Ayn Rand - Los que vivimos
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Era más de medianoche y Kira no sabía si había dormido o no. Leo respiraba con dificultad en la almohada a su lado, y su frente estaba empapada de sudor frío. En la confusión de su mente sólo se destacaba claramente una idea: se acordaba de su delantal. Aquel delantal estaba sucio, indecente: no podía permitir que Leo se lo volviese a ver puesto una vez más. No, ni una sola vez.
Saltó de la cama y se puso el abrigo encima del camisón. Hacía demasiado frío y ella estaba demasiado cansada para vestirse. Fue al cuarto de baño y puso en el suelo una palangana llena de agua fría, se arrodilló y sumergió el delantal, el jabón y las manos en un líquido que quemaba como un ácido.
No sabía si realmente estaba despierta y lo mismo le daba; sólo sabía que las grandes manchas amarillas de la grasa no querían marcharse, y frotaba con el jabón seco, acre, amarillento, con las uñas, con los nudillos; la espuma del jabón manchaba los puños de piel de su abrigo, mientras ella permanecía en cuclillas, palpitándole el pecho contra la palangana; frotaba, y sus cabellos le caían hacia adelante en la espuma del jabón, y tenía que echárselos hacia atrás con una mano húmeda y resbaladiza; frotaba, detrás de la estrecha abertura de la puerta entornada del cuarto de baño, debajo de un alto ventanal azul cubierto de hielo; frotaba con los nudillos dolientes y llagados, mientras al otro lado, en el cuarto de Marisha, alguien tocaba John Gray al piano y equivocaba una nota; frotaba con un agudo dolor en los nudillos, en los ojos, en las piernas y en la espalda, con las manos rojas cubiertas de espuma de jabón oscuro y grasienta.
Estuvieron muchos meses ahorrando hasta que un sábado por la noche se pudieron comprar dos entradas para ir a ver Bayadera, el último éxito de Viena, Berlín y París. Estaban sentados muy erguidos, tiesos, reverentes, como si estuvieran en una función religiosa. Kira algo más pálida que de costumbre en su traje de seda gris, y Leo esforzándose por no toser; y uno y otro escuchaban con atención la frivola opereta que venía del extranjero.
Era un alegre absurdo. Como si una mirada, atravesando la nieve y las banderas, penetrase a través de la frontera hasta el corazón de un mundo distinto. Había luces de colores y relucientes lentejuelas, copas de cristal y un auténtico bar extranjero con un arco de vidrio opaco en el que una luz se movía lentamente precediendo a cada una de las personas que entraban. Había un auténtico ascensor extranjero; mujeres en deslumbrantes trajes de seda que venían de países en que existía la moda, y gente que bailaba una curiosa y absurda danza llamada "shimmy", y una mujer que no cantaba sino que ladraba las palabras, como si las escupiera con desprecio sobre el público, con una voz áspera que terminaba bruscamente en un áspero gemido ronco, y una música que reía, delirante, jadeante, convulsiva, sacudiendo los oídos, el pecho, la respiración, una música ebria e insolente como un desafío de una alegría chispeante, perversa y loca, una música como la de la Canción de la copa rota, una promesa que existía en algún lugar, que existía o que hubiera podido existir.
El público reía, aplaudía y volvía a reír. Y cuando se apagaron las luces, luego que el telón hubo caído por última vez en medio de las últimas sonrisas, hubo quien observó a una joven vestida de seda gris que, sentada en una fila vacía, con la cabeza entre las manos, sollozaba.
Capítulo dieciséis
Al principio fueron sólo murmullos.
Los estudiantes hablaban en grupos por los rincones oscuros, y volvían nerviosamente la cabeza cada vez que se acercaba alguien nuevo: en sus murmullos se oía la palabra "depuración".
Y en las colas ante la cooperativa o en la parada del tranvía, todo el mundo se preguntaba: " ¿Sabe usted algo de la depuración? "
A fines de semestre de invierno, en el Instituto de Tecnología y en la Universidad, lo mismo que en todos los centros de enseñanza superior, apareció un gran cartel en que se veía en grandes letras, escrita en lápiz rojo, la palabra "Depuración". El aviso ordenaba que todos los estudiantes se presentasen a la secretaría de su centro, solicitasen cuestionarios, los llenasen a la mayor brevedad, obtuvieran un certificado del Upravdom conforme era verdad su declaración y entregasen luego el cuestionario al "Comité de Depuración". Había que desembarazar las escuelas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas de todos los elementos indeseables. Aquellos alumnos que fueran juzgados "socialmente indeseables" deberían ser expulsados y no se les admitiría en otros Institutos. Por todos los ámbitos del país, los diarios proclamaban:
" La Ciencia es un arma para la lucha de clases. Las escuelas proletarias son para el proletariado. No tenemos que instruir a nuestros enemigos de clase."
Pero no faltaban quienes procurasen que estas afirmaciones no rebasasen la frontera.
Kira fue a buscar su cuestionario a la secretaría del Instituto, y Leo recogió el suyo en la de la Universidad.
Sentados en silencio, a la hora de comer, los llenaron cuidadosamente. No comieron mucho aquella noche. Cuando hubieron contestado a las preguntas del cuestionario tuvieron la impresión de que acababan de firmar la sentencia de muerte de su porvenir. Pero no se lo confesaron en voz alta, ni se atrevieron a mirarse cara a cara.
Las principales preguntas eran las siguientes: " ¿Quiénes eran sus padres? " " ¿Qué hacía su padre antes de 1917? " " ¿Qué hace su padre en la actualidad? " " ¿Qué hace su madre? " " ¿Qué hizo usted durante la guerra civil? " " ¿Es usted miembro de algún Sindicato? " " ¿Es usted miembro del Partido Comunista? " Todo intento de dar una respuesta falsa era inútil. Las respuestas eran controladas por el "Comité de Depuración" y la G. P. U. Una respuesta falsa era castigada con la detención, la prisión y otras penas hasta la muerte.
La mano de Kira temblaba un poco cuando entregó al " Comité de Depuración" un cuestionario en el que se leía: "¿Qué hacía su padre antes de 1917? -Era propietario de la fábrica de tejidos Argounov."
De lo que aguardaba a quienes resultasen expulsados, nadie decía una palabra, ni nadie se atrevía siquiera a pensarlo: se entregaban los cuestionarios al Comité y se aguardaba a que éste llamase a cada uno; la espera era silenciosa, con los nervios tensos como conductores de corriente eléctrica a gran voltaje. En los largos corredores del Instituto en que se reunía en grupos agitados la turbada muchedumbre de los estudiantes, se susurraba que lo más importante era el origen social, y que no había esperanza para quienes fueran de origen burgués; que los hijos de padres ricos, aunque en la actualidad estuvieran en la más absoluta miseria, eran considerados "enemigos de clase", y que valía la pena intentar probar, aunque fuera pagándolo con la inmortalidad del alma, un origen obrero o campesino. En los centros de enseñanza superior se veían más pañuelos rojos, más chaquetas de cuero y más cascaras de semilla de girasol que nunca, y circulaban bromas como la siguiente: "¿Mis padres? Eran una campesina y dos obreros."
La primavera había vuelto, la nieve se derretía lentamente por las aceras, y en las esquinas volvían a verse puestos de flores. Pero los jóvenes no pensaban en la primavera, y los que todavía pensaban en la primavera ya no eran jóvenes.
Kira Argounova, muy alta la cabeza, se hallaba ante el "Comité de Depuración" del Instituto de Tecnología. Entre otros miembros que ella no conocía, en el Comitó figuraban tres personas conocidas: la camarada Sonia, Pavel Syerov y Andrei Taganov. Pavel Syerov era quien generalmente hacía las preguntas. El cuestionario de Kira estaba encima de la mesa, delante de él. -¿De modo, ciudadana Argounova, que su padre era dueño de una fábrica? -Sí.
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