Ayn Rand - Los que vivimos

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Hicieron carreras de natación, y Kira ganó, porque él no pudo cogerle los pies, que barrenaban el agua delante de él, salpicando sus ojos. Pero cuando salieron del agua y corrieron por la playa en traje de baño, sobre la arena que volaba bajo sus pies y salpicando de agua y arena a los pacíficos turistas domingueros que descansaban al sol, la victoria fue de Andrei. Y Andrei agarró a Kira y ambos rodaron por el suelo confundidos; un nudo de piernas, brazos y arena fue a dar contra la bolsa de la merienda de una matrona que se puso a chillar asustada. Por fin se desenlazaron y se sentaron el uno junto al otro, riendo a porfía. Y cuando la señora se levantó, recogió su paquete y se marchó refunfuñando sobre "esta juventud moderna tan vulgar que no sabe guardar sus amores para sí misma", se rieron aún más fuerte. Almorzaron en un destartalado restaurante campestre, y Kira habló inglés al camarero, que no comprendía una palabra, pero se inclinaba profundamente a cada momento, tartamudeando y vertiendo el agua sobre la mesa, en su afán de servir con la debida corrección, que había olvidado ya, a la primera camarada extranjera que veía. Y cuando, al marcharse, Andrei le dio el doble del precio de su comida, el hombre se inclinó hasta el suelo, convencido de que acababa de servir a dos extranjeros auténticos. Kira no ocultó su sorpresa. Andrei se rió mientras se iban.

– ¿Por qué no? Bien puedo hacer feliz a un camarero. Después de todo, gano más dinero del que necesito.

En el tren, mientras éste corría ruidosamente en medio de la noche y del humo, Andrei le preguntó:

– ¿Cuándo volveré a verla, Kira?

– Ya le telefonearé.

– No; quiero saberlo ahora mismo.

– Dentro de pocos días.

– No; quiero que fijemos un día.

– Bien; ¿pongamos el miércoles por la tarde?

– De acuerdo.

– Después del trabajo, a las cinco treinta, en el Jardín de Verano.

– Muy bien.

De vuelta a casa, encontró a Leo dormido en una silla, con las manos colgando y huellas de polvo en ellas, en el rostro empapado de sudor, en las cejas y en todo el cuerpo abandonado y fatigado. Le lavó la cara y le ayudó a desnudarse. Leo tuvo un acceso de tos.

Durante las dos noches siguientes, Leo y Kira discutieron con gran calor, pero al fin él cedió y prometió ir a ver a un médico el miércoles.

Vava Milovskaia tenía cita con Víctor el miércoles por la tarde. Pero después de comer, Víctor la llamó por teléfono para excusarse en tono impaciente; tenía algo urgente que hacer en el Instituto y no podía ir a verla. Durante las últimas semanas, tres veces había prometido encontrarse con ella, y luego, a última hora, se le habían presentado asuntos inaplazables que no le habían permitido ir. Pero a los oídos de Vava había llegado un nombre, y ella había empezado a sospechar.

Aquella tarde se vistió con esmero; ciñó su delgado talle con un cinturón de charol, se retocó levemente los labios con un nuevo carmín extranjero, se puso el brazalete extranjero de galalit negro, un sombrerito blanco, caprichosamente colocado sobre sus negros rizos, y dijo a su madre que iba a ver a Kira.

Al llegar al rellano, delante de la puerta de Kira, vaciló, y al pulsar la campanilla, su mano calzada con un guante blanco temblaba un poco.

Salió a abrirle la puerta el inquilino de al lado.

– ¿La ciudadana Argounova? Por ahí, camarada -dijo-. Tiene usted que atravesar la habitación de la Lavrova… Por esa puerta.

Resueltamente, Vava abrió la puerta sin llamar. Allí estaban juntos Víctor y Marisha, inclinados sobre el gramófono, que tocaba el Incendio de Moscú.

En la cara de Víctor asomó una cólera fría, pero Vava ni le miró siquiera. Levantó la cabeza y dijo a Marisha, en tono tan altivo y orgulloso cuanto se lo permitieron las lágrimas que trataba de contener:

– Perdón, ciudadana. Busco a la ciudadana Argounova.

Sorprendida y sin sospechar nada, Marisha le indicó la puerta del cuarto de Kira. Vava atravesó la sala con la cabeza muy erguida. Y Marisha no logró explicarse por qué Víctor se marchó con tal precipitación.

Kira no estaba, pero sí estaba Leo.

Kira había pasado un día inquieto. Leo le había prometido llamarla por teléfono a la oficina para comunicarle el diagnóstico del doctor. Pero no telefoneó, y las tres llamadas de Kira se quedaron sin respuesta.

Mientras volvía a casa se acordó de que era miércoles y tenía cita con Andrei. No podía hacerle aguardar toda la tarde. Pensó pasar por el Jardín de Verano y decirle que no podía quedarse.

Pero Andrei no estaba.

Kira miró arriba y abajo de la avenida oscura, miró entre los árboles y las sombras del jardín. Aguardó. Por dos veces, preguntó la hora al miliciano. Andrei no fue.

Cuando por fin se decidió a volver a casa, Kira había pasado una hora aguardando.

Cerraba con furia los puños, con las manos metidas en los bolsillos. No podía preocuparse por Andrei cuando tenía que pensar en Leo, en el doctor, en lo que éste habría dicho… Subió corriendo la escalera, atravesó como un rayo el cuarto de Marisha y abrió la puerta del suyo. Sobre el diván, Vava, que había dejado caer al suelo su traje blanco, estaba estrechamente abrazada a Leo, con los labios pegados a los de él.

Kira les miró seranamente, con una atónita interrogación en sus cejas levantadas.

Ellos se pusieron en pie. Leo apenas se tenía sobre sus piernas: había vuelto a beber, se tambaleaba, y a sus labios asomaba su amarga y despectiva sonrisa.

La cara de Vava era de un rojo oscuro, casi violáceo. Abrió la boca como si le faltase aire, pero de sus labios no salió ni una palabra. Luego, como nadie hablaba, prorrumpió en un grito:

– Te parece horrible, ¿no es verdad? También me lo parece a mí. ¡Es horrible, es una vileza! Pero no me importa. No me importa nada lo que hago. Ya no me importa nada. ¿Soy una cualquiera? Bueno; no soy la única. ¡Y no me importa! ¡No me importa! -y sollozando histéricamente huyó dando un portazo.

Los otros no se movieron. El sonrió sarcásticamente. -¡Adelante, habla!

– No tengo nada que decir -contestó Kira lentamente.

– Oye: vale más que te acostumbres. Incluso puedes acostumbrarte a no tenerme más. Porque no podrás tenerme, no podrás, durante mucho tiempo. -¿Qué ha dicho el doctor, Leo? El rió.

– Muchas cosas.

– ¿Qué tienes?

– Nada, absolutamente nada.

– ¡Leo!

– Nada grave -repuso él, tambaleándose-. Nada más que… la tisis.

– ¿Es usted su mujer? -preguntó el doctor. Kira vaciló; luego contestó:

– No.

– Ya comprendo -dijo el doctor. Y añadió-: Creo que tiene usted derecho a saberlo. El ciudadano Kovalensky está muy enfermo. Se trata de lo que llamamos tisis incipiente. Ahora puede detenerse. Pero dentro de pocas semanas sería demasiado tarde.

– Dentro de pocas semanas… ¿sería tísico?

– La tisis es una enfermedad muy grave, ciudadana; en la Rusia soviética es una enfermedad mortal. Hay que prevenirla a toda costa. Si se la deja empezar, luego es muy difícil detenerla.

– ¿Qué habría que hacer?

– Necesita descanso. Mucho descanso; sol, aire fresco, alimentación. Una alimentación humana. Debería pasar el invierno próximo en un sanatorio. Otro invierno en Petrogrado acabaría con él; tan seguro como si le fusilasen. Tiene usted que enviarle al Sur.

Kira no dijo nada, pero el doctor sonrió irónicamente, porque adivinaba su muda respuesta y se había dado cuenta del agujero que llevaba Kira en su zapato derecho.

– Si quiere usted a ese joven -dijo-, envíelo al Sur. Si tiene usted una posibilidad humana… o no humana… de hacerlo, hágalo.

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