Ayn Rand - Los que vivimos

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– No, Andrei… -casi gimió Kira.

No era la confesión de un amor, sino la confesión de un delito.

– ¿Por qué le digo todo esto? No lo sé. No estoy siquiera seguro de decírselo. ¡Me lo he gritado tantas veces a mí mismo durante tanto tiempo! No hubiera usted debido venir. No soy su amigo. No me importaría hacerle daño. Sólo una cosa me empuja hacia usted: mi deseo.

Ella susurró: -No sabía Andrei…

– Ni yo quería que lo supiese. Intentaba alejarme de usted y vencer. No sabe usted lo que ha hecho conmigo. Hicimos un registro. En la casa había una mujer. La detuvieron. Ella se revolcó por el suelo en camisón de noche, a mis pies, pidiéndome gracia. Pensé en usted, la imaginé a usted allí en camisón de noche pidiéndome gracia como yo se la había estado pidiendo durante tantos meses. La habría detenido y me la hubiera llevado; lo que me interesaba era el "después". Pensé que habría podido detenerla y llevarla adonde quisiera, en plena noche, y hacerla mía. Lo habría podido hacer; bien lo sabe usted. Y me eché a reír a la cara de aquella mujer y le di un puntapié. Mis hombres me contemplaban maravillados. Nunca me habían visto hacer tal cosa. Se llevaron a aquella mujer a la cárcel y yo encontré una excusa para escapar, para volver solo a casa, a pensar en usted… No me mire usted así. No hay que temer que lo haga… No tengo nada que ofrecerle. No puedo ofrecerle mi vida. Mi vida representa veintiocho años de aquello que a usted no le inspira más que desprecio. Y usted… usted representa todo aquello que yo he pensado constantemente tener que odiar. Pero la deseo. Daría todo cuanto tengo, Kira, todo cuanto puedo llegar a tener, a cambio de algo que usted no puede darme…

Andrei vio los ojos de Kira abiertos a un pensamiento que él no podía adivinar. Ella murmuró:

– ¿Qué dice, Andrei?

– He dicho: "Todo cuanto tengo a cambio de algo que usted no puede…"

En sus ojos se leía el terror, el terror del pensamiento que ella, por un segundo, había adivinado con tal claridad. Kira murmuró, temblando:

– Valdrá más que me marche, Andrei.

Pero él la miraba fijamente, se acercaba a ella y le preguntaba con una voz que súbitamente se había hecho dulce y sumisa: -¿Puede usted hacer algo…, Kira?

Ella no pensaba en él: pensaba en Leo; pensaba en María Petrovna y en la burbuja de sangre sobre los labios agónicos. Estaba adosada a la pared; sus cabellos, sus manos, sus diez dedos abiertos se pegaban al blanco rebozo. Se sentía arrastrada por la voz de Andrei, por la esperanza de Andrei. Su cuerpo se irguió lentamente contra la pared, en toda su altura, más alto aún, de puntillas, echando la cabeza atrás de modo que su garganta quedaba al nivel de la boca de Andrei cuando le gritó:

– ¡Sí, puedo! ¡Le amo!

Ella misma se extrañó de sentirse besar por los labios de un hombre distinto de Leo.

– Sí, enteramente… -le decía-. Pero no sabía que tú también…

– y sentía sus manos y su boca y se preguntaba si para él era una tortura o una alegría; sentía lo fuertes que eran sus brazos. Y esperaba que todo terminase cuanto antes.

La luz de la calle dibujaba un blanco cuadro y una cruz negra sobre la pared junto a la cama. Contra este cuadrado luminoso Kira podía ver destacarse la cara de Andrei sobre la almohada, y sus párpados no se movían. Los brazos de Kira, abandonados contra el cuerpo desnudo del joven, no sentían ningún movimiento; sólo apreciaban el latido de su corazón.

Kira tiró el cubrecama y se incorporó, cruzando los brazos sobre el pecho y cogiéndose los hombros desnudos. -Me voy a casa, Andrei.

– No te marches ahora, Kira, no te vayas esta noche. -Tengo que irme.

– Quiero que te quedes conmigo. Hasta mañana. -Debo irme… Hay… hay mi familia…, Andrei, tenemos que guardar el secreto.

– ¿Quieres casarte conmigo, Kira?

Kira no contestó, pero Andrei la sintió temblar. La hizo volver a acostarse y le subió el rebozo hasta la barbilla.

– Kira, ¿por qué te asusta esto? -Andrei… Andrei, no puedo.

– ¡Te quiero!

– Andrei, piensa en mí familia. Eres comunista. Ya sabes cómo son ellos: tienes que hacerte cargo. Han sufrido tanto que si me casase contigo sería demasiado duro para ellos. Y si supieran esto… Hay que evitarles un nuevo disgusto… Andrei, ¿qué falta nos hace?

– Ninguna, si tú estás conforme.

– ¡Andrei!

– ¡Kira!

– ¿Harás todo cuanto yo te pida?

– Todo.

– Te ruego el secreto absoluto, ¿me lo prometes?

– Sí.

– ¿Ves…? Yo tengo a mi familia, tú tienes el Partido. Yo no soy… no soy el tipo de amante que tu Partido aprobaría. De modo que más vale… ¿no es cierto? Lo que estamos haciendo es muy peligroso. Mucho. No quisiera que esto… destrozase nuestras vidas.

– ¿Destrozar nuestras vidas, Kira? El reía de felicidad, besándole las manos. -Vale más que nadie sepa… Sólo tú y yo.

– Te lo prometo, Kira; nadie lo sabrá más que tú y yo.

– Y ahora déjame marchar.

– No, por favor, no te marches esta noche. Sólo esta noche. Podrás explicarles… encontrar alguna excusa… pero ¡quédate!

No puedo dejarte marchar… te lo ruego, Kira… sólo para que pueda verte al despertar… Buenas noches… Kira.

Kira permaneció inmóvil hasta que él se hubo dormido. Entonces se deslizó silenciosamente fuera de la cama y conteniendo la respiración, sin hacer ruido, con los pies desnudos sobre el frío pavimento se vistió de prisa. Andrei no la oyó abrir la puerta y marcharse.

Por las largas calles vacías ululaba el viento bajo un cielo plomizo. Kira caminaba rápidamente. Sabía que tenía que huir de algo y se esforzaba en ir de prisa. Las ventanas muertas, oscuras, parecían espiarla, seguirla, hileras y más hileras de ventanas a lo largo de las calles. Aceleró el paso. El viento le levantaba la falda por encima de las rodillas enredándosela entre las piernas. Pero Kira aceleraba el paso. Junto a ella vio un cartel que representaba a un obrero con una bandera roja: el obrero reía. De pronto Kira echó a correr; figura incierta, trémula, entre los escaparates oscuros de las tiendas y la luz de los faroles; su vestido ondeaba, sus pasos resonaban como tiros de ametralladora, sus piernas brillaban confundidas como los radios de una rueda que corriese a toda velocidad. Lanzaba su cuerpo a través del espacio, manteniendo el equilibrio por puro instinto. Corría, volaba arrastrada por algo exterior a su cuerpo, sintiendo que todo iría bien a condición de que ella supiera correr más de prisa, todavía más de prisa.

Subió la escalera jadeando. Se paró ante su puerta. Se paró y miró fijamente, jadeando, el tirador de la puerta. Y de pronto comprendió que no podía llevar su cuerpo a la habitación de Leo, a su lecho, junto al cuerpo de él. Recorrió con las puntas de los dedos toda la puerta, tocándola, acariciándola vagamente: no podía acercarse más a Leo.

Se sentó en un peldaño. Pensó que podría oírle, a través de la puerta, mientras dormía respirando con fatiga, confiado como un niño. Estuvo sentada largo rato en la escalera, con los ojos en el vacío.

Cuando al levantar la cabeza vio que el contorno de la ventana, sobre el rellano, se recortaba en un azul más oscuro y brillante, pensó que había terminado la noche y se levantó, abrió la puerta con su llave y entró sin hacer ruido. Leo dormía. Ella se quedó sentada junto a la ventana, acurrucada. Leo no sabría a qué hora había vuelto.

Leo marchaba hacia el Sur.

El baúl estaba cerrado, el billete comprado. En un sanatorio de Yalta se le había reservado un sitio y se había pagado un mes por adelantado. Kira había explicado la procedencia de su dinero. -¿Sabes? Cuando escribí a tu tía de Berlín, escribí también a un tío mío que está en Budapest. Sí; tengo un tío en Budapest, pero no te lo había dicho porque… hay de por medio una cuestión de familia. Salió de Rusia antes de la guerra y mi padre nos tiene prohibido pronunciar siquiera su nombre. Pero no es mala persona y siempre me quiso bien; de modo que le escribí y me ha enviado dinero y me ha dicho que me ayudará mientras me haga falta. Pero, te lo ruego… no hables de ello en casa, porque papá… ya comprendes…

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