Ayn Rand - Los que vivimos

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– Cien mil obreros murieron en la guerra civil. ¿Por qué no puede morir un aristócrata frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas?

Kira volvió a casa poco a poco, contemplando la oscura ciudad. Veía los relucientes pavimentos, hechos para millares de zapatos; veía los tranvías, hechos para que los hombres pudieran recorrer las calles más de prisa; veía las casas en que los hombres entraban furtivamente por las noches; los pasquines que proclamaban aquello de que los hombres vivían, aquello que los hombres soñaban, y se preguntó si alguno de aquellos miles de ojos que la rodeaban veía lo mismo que ella, y por qué había de ser ella sola quien lo viese.

– ¿Por qué?

En una cocina de un quinto piso, una mujer se inclina sobre una estufa y menea una maloliente pitanza en una cazuela, gimiendo de dolor de espalda y rascándose la cabeza con la cuchara.

¿Porqué?

A la esquina de un café, un hombre se apoya en un banco y levanta una copa rebosante de espuma. Y la espuma se vierte sobre su pantalón y cae al suelo, mientras él canta en voz ronca una alegre canción. -¿Por qué?

En una camita blanca, entre blancas sábanas manchadas, un niño duerme y lloriquea en sueños.

– ¿Por qué?

En el silencio de unos muros de piedra que dejan chorrear lentamente la humedad, una figura está arrodillada ante un Crucifijo dorado y levanta los brazos trémulos de exaltación y da con su frente contra la fría piedra del pavimento.

– ¿Por qué?

En medio del estrépito de máquinas que giran, entre destellos de acero y goteo de grasa hirviendo, unos hombres agitan sus fuertes brazos y se fatigan el torso de músculos duros y rojos, relucientes de sudor, para fabricar jabón.

¿Por qué?

En unos baños públicos hay unos calderos de cobre que despiden vapor, y unos cuerpos gelatinosos y encarnados se frotan con jabón, suspirando y refunfuñando mientras se esfuerzan en dejar limpia su espalda que humea y el agua sucia y jabonosa cae al suelo hasta la cañería de desagüe. Leo Kovalensky tenía que morir.

Capítulo diecisiete

Era su última esperanza y había que intentarlo. No dijo a Leo adonde iba. Escribió las señas de Andrei en un papel y lo escondió en uno de sus guantes. Era a última hora de la tarde, de modo que Andrei tenía que estar de vuelta del Instituto. Era una casa modesta en una calle modesta. La vieja patrona abrió la puerta con aire desconfiado; el camarada Taganov no recibía visitas femeninas. Pero no dijo nada y, arrastrando los pies, acompañó a Kira por un corredor. Se paró, le indicó una puerta, y se fue. Kira llamó.

– ¡Adelante! -contestó la voz de Andrei.

Ella entró.

Andrei estaba sentado en su escritorio; hizo ademán de levantarse, pero no se levantó en seguida. La miró un momento y luego, poco a poco, se levantó, tan poco a poco que ella se preguntó cuánto tiempo llevaba allí, en el umbral, mientras él se levantaba sin dejar de mirarla.

Luego dijo:

– Buenas tardes, Kira.

– Buenas tardes, Andrei.

– Quítese el abrigo.

Ella se sintió de pronto asustada, turbada, insegura; sintió desvanecerse toda la seguridad amarga y hostil que la había llevado hasta allí; pero le obedeció y se quitó el abrigo y el sombrero, que dejó encima de la cama. La habitación era grande y desnuda, con paredes encaladas, un camastro de hierro, un escritorio, una silla, una cómoda; pero ni un cuadro, ni una estampa; sólo libros, un mar de libros, papeles y periódicos, encima del escritorio, encima de la cómoda, por el suelo.

Andrei dijo:

– Hace frío esta tarde, ¿no es verdad?

– Sí; hace frío-contestó ella.

– Siéntese usted.

Kira se sentó junto al escritorio y él lo hizo encima de la cama, con las rodillas entre las manos. Ella hubiera querido que no la mirase de aquel modo, segundo tras segundo, minuto tras minuto. Pero él le preguntó con calma:

– ¿De dónde viene, Kira? Parece cansada.

– Lo estoy un poco. -¿Cómo va su empleo?

– Lo perdí.

– ¿Cómo?

– Reducción de personal.

– ¡Cuánto lo siento, Kira! Le buscaré otro.

– Gracias, pero no sé si lo necesitaré. ¿Cómo va su trabajo?

¿ La G. P. U.? He trabajado mucho. Registros, detenciones.

¿No me tiene usted miedo, verdad?

– No.

– No me gustan los registros.

– ¿Y las detenciones?

– Si son necesarias, no me importan.

Se callaron; luego ella dijo:

– Si le estorbo, Andrei, me marcharé.

– No, no se vaya. Por favor, no se vaya -intentó sonreír

– . ¿Estorbarme? ¿Por qué lo dice? Estoy… un poco confuso… mi cuarto… no merece recibir su visita.

– Oh, es una hermosa habitación. Grande, clara.

– ¿Ve usted? Estoy poco en casa, y cuando estoy apenas tengo tiempo para echarme encima de la cama, y ni siquiera sé qué hay a su alrededor.

– ¡Oh!

– ¿Cómo está su familia, Kira? ¿Su hermana Lidia?

– Bien, gracias.

– A menudo veo a su primo Víctor Dunaev en el Instituto. ¿Le gusta?

– No.

– A mí tampoco. Un nuevo silencio.

– Víctor se ha inscrito en el Partido.

– Yo voté contra él. Pero tenía muchos votos favorables.

– Me alegro de que votara usted en contra. Es el tipo de hombre del Partido que yo desprecio.

– ¿Qué tipo de hombre del Partido no desprecia usted, Kira?

– El suyo, Andrei. -Kira…

Iba a decir algo, pero se detuvo a la primera palabra. Ella le preguntó, resueltamente.

– ¿Qué he hecho, Andrei?

El la miró, frunció el entrecejo, apartó la mirada moviendo lentamente la cabeza.

– Nada.

Luego le preguntó, de pronto:

– ¿Por qué ha venido usted?

– ¡Hace tanto tiempo que no le veía, Andrei!

– Mañana hará dos meses.

– A menos que no me haya visto usted en el Instituto hace tres semanas.

– Sí; la vi a usted.

Kira aguardó, pero él no le dio ninguna explicación. Ella intentó no hacer caso y le habló en tono de súplica.

– He venido porque creía… porque pensaba que tal vez deseaba usted verme.

– No deseaba verla a usted.

Kira se levantó.

El le dijo: -No se marche usted, Kira.

– No comprendo, Andrei.

El la miraba de hito en hito; su voz era fría, áspera como un insulto.

– ¡No quiero que comprenda! ¡No quiero que sepa! Pero, si de veras quiere oír, oiga. He deseado no verla más. Porque…

Su voz parecía un latigazo.

– porque la quiero a usted.

Las manos de la joven cayeron abandonadas y sus nudillos golpearon la pared. El siguió diciendo:

– No diga usted nada. Ya sé lo que va a decir. ¡Yo mismo me lo he repetido tantas veces! Lo sé perfectamente. Pero es inútil. Sé que debería avergonzarme, pero no me avergüenzo; es inútil. Sé que usted me daba su simpatía y su confianza porque éramos amigos. Era hermoso y raro, y tiene el derecho de despreciarme.

Kira estaba erguida, junto a la pared, sin moverse ni pronunciar una palabra.

– Cuando ha entrado, pensé: "¡Dile que se vaya!" Pero sabía que si se hubiera usted marchado yo hubiera corrido detrás de usted; entonces pensé: "No diré ni una palabra", pero ya sabía que se lo habría confesado todo antes de que se marchara. La quiero. Y sé que me juzgaría con más indulgencia si le dijera que la odio.

Kira no dijo nada; permanecía apoyada en la pared con los ojos muy abiertos, y en ellos había, no compasión por él, sino una súplica de que se compadeciera de ella.

– ¿Tiene usted miedo? ¿Comprende ahora por qué no podía verla? Sabía lo que sentía usted por mí y lo que no sentiría jamás. Sabía lo que diría, cómo me miraría. ¿Cuándo empezó? No lo sé. Lo único que sé es que tiene que terminar, porque yo no puedo soportarlo más. ¡Verla, reír con usted, hablar del porvenir y de la humanidad y no estar pensando más que en el momento en que su mano tocará la mía, en la huella de sus pies en la arena, en la curva de su pecho, en su traje ondeando al viento! ¡Estar discutiendo con usted sobre el sentido de la vida y no pensar mientras tanto en otra cosa que en vislumbrar por el escote de su traje la raya de su pecho!

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