Ayn Rand - Los que vivimos
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Kira hizo una señal afirmativa.
– ¡Bien! ¿Y por qué no lo preguntas? Ya te lo diré yo misma.
También a mí me han expulsado. Pues ¿qué te figurabas? La hija de un rico peletero proveedor de la Corte…
– ¿Y… Víctor?
– No -dijo Irina lentamente-; Víctor no ha sido expulsado.
– Me alegro, tío Vasili. Es una buena noticia, ¿no es verdad? -Kira conocía el mejor medio de contentar a su tío-. ¡Víctor es un muchacho de tanto talento! Estoy contenta de que no hayan destruido su porvenir.
– Sí -dijo amargamente Vasili Ivanovitch-; Víctor tiene mucho talento.
– Llevaba un traje de encaje blanco -dijo histéricamente Irina-, y tenía una voz verdaderamente soberbia… Oh, hablaba de la reposición de La traviata en el Mikhailovsky…
La habrás visto, naturalmente… Las viejas óperas clásicas son…
– Sí -dijo Vasili Ivanovitch-; los viejos clásicos siguen siendo los mejores. En aquellos tiempos había cultura, fe y honradez…
– Sin duda -dijo Kira, nerviosa y asombrada-; tendré que ir a ver La traviata.
– En el último acto -dijo Irina-, en el último acto… ¡Lo mismo da! -y tiró al suelo su tablero de dibujo. Asha se despertó sobresaltada y se puso de pie con los ojos muy abiertos-. También lo vasa saber un día u otro… Víctor se ha inscrito en el Partido.
Kira había cogido el libro de Tchekov… Se le cayó de las manos.
– Víctor… ¿qué dices?
– Se ha inscrito en el Partido. En el Partido Comunista. Con una estrella roja, un carnet del Partido, la cartilla de racionamiento y las manos ensangrentadas por toda la sangre que se va a verter.
– Irina, pero ¿cómo… cómo ha podido ingresar?
No se atrevía a mirar a Vasili Ivanovitch. Sabía que no tenía que hacer preguntas que hubieran sido como otros tantos puñales clavados en una herida, pero no podía resistir su curiosidad.
– Oh, parece que lo tenía proyectado desde hace tiempo. Con cuidado había ido eligiendo a sus amigos. Durante meses y meses, sin que nosotros supiéramos nada, fue candidato a la admisión. Y por fin lo admitieron, con los padrinos que había sabido escoger, bastaba con que atestiguasen su espíritu proletario, aunque su padre hubiera vendido pieles al zar.
– ¿Sabía que esto… de la depuración estaba por llegar?
– ¡Oh, no digas tonterías! No se trata de esto. Naturalmente que no lo sabía. Sus aspiraciones van más allá que a conservar su puesto en el Instituto. Mi hermano Víctor es un joven muy brillante. Cuando quiere subir sabe perfectamente cómo debe hacerlo.
– En fin -dijo Kira intentando sonreír a su tío Vasili, pero sin atreverse a mirarle-, después de todo es cosa suya. Sabe lo que quiere. Y… ¿sigue con vosotros?
– Si dependiese de mí. -Irina se interrumpió bruscamente.- Sí; todavía sigue en casa el sinvergüenza.
– Irina -dijo tristemente Vasili Ivanovitch-, es tu hermano.
Kira cambió de conversación. Pero no era fácil.
Media hora más tarde llegó Víctor. La majestad de su porte y la estrella roja en el ojal saltaban a la vista de todos.
– Hola, Víctor -dijo Kira-. Me han dicho que ahora estás hecho todo un comunista.
– He tenido el honor de que me admitiesen en el Partido Comunista -replicó él-, y quiero que se sepa que no estoy dispuesto a tolerar que se hable del Partido a la ligera.
– ¡Ah! -dijo Kira-. ¡Muy bien!
Pero cuando se despidió no vio la mano que su primo le tendía.
Al salir a acompañarla hasta la puerta, Irina le dijo, ya en el rellano de la escalera:
– Al principio creía que papá iba a echarlo de casa. Pero después de la muerte de mamá… y… ¿sabes?, con la preferencia que siempre tuvo por Víctor… Se esfuerza en comprenderle… Pero creo que esto le matará… Por amor de Dios, Kira, ven a menudo a vernos. Papá te quiere mucho.
Como no tenían porvenir, se. agarraron al presente. Había días en que Leo se pasaba horas y horas sentado con un libro en la mano sin hablar apenas a Kira, y cuando lo hacía, su sonrisa era una mueca de amargo e infinito desprecio por sí mismo, por el mundo entero, por toda la eternidad.
Una vez, Kira volvió a encontrarle ebrio, apoyado en la mesa, absorto en la contemplación de una copa rota que yacía en el suelo.
– Leo, ¿dónde has encontrado esto?
– Me lo han prestado. Nuestra querida vecina, la camarada Lavrova. Siempre tiene tanto…
– ¿Por qué lo haces, Leo?
– ¿Y por qué no he de hacerlo? ¿Por qué? ¿Quién puede decirme por qué, en este condenado mundo?
Pero había otros días en que una nueva calma iluminaba de pronto sus ojos y su sonrisa. Aguardaba el regreso de Kira y cuando ella llegaba la besaba con ternura. Podían pasar una semana sin cambiar una palabra, pero su presencia, una sola mirada, un apretón de manos bastaban para darles una impresión de seguridad, les hacía olvidar la mañana siguiente… todas las mañanas siguientes…
Cogidos del brzo, paseaban por calles silenciosas iluminadas por la tenue claridad de las noches de primavera. El cielo era como un vidrio opaco que reflejase una luz procedente del más allá. En aquella luz rara, lechosa, podían verse uno a otro y contemplar la ciudad inmóvil e insomne. El le estrechaba con fuerza el brazo, y cuando estaban solos en una calle larga, iluminada únicamente por el crepúsculo y desierta, se inclinaba para besarla. Los pasos de Kira eran seguros. Tenía todavía que enfrentarse con demasiados problemas, pero estaba segura de su cuerpo erguido y firme, de sus manos largas y pálidas, de su boca orgullosa de arrogante sonrisa que contestaba a todas las preguntas, y alguna vez sentía compasión por los seres innumerables y anónimos que a su alrededor buscaban con ansia febril una respuesta, atropellando en su búsqueda a los demás y tal vez a sí mismos. Pero a Kira no podían aplastarla; ella tenía que vencer, no podía dudar del futuro. Y el futuro era Leo.
Leo estaba muy pálido y se callaba con demasiada frecuencia. Sobre sus sienes un matiz azulado recordaba las vetas del mármol.
Tosía y padecía de sofocación. Tomaba medicinas que no le servían de nada y se negaba a visitar a un médico. Kira veía a menudo a Andrei. Había preguntado a Leo si tendría inconveniente en ello y Leo le había dicho:
– Ninguno, si es amigo tuyo. Lo único que te pido es que no lo traigas aquí. No estoy seguro de portarme cortésmente con uno de… aquéllos.
Y ella no lo llevó nunca a su casa. Le telefoneaba algún domingo, y, al hablarle, sonreía alegremente ante el auricular. -¿Nos veremos, Andrei? A las dos, en el Jardín de Verano, a la entrada de la avenida.
Se sentaban en un banco. Encima de sus cabezas las hojas de encina luchaban contra el sol mientras ellos hablaban de filosofía. De vez en cuando, Kira sonreía, dándose cuenta de que con Andrei sólo le era posible pensar y hablar de sus pensamientos. No tenían razón ninguna para verse, y no obstante se veían y se citaban para nuevas entrevistas, y ella se sentía extrañamente contenta y él se reía de su absurdo traje de verano, tan ridiculamente corto, y su risa sonaba extrañamente alegre. Una vez, Andrei la invitó a pasar con él un domingo en el campo. Kira no se había movido de la ciudad durante todo el verano. No pudo rehusar. Leo había encontrado trabajo para aquel día; machacaba piedra para una carretera en reparación. No puso ningún inconveniente al paseo de Kira.
Kira y Andrei vieron un mar tranquilo y niquelado por el sol, una playa que el viento había cubierto de leves ondulaciones, graciosas como una rubia cabellera rizada por una mano experta. Vieron enormes candelabros rojizos de pinos con sus torcidas raíces agarradas a la arena, en medio del viento, y vieron a las pinas correr a encontrarse con las conchas.
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