Ayn Rand - Los que vivimos

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A principios de verano de 1925, el Trust de las industrias textiles del Estado puso en venta nuevas telas de algodón estampado. Por las calles de Petrogrado se veía sonreír a las mujeres que por primera vez desde hacía muchos años estrenaban un traje.

Pero los estampados se reducían a media docena de modelos. Mujeres vestidas de cuadritos blancos y negros pasaban junto a otras mujeres vestidas de cuadritos negros y blancos. Mujeres en trajes blancos con motas rojas se cruzaban con mujeres en trajes blancos con motas verdes; otras mujeres con trajes grises con espirales azules se encontraban con mujeres que llevaban aquellas mismas espirales en marrón sobre fondo amarillo. Circulaban por las calles como alumnas de un inmenso hospicio, ceñidas, y sus trajes nuevos no les daban ningún contento.

En una tienda de la Nevsky el Trust estatal de la porcelana presentaba un escaparate deslumbrador de porcelanas de valor incalculable, un servicio de té con raras flores modernas grabadas, en finas líneas negras, por la mano de un artista célebre. Hacía ya varios meses que el servicio de té estaba expuesto, pero nadie había tenido bastante dinero para comprarlo.

Otros escaparates ofrecían vistosas joyas extranjeras de imitación; collares de falsas perlas de colores, pendientes de brillan tes de celuloide: objetos de última hora protegidos por sus altísimos precios de la avidez de las mujeres que se detenían ansiosas a contemplarlos.

Más lejos se había abierto una librería extranjera; en un escaparate de dos pisos podían verse las abigarradas, alegres y maravillosas cubiertas de los libros venidos de más allá de las fronteras.

Brillantes toldos sombreaban las anchas y caldeadas aceras de la Nevsky, y los barómetros resplandecían al sol, con el claro destello del cristal limpio. Sobre una fachada campeaba un inmenso anuncio en el que se veía el rostro decidido, los ojos enormes y las finas manos de un actor famoso pintadas a grandes brochazos debajo del título de un film alemán.

Retratos de Lenin -rostro suspicaz, barba breve y rasgados ojos orientales semicerrados-, orlados de banderas rojas con crespones negros, parecían contemplar a los transeúntes. En las esquinas de las calles, bajo el sol, había hombres harapientos que vendían sacarina y bustos en yeso de Lenin. Sobre los hilos telegráficos gorjeaban los pájaros.

A la puerta de las cooperativas había largas colas. Las mujeres se quitaban la chaqueta, y las mangas cortas de sus blusas descoloridas dejaban asomar a los primeros rayos del sol estival sus flacos brazos pálidos.

En una pared, a bastante altura, se veía un cartel representando a un enorme obrero agitando un martillo contra el cielo, y la sombra del martillo caía como una enorme cruz negra sobre los pequeños edificios de la ciudad, debajo de las botas del hombre.

Debajo del cartel, Kira Argounova se detuvo un momento. Del bolsillo de su viejo vestido sacó una cajetilla, y con dos dedos expertos, sin mirar, se puso un cigarrillo en la boca. Abrió luego su bolso de imitación de piel y sacó un lujoso encendedor extranjero en el que había sus iniciales grabadas. Brilló una llamita, y casi antes de que ésta tocase el cigarrillo, Kira exhaló una bocanada de humo y guardó el encendedor en el bolso, que cerró con fuerza. Levantándose un poco el arrugado puño del vestido miró a su reloj, sujeto por una estrecha pulsera de oro. Aceleró el paso. Su traje, al andar ondeaba tras ella dejando adivinar la curva de sus rodillas. Los altos tacones de sus zapatos corrían apresuradamente, ruidosos, por la acera de piedra. Uno de los zapatos tenía un agujero cuidadosamente disimulado por una venda que le rodeaba el tobillo por encima de una tirante media extranjera de seda natural.

El antiguo palacio hacia donde se dirigía ostentaba sobre la puerta una estrella roja de cinco puntas y esta inscripción en letras doradas: "Centro de distrito del Partido Comunista."

La puerta de cristales era limpia, inmaculada, pero la cerradura de la puerta del jardín estaba rota. En las que en otro tiempo fueron avenidas cubiertas de grava crecían las malas hierbas, y numerosas colillas flotaban lentamente en la pila de una fuente abandonada, alrededor de un profanado Cupido de mármol, sobre cuyo vientre se veía una mancha verdosa de moho.

Kira atravesó con paso rápido las desiertas avenidas, bordeadas por una espesa y descuidada vegetación que apenas dejaba llegar hasta ella el ruido de los tranvías de la calle. Al oír sus pasos, blancas palomas se movían perezosamente entre las ramas: Una abeja zumbaba sobre una espesa mata de trébol florido, y un grupo de gigantescas encinas tendía sus brazos escondiendo el edificio a los ojos de los que pasaban por la calle.

En lo más profundo del jardín, se elevaba un pabellón de dos pisos, unido al cuerpo principal de edificación por el puente de una breve galería. Los cristales de las ventanas del primer piso estaban rotos, y un gorrión estaba posado sobre la aguda punta de uno de los fragmentos, ladeando la cabeza para mirar a las salas desiertas y mohosas. Pero en el antepecho de una de las ventanas del segundo piso se veía un gran montón de libros.

La pesada puerta esculpida a mano no estaba cerrada. Kira entró y subió corriendo la escalera. Esta era muy larga y subía en línea recta hasta el segundo piso, como una interminable serie de peldaños de desnuda piedra, en los que se veían leves huellas de tierra. En otro tiempo había habido una magnífica balaustrada blanca, pero ahora estaba rota, y sobre los destrozados pedestales de las columnas de mármol, cuyos blancos restos yacían todavía al pie de la escalera, se abrían oscuros boquetes. Profundos ecos repercutían en las paredes, cubiertas de raras pinturas representando graciosos cisnes blancos en lagos azules, guirnaldas de rosas, lascivas ninfas que huían de faunos sonrientes, todo ello descolorido, mutilado, desconchado en muchos puntos.

Al llegar a la puerta del segundo piso, Kira llamó.

Andrei Taganov abrió y, sorprendido, retrocedió un paso. Sus ojos se abrieron con la lenta mirada incrédula de un hombre que viera un increíble milagro. Sin acertar a moverse, se quedó junto a la puerta, estupefacto, con el blanco cuello de su camisa abierto sobre el pecho bronceado.

– ¡Kira!

Ella se rió con una sonrisa clara, metálica.

– ¿Qué tal, Andrei?

Las manos del joven se cerraron lenta, dulcemente, sobre los hombros de Kira, con tal suavidad que ella no sintió que la tocase, sino que advirtió únicamente su fuerza, su voluntad de estrecharla, de plegarla hacia atrás. Pero los labios de Andrei, sobre los suyos, eran brutales. Sus ojos estaban cerrados, mientras los de Kira permanecían abiertos, contemplando el techo con indiferencia.

– No te aguardaba hasta la noche, Kira.

– Ya lo sé, pero supongo que no vas a echarme. Fue ella quien pasó adelante, atravesando el rellano, hasta la habitación; allí echó su bolso sobre una silla y su sombrero sobre la mesa, con imperiosa familiaridad.

Sólo ella sabía por qué Andrei Taganov había debido hacer economías aquel invierno, y por qué había abandonado su cuarto en la pensión para ir a habitar, en el palacio de la sede del Partido, el pabellón abandonado que éste le había cedido gratuitamente.

Había sido el nido secreto de los amores de un príncipe. Muchos años antes, un soberano ya olvidado había aguardado allí unos pasos ligeros y el crujido de una falda de seda a lo largo de la escalera, de mármol. Sus magníficos muebles habían desaparecido, pero quedaban las paredes, la chimenea, el techo. Las paredes estaban tapizadas de un blanco brocado, bordado a mano, con delicadas guirnaldas de hojas azules y plateadas. Adornaba la cortina una blanca hilera de cupidos llevando coronas de flores y cuernos de abundancia. Encima de la chimenea, una Leda de mármol se inclinaba voluptuosamente bajo la caricia de unas blancas alas. Y del tenue azul del cielo pintado en el techo, entre pálidas y densas nubes, las blancas palomas que en otro tiempo habían contemplado largas noches de lujuriosas orgías, miraban ahora una cama de hierro y unas cuantas sillas rotas, una larga y basta mesa cubierta de libros de vistosa cubierta roja, cajas de embalaje amontonadas para suplir una cómoda, estampas de soldados rojos que cubrían los desgarrones del blanco brocado, y una chaqueta de cuero colgada de un clavo, en un rincón.

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