Ayn Rand - Los que vivimos
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– Sasha, está usted jugando a un juego muy peligroso. El no contestó. Contempló los viejos tejados de la ciudad, que se destacaban sobre un cielo lechoso y azulado.
– El pueblo ha querido ya muchas víctimas… como usted -prosiguió Kira.
– Rusia tiene una larga historia revolucionaria -dijo el joven- y ellos lo saben. Incluso lo enseñan en las escuelas, pero ahora creen que se terminó ya. Y no es cierto. No hace más que empezar. Y nunca han faltado hombres que despreciasen el peligro. En tiempo de los zares y siempre.
Kira se detuvo, le miró en la oscuridad, y desesperadamente, olvidando que no hacía más que unas horas que le había conocido, murmuró:
– ¡Oh, Sasha! ¿acaso todo ello vale la pena del peligro a que se expone?
– El la dominaba con su alta estatura, y sonreía levemente, por encima del cuello de su gabán, y de su viejo sombrero se escapaban rubios mechones de pelo.
– No tiene que preocuparse, Kira. Ni Irina tampoco. No hay peligro. No me cogerán. No creo que me cojan en mucho tiempo.
Por la mañana Kira tenía que ir a su trabajo.
Había insistido en trabajar, y Andrei le había buscado un empleo. Había tenido que sufrir un examen, y la habían nombrado guía en el Museo de la Revolución. Su trabajo consistía en aguardar las llamadas del "Centro de Excursiones y Visitas". Cuando la llamaban corría al Museo y guiaba a un grupo de personas atónitas a través de las salas de lo que en otro tiempo fuera el Palacio de Invierno. Le daban unos cuantos rublos por visita, pero este trabajo le confería la consideración de funcionaría soviética a los ojos del Upravdom de su casa, y esto le evitaba el tener que pagar un alquiler exorbitante y el pasar por una burguesa. Durante la mañana había telefoneado a la estación Nikolaevsky; no se esperaba el tren de Crimea hasta muy entrada la tarde. Luego la llamaron del Centro de Excursiones, y tuvo que ir. En las salas del Palacio de Invierno había descoloridas fotografías de los jefes de la Revolución, proclamas amarillas, mapas, diagramas, maquetas de cárceles zaristas, fusiles herrumbrosos, trozos de cadena de deportados… Treinta obreros aguardaban en el vestíbulo del Palacio a la "camarada guía". Estaban de vacaciones, pero su Centro educativo había combinado la visita y ellos no podían dejar de atender a las indicaciones que se les hacían. Respetuosamente se quitaron la gorra y siguieron a Kira, arrastrando tímidamente los pies, escuchándola atentamente y rascándose la nuca, con la boca abierta.
– … y esta fotografía, camaradas, fue tomada poco antes de la ejecución. Le ahorcaron por haber asesinado a un tirano, uno de los pajes del zar. Este fue el fin de otra víctima en el áspero camino de la Revolución obrera y campesina… y este diagrama, camaradas, nos da una clara visión de los movimientos de huelga en la Rusia de los zares. Fijaos en que la curva roja decrece rápidamente a partir del año 1925.
Kira recitaba la lección mecánicamente, con monotonía. Ya ni se daba cuenta de lo que decía. Para ella, sus palabras no eran más que una sucesión de sonidos aprendidos de memoria, cada uno de los cuales parecía arrastrar al siguiente, automáticamente, sin que la voluntad tuviera que intervenir para nada. Kira no sabía lo que decía; sabía sólo que su mano se levantaría en el momento oportuno señalando el grabado adecuado; sabía perfectamente a qué momento de su discurso la mancha gris e impersonal de sus oyentes se echaría a reír, y cuándo se estremecería con un murmullo de sorda indignación; sabía que ellos estaban deseando que terminase cuanto antes, mientras que el Centro de Excursiones y Visitas, por el contrario, quería que la conferencia fuera lo más detallada y lo más larga posible.
– … y ésta, camaradas, es la auténtica carroza en que iba Alejandro III el día que le asesinaron. La parte posterior fue destruida por la bomba arrojada por…
Pero Kira estaba pensando en el tren de Crimea: tal vez habría llegado; tal vez aquella habitación que ella había odiado se había convertido ya en un santuario.
– Camarada guía, ¿podría usted decirme si Alejandro III estaba pagado por el imperialismo internacional…?
Cuando regresó a casa, la habitación estaba vacía. -No -dijo Marisha-, no ha llegado.
– No -contestó al teléfono una voz ronca-, el tren no llegó todavía-. ¿Es otra vez usted, ciudadana? ¿Qué le pasa? Los trenes no circulan para su comodidad personal. No le esperamos hasta esta noche.
Kira se quitó el abrigo, levantó la mano, y miró la hora en su reloj de pulsera. La mano se detuvo en el aire; Kira se acordó de quién se lo había regalado. Se quitó la pulsera y la guardó en un cajón. Se acurrucó en un gran sillón junto a la ventana e intentó leer el periódico. Pero no tardó en dejarlo caer al suelo, y permaneció quieta, con la cabeza inclinada sobre el hombro y los cabellos caídos sobre el brazo.
Una hora más tarde oyó pasos al otro lado de la puerta y ésta se abrió sin que nadie llamase. Lo primero que vio fue una maleta polvorienta, y luego la sonrisa, los labios plegados hacia abajo, abiertos sobre una dentadura blanquísima, en una cara bronceada por el sol. Kira se quedó inmóvil, cubriéndose la boca con el dorso de la mano.
– ¡Hola, Kira! -dijo Leo.
Ella no le besó; sus manos cayeron sobre los hombros del joven y fueron deslizándose a lo largo de sus brazos, mientras en las puntas de los dedos se concentraba toda la fuerza de su cuerpo; de pronto se inclinó y su rostro resbaló a lo largo del pecho de Leo, rozando su vestido; y cuando él intentó levantarle la cabeza, su boca se hundió desesperadamente en la mano de él; sus hombros se agitaron y prorrumpió en histéricos sollozos.
– ¡Kira, loquilla!
El reía por lo bajo, y sus dedos acariciaban sus cabellos, con un ligero temblor. La levantó entre sus brazos y la llevó al sillón, se sentó y la acomodó sobre sus rodillas, obligándole a besarle. -¡Esta es aquella Kira tan valiente que no llora nunca! ¡Pero si tendrías que estar contenta de verme, Kira…, déjalo, Kira… tontuela mía… querida… querida mía…!
Kira intentó levantarse:
– Quítate el abrigo, Leo, y…
– Estáte quieta.
El la estrechaba contra sí y ella se echaba hacia atrás, sintiéndose de pronto sin fuerzas para levantar los brazos ni moverse; como si no tuviera voluntad ni músculos, débil y abandonada bajo las manos de él. Y aquella Kira que despreciaba la femineidad sonrió tiernamente, radiante, confiada, con la sonrisa de una mujer, con la sonrisa de un niño atónito y maravillado, con los ojos empañados por las lágrimas.
Leo la miraba bajando los párpados, y su mirada era insultante, dejando al descubierto la comprensión de su poder; una mirada más voluptuosa que la caricia de un amante. Luego se volvió y preguntó: -¿Te costó mucho pasar este invierno?
– Un poco. Pero vale más no hablar. Ya pasó. ¿Ya no toses, Leo?
– No.
– ¿Y te encuentras bien? ¿Con ánimos de vivir?
– Me encuentro bien; sí. En cuanto a los ánimos de vivir… Se encogió de hombros; su cara era bronceada, sus brazos fuertes, sus mejillas ya no estaban hundidas; pero Kira observó en sus ojos algo que no se había curado, algo que tal vez estaba más allá de todos los tratamientos.
– Leo, ¿no pasó ya lo peor? ¿No vamos a empezar de nuevo…?
– ¿A empezar con qué? No te traigo nada; sólo un cuerpo sano.
– ¿Qué más puedo desear?
– Nada más que un gigoló.
– ¡Leo!
– ¿Qué? ¿Acaso no lo soy?
– ¿Ya no me quieres, Leo?
– Sí te quiero, te quiero demasiado. Quisiera no amarte. ¡Entonces sería tan fácil! Pero amar a una mujer y verla arrastrarse en este infierno que llamaban vida sin poder ayudarla, sino, por el contrario, hacerse ayudar por ella, cuando ya le es tan difícil procurar por sí misma… ¿te parece que he de bendecir esta salud que me has devuelto? La odio porque me la has devuelto tú, y porque te amo…
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