Ayn Rand - Los que vivimos

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– Bien. ¿Y su madre, trabajaba antes de la Revolución?

– No.

– ¿Tenían sirvientas en casa?

– Sí.

La camarada Sonia preguntó:

– ¿Se ha inscrito usted en algún Sindicato? ¿Lo ha considerado necesario alguna vez?

– Nunca tuve oportunidad de hacerlo.

– Bien.

Andrei Taganov escuchaba. Su rostro permanecía impasible. Sus ojos fríos, impersonales, firmes, parecían no haber visto a Kira en su vida. Y de pronto, fue ella quien sintió una inexplicable compasión por él, por aquella inmovilidad suya y por lo que se ocultaba tras esta inmovilidad, a pesar de que no diera ninguna señal de ocultar nada.

Pero cuando él hizo una pregunta, de improviso a pesar de lo duro de su voz y de lo inexpresivo de su mirada, esta pregunta fue una posibilidad de salvarse.

– Pero usted ha simpatizado siempre estrechamente con el Gobierno soviético, ¿no es verdad, ciudadana Argounova?

– Sí -contestó ella con mucha dulzura.

En torno a la lámpara, ya muy entrada la noche, entre un montón de papeles, informes y documentos, se celebraba una reunión del "Comité de Depuración".

– Los patronos de fábrica eran los peores explotadores del proletariado. Peores aún que los terratenientes.

– Los más peligrosos enemigos de nuestra clase.

– Estarnos prestando un gran servicio a la causa de la revolución, y ningún sentimiento personal debe ser obstáculo para que cumplamos nuestro deber.

– Orden de Moscú: los hijos de los patronos de fábricas pertenecen a la primera categoría de individuos que hay que expulsar.

Una voz preguntó, pensando muy bien sus palabras:

– ¿No hay excepciones a esta regla, camarada Taganov?

Andrei estaba inmóvil junto a la ventana, con las manos detrás de la espalda.

– Ninguna -contestó.

Los nombres de los expulsados estaban escritos a máquina en una larga lista clavada en una tabla en la oficina del Instituto de Tecnología. Kira se lo esperaba, pero cuando leyó "Kira Argounova" en la lista, cerró los ojos, y lo volvió a leer luego como para estar más segura.

Entonces se dio cuenta de que su cartera estaba abierta; la cerró cuidadosamente, miró el agujero que había en su guante y sacó por él el dedo para ver hasta dónde llegaba, retorció un hilo descosido, como si fuera una pequeña serpiente, y luego se entretuvo en ver cómo volvía a desenroscarse.

Luego tuvo la impresión de que alguien la estaba observando. Se volvió. Andrei estaba solo, mirando por una ventana. La estaba mirando, pero no se movió para acercársele, ni dijo una palabra, ni hizo un movimiento de cabeza para saludarla. Kira sabía lo que Andrei estaba temiendo y esperando. Se acercó a él, le miró y le tendió la mano con la misma sonrisa confiada que siempre había iluminado sus jóvenes labios; pero aquellos labios, esta vez, temblaban un poco.

– No importa, Andrei. Ya sé que no pudo usted evitarlo

– Si hubiese podido, le habría dado mi puesto…

– ¡Qué le vamos a hacer! No seré ingeniero… Ya veo que no podré construir puentes de aluminio… -intentó reír-; y no se perderá nada, porque todo el mundo me ha dicho siempre que no es posible construir puentes de aluminio.

Kira observó que le costaba más sonreír a él que a ella.

– Andrei -y dijo dulcemente lo que ya sabía que él no se habría atrevido a preguntar jamás-, esto significa que no debemos volver a vernos, ¿ verdad? El le tomó una mano entre las suyas.

– No, Kira, sí…

– En fin, déme sus señas y el número de su teléfono para que pueda comunicarme con usted, ya que no hemos de volver a vernos aquí… Eramos tan buenos amigos que… ¿No es extraño? No sabía sus señas. Pero ¿quién sabe? Quizá seremos todavía mejores amigos que antes…

Cuando volvió a su casa, Leo estaba tendido en la cama y no se levantó. Sólo la miró y rió, rió secamente, de un modo absurdo.

– Expulsada, ¿no? -preguntó, apoyándose sobre un codo que temblaba y con los cabellos caídos sobre el rostro como una cortina-. No necesito que me lo digas. Lo sé. Te han echado como a un perro. A mí también. Como a dos perros. Te felicito, Kira Argounova. Mi más cordial felicitación proletaria.

– Leo, tú has… tú has bebido.

– ¡Sí! Para celebrarlo. Todos lo hemos hecho. Somos docenas y más docenas en la Universidad. Un brindis a la dictadura del proletariado… Muchos brindis a la dictadura del proletariado. No me mires así… Es una buena costumbre, esa de brindar en los nacimientos, las bodas y los funerales… ¡Bah; No hemos nacido juntos, camarada Argounova. Y no nos hemos casado, camarada Argounova. Pero todavía podemos vernos… Todavía… podemos… Kira…

Ella se había arrodillado junto a la cama y estrechaba entre sus brazos un rostro lívido, con una boca que parecía una herida convulsa, y le echaba los cabellos hacia atrás mientras le decía en voz baja:

– Leo… querido… no hagas esto… Ahora es el momento en que no deberías… Tenemos que conservar las ideas más claras que nunca… -murmuraba sin convicción-; mientras nosotros no nos demos por vencidos no hay peligro. Debes cuidarte, Leo, debes ahorrar fuerzas…

– ¿Para qué? -gritó la boca de Leo.

Kira se encontró por la calle con Vasili Ivanovitch. Le fue necesario hacer un gran esfuerzo para que su cara no manifestase lo cambiado que le vio. Desde la muerte de María Petrovna no le había visto más que una vez; pero su aspecto era muy distinto. Ahora andaba como un viejo. Sus ojos limpios y orgullosos lanzaban a todos los rostros que veían una mirada amarga llena de suspicacia, de odio y de vergüenza. Sus manos duras y nudosas se agitaban con un cierto movimiento, como los de una vieja; desde las comisuras de sus labios hasta la barba se le veían tales surcos, causados por el sufrimiento, que uno se sentía culpable de indiscreción por el mero hecho de haberse dado cuenta de ellos y de haber adivinado lo que significaban.

– Estoy contento de volver a verte, Kira, muy contento -murmuró con aire desolado y sin ánimo-. ¿Por qué no vas por casa? Estamos muy tristes. Oh… Tal vez te has enterado… y por eso no quieres venir…

Kira no se había enterado de nada. Pero una voz interior le aconsejó no preguntar de qué se trataba. Y dijo, con su más afectuosa sonrisa:

– No, tío Vasili. Tendré mucho gusto en ir a verles. ¡Sólo que he tenido tanto que hacer…! Pero esta misma noche iré. ¿De acuerdo?

No preguntó por Irina ni por Víctor, ni quiso saber si también ellos habían sido expulsados. Como después de un terremoto, todo el mundo miraba a su alrededor contando las víctimas, pero nadie se atrevía a preguntar nada.

Aquella noche después de comer fue a casa de los Dunaev; había logrado convencer a Leo de que se fuera a dormir; tenía fiebre y sus mejillas ardían, rojas como dos ascuas. Kira dejó junto a la cama un poco de té frío y le prometió no tardar en volver. Junto a la mesa sin manteles, bajo una lámpara sin pantalla, Vasili Ivanovitch estaba sentado leyendo un viejo volumen de Tchekov; Irina, despeinada, dibujaba furiosamente figuras absurdas en una gran hoja de papel. Asha dormía completamente vestida, acurrucada en un sillón, en un ángulo del comedor. Una vieja bourgeoise humeaba. Vasili Ivanovitch salió a abrir.

– Por aquí, Kira, por aquí. Cerca de la estufa. Estarás más caliente junto a la estufa. ¡Hace tanto frío fuera…!

– ¡Hola! -dijo Irina contrayendo los labios.

Nunca Kira la había visto sonreír de aquel modo.

– ¿Quieres un poco de té, Kira? ¿Té caliente? Sólo que… no nos queda sacarina…

– No, tío Vasili, muchas gracias; acabo de comer ahora mismo.

– ¡Bien! -dijo Irina-. ¿Por qué no lo dices? Expulsada, ¿no?

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