímidamente, con aire simpático, algo pueril.

– Esta, Sasha, es una rara suerte -dijo Irina-; Kira es la reclusa de Petrogrado.

– De Leningrado -corrigió Víctor.

– La reclusa de Petrogrado -repitió Irina-.

¿Qué tal estás, Kira? Siento tener que reconocer que tu visita me alegra mucho.

– También yo celebro conocerla -murmuró Sasha-. He oído hablar mucho de usted.

– Hablamos de ti muy a menudo, Kira -dijo Vasili Ivanovitch tiernamente, casi con orgullo.

– No cabe duda -dijo Víctor- de que Kira es la mujer de quien más se habla en la ciudad, incluso en los círculos del Partido.

Kira le miró bruscamente, pero él sonreía, cortés.

– Las mujeres fatales fueron siempre el tema de los murmullos de admiración. Como madame de Pompadour. Su encanto desvirtúa la teoría marxista: realmente ignora las diferencias de clase.

– Cállate -dijo Irina-, no sé de qué estás hablando, pero estoy segura de que no dices nada bueno.

– Nada de eso -dijo Kira, mirando fijamente a su primo-. Víctor exagera, pero me hace un cumplido.

Confuso, tímido, Sasha ofreció una silla a Kira con un gesto de la mano y una sonrisa.

– Sasha estudia historia -dijo Irina- o, mejor dicho, la estudiaba. Le expulsaron de la Universidad por haber intentado pensar en el país del libre pensamiento.

– Quisiera que te dieras cuenta, Irina -interrumpió Víctor-, de que no tolero semejantes discursos en mi presencia. Quiero que se respete al Partido; y, con el Partido, a mí, que lo represento.

– No recites más la lección, Víctor; el Partido no puede oírte -dijo Irina.

Kira observó la silenciosa y larga mirada de Sasha a Víctor: los ojos de color de acero de Sasha no eran por cierto ni tímidos ni afectuosos.

– Lamento de veras que le expulsaran de la Universidad -dijo Kira, que sintió de pronto una gran simpatía por aquel joven tímido y confuso.

– No me importa -dijo Sasha con serena convicción-. En realidad no es una cosa de absoluta necesidad. Hay circunstancias exteriores que un poder autocrático no logrará vencer ni sojuzgar jamás.

– Como puedes ir viendo, Kira -dijo fríamente Víctor-, entre tú y Sasha hay muchos puntos de contacto. Uno y otro tenéis una lamentable tendencia a olvidar los más elementales principios de cautela.

– ¿Víctor, quieres…? -empezó a decir Vasili Ivanovitch.

– Papá, puesto que doy de comer a esta familia, considero que tengo el derecho a que se respeten mis ideas…

– ¿A quién dices que das de comer? -chilló una voz aguda desde el cuarto de al lado. Asha apareció en el umbral, con las medias caídas, las hojas de una revista rasgada en una mano y unas tijeras en la otra-.

Ya quisiera yo que alguien nos diera de comer. Todavía tengo hambre. Irina no quiere darme otro plato de sopa.

– Papá, habrá que ocuparse de esta chiquilla -dijo Víctor-. Está creciendo como una golfilla. Si frecuentase una organización infantil como los " pioneros "…

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