Ayn Rand - Los que vivimos
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– No; no lo he leído.
– Verdaderamente delicioso. ¡Una profundidad de emoción! Y, sin embargo, ¡tan completamente moderno… tan esencialmente moderno! Hay unos versos sobre… ¿cómo dice? Sobre "mi corazón que es como el amianto y permanece frío en la ardiente hoguera de mis emocioTies", o algo parecido… Es realmente soberbio.
– He de reconocer que no he seguido a los nuevos poetas. -Se lo traeré, Leo. Sé que lo comprenderá usted y que le gustará. Y estoy segura de que también Kira Argounova lo encontrará muy hermoso.
– Gracias -dijo Kira-, pero nunca leo poesías.
– ¿De veras? ¡Qué raro! Pero sin duda le gustará la música.
– Los fox-trots -dijo Kira.
– ¿De veras? -y Antonina Pavlovna sonrió con condescendencia.
Cuando sonreía, su barbilla avanzaba todavía más, en la misma medida en que retrocedía su frente; se le entornaban los ojos como si fuera miope y los labios se abrían lentamente, como independientemente de su voluntad.
– A propósito de música -dijo volviéndose de nuevo hacia Leo, -hay otro punto interesante en mi programa invernal. He logrado que Koko me prometiera un palco para todos los conciertos de la Filarmónica del Estado. ¡Pobre Koko! En el fondo es realmente un artista, pero temo que su desgraciada educación primaria no le puso en condiciones de apreciar la música sinfónica. Probablemente estaré sola en mi palco. A menos que quisiera usted compartirlo conmigo, Leo… y usted también, naturalmente, Kira Alexandrovna.
Sonrió a Kira y se volvió de nuevo a mirar a Leo.
– Gracias, Tonia -dijo éste sonriendo-, pero temo que no tendremos mucho tiempo disponible este invierno.
– Leo, querido -y abrió los brazos en un amplio gesto de simpatía-, ¿cree usted que no me hago cargo? Su posición financiera es… ¡ah!, estos tiempos no son para hombres como usted. Pero aun así, no hay que desanimarse. Con mis relaciones… Koko no puede negarme nada. Sintió mucho verme partir a Crimea, ¡y me echó tanto de menos! No pueden creer lo contento que se puso al volver a verme. No me querría más si fuera mi marido: seguro que ni siquiera me querría tanto. El matrimonio es un prejuicio pasado de moda… ya lo sabe usted… -y sonrió a Kira.
– Estoy seguro de que Crimea ha contribuido mucho a su salud -se apresuró a decir fríamente Leo.
– ¡Ah! No hay nada en Rusia comparable a aquello. ¡Cielo de terciopelo, estrellas de brillantes, el mar, aquel divino claro de luna…! ¿Sabe usted? Siempre me extrañó que pudiera usted permanecer tan indiferente a aquel mágico encanto. Le creí antirromántico. Naturalmente, ahora comprendo la razón.
Miró rápidamente a Kira. La mirada se le heló como si los ojos de Kira la hubieran recogido y sujetado. Luego los labios de Antonina Pavlovna se entreabrieron en una fría sonrisa y se volvió suspirando.
– Ustedes, los hombres, son unas criaturas muy raras. El comprenderles es una verdadera ciencia y constituye el primer deber de una mujer. Por mi parte la he aprendido en la más amarga escuela de la experiencia -y suspiró profundamente, encogiéndose de hombros-. He conocido a los heroicos oficiales del Ejército Blanco, he conocido a feroces y brutales comisarios… -y rió con una risa estridente-. Lo confieso abiertamente. Y ¿por qué no? Todos nosotros somos modernos. He conocido a muchas personas que no me han comprendido. Pero no me importa: se lo perdono. Ya saben ustedes: Noblesse oblige.
Mientras hablaban, Kira se había sentado en el brazo de un sillón, contemplando los tacones de sus viejas zapatillas y estudiándose las uñas. El cielo, al otro lado de las ventanas, era ya oscuro cuando Antonina Pavlovna miró su reloj de pulsera montado en brillantes y agitó sus cortas manos.
– ¡Oh, qué tarde es ya! Ha sido tan delicioso que no me di cuenta de cómo pasó el tiempo. Tengo que correr a casa. Koko estará probablemente preocupado por mí. ¡Pobre Koko! Abrió su bolso, sacó un espejito y, sosteniéndolo delicadamente entre sus dedos se estudió cuidadosamente la cara, entornando los ojos. Tomó un frasquito escarlata con un pincelito y se pintó una mancha roja en los labios.
– Es algo delicioso -explicó enseñando el frasquito a Kira-, infinitamente mejor que todos los lápices. Veo que no emplea usted mucho colorete, Kira Argounova. Pero se lo recomiendo. De mujer a mujer, le diré que no hay que descuidar nunca el aspecto exterior… especialmente… -rió con aire amistoso y confidencial- cuando se tiene una propiedad tan valiosa.
– Gracias -dijo Kira-, agradezco su interés.
Ya en la puerta, Antonina Pavlovna se dirigió a Leo. -No se preocupe usted por este invierno, Leo. Con mis relaciones… Koko, naturalmente, conoce a los principales… me daría miedo murmurar los nombres de las personas que conoce. Y, naturalmente… yo hago de Koko cuanto quiero. Tiene usted que conocerle, Leo. Podremos hacer mucho por usted. Ha de procurar que un magnífico joven como usted no se pierda en este pantano soviético.
– Gracias, Tonia, aprecio su oferta, pero espero que no me hallaré por completo sin recursos.
– ¿A qué se dedica exactamente? -preguntó Kira.
– ¿Quién? ¿Koko? Es subdirector del Trust de la Alimentación… oficialmente… -y Antonina Pavlovna guiñó misteriosamente un ojo, con una leve sonrisa, al mismo tiempo que bajaba la voz; luego, agitando una mano adornada por un brillante que lanzó vivos destellos a la luz de la bombilla eléctrica, añadió-: Au revoir, mes antis. No tardaremos en vernos.
Mientras volvía a poner la cadena a la puerta, Kira murmuró: -Estoy estupefacta, Leo.
– ¿De qué?
– De que hayas podido trabar relación con una…
– Yo no he criticado nunca a tus amigos.
En aquel momento atravesaban la habitación de Marisha; ésta, que se hallaba junto a la ventana, levantó la cabeza y miró a Leo con curiosidad, asombrada ante el tono de su voz.
Leo cerró tras sí, rudamente, la puerta de su habitación, y observó:
– Por lo menos, hubieras podido ser cortés con ella.
– ¿Qué quieres decir?
– Que hubieras podido decir algo de vez en cuando.
– No vino para oírme hablar.
– Yo no la invité. Ni es amiga mía. No tienes por qué ponerte trágica.
– Pero, Leo, ¿dónde la conociste?
– Estaba en el mismo sanatorio que yo, y casualmente tenía libros extranjeros. Lo cual resulta muy atractivo, cuando no se tiene otra distracción que pasarse los días leyendo esas porquerías soviéticas. Ahí tienes cómo nos conocimos. ¿Qué mal hay en ello?
– Pero, Leo, ¿no ves qué es lo que busca?
– Claro está que lo veo, pero ¿temes que lo logre?
– ¡Leo!
– Entonces, ¿por qué no podemos hablar de ello? Es una tonta inofensiva que quiere que la tomen por alguien. Y realmente tiene muchas relaciones.
– ¡Pero apoyarse en un tipo semejante!
– ¡No es peor que toda esa gentuza roja que hay que conocer en estos tiempos! Y por lo menos ella no es roja.
– Bien, como te parezca.
– Olvídala, Kira. No volverá.
Le sonreía, de pronto, afectuosamente, con ojos brillantes, como si no hubiera ocurrido nada, alegre e irresistible, y ella se sentó y, apoyando las manos en sus hombros, murmuró:
– ¿No ves, Leo? Sólo es porque nadie parecido debe atreverse ni siquiera a mirarte.
– Déjale que mire. No puede hacerme ningún mal -dijo él, golpeándole ligeramente la mejilla.
Leo había dicho:
– Escribe en seguida a tu tío de Budapest; dale las gracias y dile que no envíe más dinero. Ya estoy bien. Lucharemos solos. He tomado nota de la cantidad exacta que tú me has enviado, y supongo que tú, por tu parte, habrás anotado, como te dije, lo que has gastado aquí. Ahora tenemos que empezar a devolver esa suma. Si tiene paciencia… porque sólo Dios sabe cuánto tardaremos.
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