Ayn Rand - Los que vivimos

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Kira volvió a casa muy serena.

Cuando entró, Leo estaba junto a la ventana. Se volvió lentamente: su rostro estaba tan tranquilo y reflejaba una calma tal que parecía más joven. Preguntó sin inmutarse: -¿De dónde vienes, Kira? -De ver al doctor.

– Lo siento. No quería que lo supieses. -Me lo ha dicho todo.

– Siento lo de anoche, Kira; lo que ocurrió con aquella estúpida. Espero que no vas a creer que yo… -Naturalmente que no. Lo comprendo.

– Tal vez sucedió porque yo no sabía lo que hacía. Pero ahora sí lo sé. Todo parece mucho más sencillo… cuando se tiene marcado un límite… Lo que hay que hacer de momento, Kira, es no hablar de ello. El doctor te habrá dicho lo mismo que a mí… ya ves tú que no hay nada que hacer. Podemos seguir todavía juntos… por algún tiempo. Cuando la enfermedad sea contagiosa… entonces…

Ella le miraba con atención. He aquí de qué modo tomaba él su sentencia de muerte. Replicó, y su voz, al hacerlo, era dura: -No digas tonterías, Leo; tú irás al Sur.

El empleado del primer hospital del Estado que visitó le dijo: -¿Un puesto en un sanatorio de Crimea? ¿Y no es miembro del Partido? ¿Ni está sindicado? ¿Ni es funcionario público? No sabe usted lo que dice, ciudadana. En el segundo hospital, el empleado dijo:

– Tenemos centenares de inscritos que están aguardando, ciudadana. Miembros del Sindicato. Casos graves. No; no podemos ni siquiera ponerle en lista.

En el tercer hospital, el empleado se negó a recibirla. Había largas colas de gente que aguardaba, colas de espectros, de criaturas deformes, de cicatrices, de vendas, de muletas, de llagas abiertas y verdosas, de ojos inflamados, de lamentos, de gemidos, y, flotando por encima de aquella hilera de personas vivientes, el hedor de una cámara mortuoria.

Había que visitar las oficinas de los servicios médicos generales del Estado, había que pasar largas horas aguardando en pasadizos oscuros, húmedos, que olían a desinfectantes y a suciedad. Había que tratar con secretarios que olvidaban la cita que habían dado, y ayudantes que decían: "Lo siento, ciudadana. Que pase otro." Había que ver a jóvenes empleados presurosos, y a porteros que refunfuñaban: "Le digo a usted que ha salido. Ya no es hora de oficina. Tenemos que cerrar. No puede usted quedarse ahí sentada toda la noche."

Al terminar la primera quincena, Kira había aprendido de memoria, como quien aprende una oración, que si uno estaba enfermo de consunción debía estar sindicado para lograr que le enviasen a un sanatorio. Había que ver funcionarios, dar nombres, llevar cartas de recomendación, suplicar que se hiciera una excepción para su caso. Había que visitar a jefes de sindicato que escuchaban las palabras de súplica con el entrecejo fruncido, entre maravilloso e irónico.

Algunos se reían, otros se encogían de hombros, otros llamaban al secretario para que la acompañase a la puerta; encontró a uno que le dijo que podría concedérselo a cambio de una suma que ella no ganaba ni en un año.

Ella se mantenía segura, altiva, sin que le temblase la voz, sin miedo a tener que rogar. Era su misión, su objeto, su cruzada. A veces la extrañaba que las palabras "se está muriendo" significasen para ella tan poca cosa, y que las palabras "pero no es un obrero sindicado" significasen tan poca cosa para ella. No comprendía que fuera tan difícil explicarlo.

Hizo que Leo solicitase por su parte. Leo la obedeció sin discutir, sin quejarse y sin esperar nada.

Ella lo intentó todo. Preguntó a Víctor si, por medio de sus relaciones en el Partido… Pero Víctor contestó con mucho empaque: -Querida prima, quisiera que comprendieses que mi cualidad de miembro del Partido es una misión sagrada que no puede servir para ventajas de carácter personal. Se lo pidió a Marisha, que rió:

– Con todos nuestros sanatorios llenos como barriles de anchoas y con listas de personas que tendrán que aguardar hasta la próxima generación, y con camaradas obreros que están gravemente enfermos, mientras él ni siquiera lo está todavía. Ciudadana Argounova, usted no se da cuenta de la realidad. No podía dirigirse a Andrei. Andrei la había abandonado. Varias veces, desde el día en que él había faltado a la cita, Kira había preguntado a Lidia:

– ¿No ha estado aquí Andrei Taganov? ¿No tenéis ninguna carta para mí?

El primer día Lidia le contestó: -No-. Al segundo, le preguntó sonriendo de qué se trataba. -¿Algún idilio…? -Y añadió que se lo diría a Leo… a Leo, que era tan guapo…

Kira la interrumpió bruscamente:

– Déjate de tonterías, Lidia. Se trata de un asunto importante. En cuanto sepas algo, avísame en seguida

Una noche, en casa de los Dunaev, preguntó como por azar a Víctor si había visto a Andrei Taganov en el Instituto.

– Ya lo creo -dijo Víctor-. Va todos los días.

Kira se molestó. Se sintió encolerizada y extrañada. ¿Qué habría hecho? Por primera vez reflexionó acerca de su comportamiento. ¿Había hecho alguna locura durante la excursión de aquel domingo? Intentó recordar todos sus gestos, todas sus palabras. No pudo acordarse de nada. Sólo recordó que él había parecido más feliz que de ordinario. Pero terminó decidiendo poner a prueba su amistad y darle una posibilidad de explicar su conducta. Le telefoneó. Oyó la voz de la patrona que gritaba:

– ¡Camarada Taganov! -con una inflexión de voz que implicaba que él estaba en casa… Una larga pausa. Y luego la patrona volvió y preguntó-: ¿Quién es? -y antes de que terminara de pronunciar su nombre la patrona le gritó-: No está. -Y colgó el auricular. Kira colgó el suyo, y decidió olvidar a Andrei Taganov.

Tuvo que pasar un largo mes para que Kira se convenciese de que la puerta de los sanatorios del Estado estaba cerrada para Leo y de que ella no podía hacer que se le abriese.

En Crimea había también sanatorios particulares. Pero éstos costaban dinero.

Kira encontraría el dinero.

Pidió ver al camarada Voronov y le pidió un anticipo sobre su sueldo, un anticipo de seis meses, lo necesario para que Leo pudiera marchar. El camarada Voronov sonrió ligeramente y le preguntó cómo podía tener la seguridad de continuar ni siquiera un mes en su empleo.

Fue a ver al doctor Milovsky, el padre de Vava, el más rico de sus conocidos, aquel de quien se decía, no sin cierta envidia, que tenía una cuenta corriente considerable en un Banco. El doctor Milovsky se puso escarlata y sus manos cortas y gordas se agitaron en un ademán nervioso, como si quisiera alejar a un fantasma.

– Pero, querida joven, ¿qué la hace a usted creer que yo soy rico o poco menos? ¡Realmente tiene gracia! ¿Yo, una especie de capitalista? ¡Pero si vivimos al día, de mi trabajo, como proletarios! ¡Absolutamente al día!

Kira sabía que sus padres no tenían nada, pero les preguntó si podrían ayudarla en algo. Sólo le contestó el llanto de Galina Petrovna.

Se dirigió a Vasili Ivanovitch; éste le ofreció lo último que poseía: el abrigo de pieles de su difunta esposa. Pero el precio del abrigo no habría bastado ni para comprar el billete hasta Crimea. Kira no aceptó.

Aunque sabía que Leo lo hubiera tomado a mal, escribió a la tía que éste tenía en Berlín. En la carta le decía: "Escribo porque le quiero tanto, y me atrevo a dirigirme a usted porque me figuro que también usted le quiere un poco." Pero no obtuvo respuesta. Por medio de murmullos misteriosos y secretos, más misteriosos y secretos que la G. P. U. que los vigilaba atentamente, se enteró de que había medio de pedir dinero prestado. Secretamente, y a un interés elevadísimo, pero se podía. Le dieron un nombre y unas señas, y se dirigió a la barraca de un comerciante particular en el mercado; allí, un hombre gordo se inclinó hacia ella por encima de un mostrador lleno de pañuelos rojos y de medias de algodón. Ella susurró su nombre y dijo una cifra. -¿Negocios? -preguntó el otro-. ¿Especulación? Kira sabía que valía más decir que sí.

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