Ayn Rand - Los que vivimos
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Le sorprendió mentir con tanta facilidad.
A Andrei le había hablado de que su familia se estaba muriendo de hambre. No tuvo que pedir nada; él le dio todo su sueldo, rogándole que le dejara únicamente lo más indispensable para sus gastos. Ella no esperaba menos, pero le costó aceptar aquel dinero. Pero se acordó del camarada comisario, de que un aristócrata podía morirse de hambre frente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y se guardó la mayor parte del dinero con una sonrisa luminosa y dura a la vez.
No fue fácil convencer a Leo de que tenía que marchar; él dijo que no estaba dispuesto a hacerse mantener por ella ni por su tío; se lo dijo con ternura y se lo dijo con ira; fueron necesarias muchas horas y muchas noches para convencerle. -Leo… tu dinero o el mío… o el de quien sea… ¿qué importa? Tienes que vivir. Quiero que vivas. Ahora todavía podemos. Tú me quieres. ¿No me quieres bastante para vivir para mí? Ya lo sé que será penoso. Seis meses. Todo el invierno. Te echaré de menos. Pero podemos hacerlo… Te quiero, Leo, te quiero, te quiero… ¡Todavía podemos hacer tantas cosas!
Venció Kira, por fin.
El tren salía a las ocho y cuarto de la noche, y a las nueve Kira debía encontrar a Andrei. Le había pedido que la llevara a la inauguración de un nuevo salón de variedades. Leo permaneció silencioso desde que salió de su casa hasta que el coche llegó a la estación; ella subió al tren con él para ver la banqueta de madera en que tendría que pasar varias noches; le traía una almohada y una manta caliente. Luego bajaron y aguardaron junto al coche, sin saber qué decir. Cuando sonó el primer campanillazo, Leo habló:
– Por favor. Kira, no hagamos tonterías cuando salga el tren. Nada de agitar la mano, ni de correr detrás del tren, ni otras cosas de este género. -No, Leo.
Kira miraba un anuncio pegado a una pilastra de hierro. Era un anuncio en el que se prometía una gran orquesta, fox-trots extranjeros y deliciosos manjares en el local que se iba a inaugurar aquella noche a las nueve. Y maravillada, atónita, un poco asustada, como si por primera vez se diera cuenta, dijo:
– Esta noche a las nueve, Leo, ya no estarás aquí.
– No; no estaré. Sonó el tercer campanillazo.
El la cogió rudamente y tomó sus labios en un largo beso que la dejó sin aliento, mientras se oía el agudo silbido de la locomotora. Murmuró junto a sus labios:
– ¡Kira… mi único amor… te quiero… te quiero tanto! Y subió al estribo mientras el tren se ponía en marcha, desapareció y no se asomó a la ventanilla.
Ella se quedó inmóvil, oyó el ruido de las cadenas de hierro que se arrastraban, el estridor de las ruedas sobre los rieles, el jadeo de la locomotora, cada vez más lejano; vio subir lentamente el blanco humo bajo la armadura de acero del techo de la estación. De pronto pasaron por delante de ella los cuadros amarillos de las ventanillas. La estación olía a desinfectante. Una bandera roja descolorida colgaba de una viga de hierro. Las ventanillas corrían cada vez más de prisa, confundiéndose en una cinta de luz amarilla. No había más que acero, vapor y humo, y, debajo de un arco, muy lejos, un pedazo de cielo negro como un abismo.
De pronto Kira comprendió que el tren corría, que Leo iba en él y que el tren se estaba alejando de ella. Y algo más fuerte que el terror, algo inmenso, inconmensurable, algo que no era un sentimiento humano, se apoderó de ella. Echó a correr. Se cogió a una agarradera. Quería detener el tren; algo enorme e implacable se movía por encima de ella; hubiera debido detenerlo, pero no podía. Se sentía proyectaba hacia adelante; estuvo a punto de caerse, de rodar por el andén. Un robusto soldado que llevaba un gorro caqui, en el que campeaba una estrella roja, la cogió por los hombros, la hizo soltar la agarradera y la arrojó lejos del tren, dándole un codazo en el pecho. Y luego le chilló: -¿Qué está usted haciendo, ciudadana?
Segunda parte
Capítulo primero
Había sido San Petersburgo; la guerra hizo de él Petrogrado; la Revolución, Leningrado.
Era una ciudad de piedra, y los que la habitan no piensan en ella como en una ciudad erigida sobre un suelo verde, con piedras ordenadas unas encima de otras, sino en una inmensa roca viva socavada en la que se hubieran practicado casas, calles y puentes, llevando luego la tierra a grandes paletadas y echándola para que se mezclase con la piedra y evocase a la memoria el mundo viviente que existe más allá. Sus árboles son exóticos: unos extranjeros enfermos de nostalgia en un clima de granito, desolados y super-fluos. Sus jardines son concesiones hechas de mala gana a la naturaleza. En primavera, algún "diente de león" aislado levanta su cabeza de vivo color amarillo a través de las piedras de los diques, y los hombres sonríen ante él, incrédulos y condescendientes como ante las impertinencias de un niño. La primavera de Petrogrado no surge del suelo; sus primeras violetas, sus tulipanes tan encarnados, sus jacintos tan azules, florecen en las manos de los hombres, por las esquinas de las calles.
Petrogrado no nació; fue creado. La voluntad de un hombre lo hizo surgir en un lugar donde los hombres no hubieran pensado nunca establecer una vivienda. Un emperador inexorable impuso la creación de la ciudad y designó el punto en que debía elevarse. Los hombres llevaron la tierra para colmar un pantano, donde sólo se movían los mosquitos. Y, como mosquitos, los hombres fueron muriendo y cayendo en el lodo mismo en que hormigueaban. Ninguna mano voluntaria contribuyó a la construcción de la nueva capital; surgió del trabajo de millares de soldados, de regimientos que recibían órdenes y que no podían negarse a hacer frente a un enemigo mortal, el pantano o el fusil. Fueron cayendo, y la tierra que habían llevado fue formando, al mezclarse con sus mismos huesos, el suelo de la ciudad. Petrogrado, como dicen sus habitantes, está cimentado en esqueletos. Petrogrado no tiene prisa. No es una ciudad perezosa, pero sí lenta y graciosa como conviene al abierto horizonte de sus anchas calles. Es como una ciudad que se tendiese voluptuosamente, con los brazos abiertos, por entre pantanos y pinares. Sus calles son campos empedrados; sus calles son anchas como los afluentes del Neva, el río más ancho que jamás haya atravesado una gran ciudad.
En la Nevsky, la principal avenida de la capital, las casas fueron construidas por las generaciones pasadas con destino a las futuras. Son sólidas e inmutables como fortalezas y, como en las fortalezas, las paredes son gruesas y las ventanas parecen hileras de nichos profundos que corren a lo largo de espaciosas aceras de granito rojo oscuro. Del pie del monumento de Alejandro III, un enorme hombre gris sobre un caballo, también gris, salen argentados rieles que se prolongan, en línea recta, hasta el lejano Palacio del Almirantazgo, cuyas blancas columnas y fino campanario dorado se elevan como una corona y un símbolo; el símbolo de la Nevsky. Las alturas de ésta, en línea quebrada, eterna e inmutable, parecen una cadena de montañas en la que cada torre, cada balcón, cada gárgola que se proyecta sobre la calle representan una imagen sin edad de una fisonomía de helada piedra. Una cruz dorada, sobre una cúpula dorada también, se eleva a las nubes, a la mitad de la avenida, sobre el palacio Aninchkovsky, un liso cilindro rojo cortado por desnudas ventanas grises. Y más hacia abajo, pasado el palacio, un carro recorta sobre el cielo las negras cabezas de sus caballos encabritados, con sus cascos levantados sobre el paseo, en lo alto de la majestuosa columna del teatro Alexandrinsky. El palacio parece un cuartel, y el teatro parece un palacio.
A sus pies, la Nevsky queda cortada por un río y por las arcadas de un puente tendido sobre sus aguas turbias y fangosas de color tinta.
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