Ayn Rand - Los que vivimos
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– Víctor es un joven excepcional. Es el muchacho más brillante que he visto en mi vida. No te negaré que alguna vez no somos de la misma opinión, pero esto se debe a que él es joven y no comprende ciertas cosas. Acuérdate de mis palabras: Víctor llegará a ser un gran hombre.
– E Irina será una artista famosa, tío Vasili. -¿Has leído los periódicos de esta mañana, Kira? Fíjate en lo que hace Inglaterra, dentro de uno o dos meses. Un grueso individuo con una gorra de nutria se había detenido y contemplaba atentamente el reloj, con ojos de persona competente.
– Te doy cincuenta millones por él, ciudadano -dijo brevemente, señalando el reloj con un corto dedo embutido en un guante de piel.
La cifra no habría bastado para comprar diez libras de pan. Vasili Ivanovitch dudó: miró pensativamente al cielo que iba enrojeciendo por encima de las casas, la larga línea de sombras en las aceras, sombras de personas que miraban insistentemente, con desesperación a los transeúntes. -Está bien -murmuró.
– Pero, ciudadano -Kira se volvió hacia el comprador con voz irritada y áspera de ama de casa-, ¿cincuenta millones? ¡Pero si acabo de ofrecerle sesenta y no me lo ha querido vender! Iba a ofrecerle…
– Setenta y cinco y me lo llevo en el acto -dijo el extranjero. Vasili Ivanovitch, cuidadosamente, contó los billetes, pero no siguió con la mirada al reloj que desaparecía en medio del gentío, oscilando contra una robusta cadera. Miró a Kira. -Pero, hija mía, ¿dónde has aprendido estas cosas? Kira rió:
– Se aprende todo lo que hay que aprender. Luego se separaron. Vasili Ivanovitch corrió a su casa. Kira prosiguió su camino en busca de la cartera que deseaba comprar. Vasili Ivanovitch iba a pie para ahorrar el dinero del tranvía. Oscurecía. La nieve caía lentamente, sin cesar, como si se guardase las fuerzas para una larga carrera; a lo largo de las aceras se levantaba una espesa niebla blanca.
En un esquina, unos ojos se fijaron en Vasili Ivanovitch, a la altura de su pecho; los ojos brillaban en una cara joven, bien afeitada; pero las piernas del cuerpo a que pertenecían aquellos ojos parecían haber caído fuera de la acera, desde más arriba de la rodilla. Vasili Ivanovitch tuvo que hacer un esfuerzo para comprender que aquel cuerpo no tenía piernas, sino que terminaba en dos muñones envueltos en sucios trapos que reposaban sobre la nieve. El resto del cuerpo llevaba la limpia y remendada guerrera de oficial del Ejército Imperial; una de las mangas estaba vacía, y de la otra salía una mano que tendía en silencio un periódico a la altura de los ojos de la gente. En un ojal de la guerrera Vasili Ivanovitch observó una estrecha cinta negra y anaranjada, el distintivo de la cruz de San Jorge.
Vasili Ivanovitch se detuvo y compró el periódico; costaba cincuenta mil rublos y él pagó con un billete de un millón. -Lo siento, ciudadano -dijo el oficial con voz suave y cortés-, no tengo cambio.
Vasili Ivanovitch balbució hurañamente: -Guárdelo, y todavía seré yo su deudor. Y apretó el paso sin volver la cabeza.
Kira asistía a una lección en el Instituto. El aula no tenía calefacción; los estudiantes conservaban sus gabanes y sus guantes de lana; los jóvenes estaban sentados por el suelo en los pasillos; el aula estaba llena hasta rebosar.
Una mano abrió con cuidado la puerta, y apareció una cabeza de hombre que echó una ojeada a la cátedra. Kira reconoció la cicatriz en la sien derecha. Se trataba de una clase de primer curso, y aquel hombre estudiaba otra cosa. Debería haber entrado en el aula por equivocación. Estaba a punto de marcharse cuando vio a Kira. Entró, cerró la puerta sin hacer ruido y se quitó la gorra. Kira lo observaba con el rabillo del ojo. En el corredor, junto a la puerta, había sitio, pero él se acercó silenciosamente hacia donde estaba Kira y se sentó en la grada a sus pies. No pudo resistir la tentación de mirarle. El la saludó con una muda inclinación, insinuando levemente una sonrisa, y volvió a dedicar su atención a lo que se estaba explicando en cátedra. Estaba sentado, inmóvil, con las piernas cruzadas y una mano sobre la rodilla. La mano parecía hecha de huesos, piel y nervios. Kira se fijó en lo descarnado de sus mejillas, en lo cortante de sus pómulos. Su chaqueta era más militar que un cañón, más comunista que una bandera roja. El no volvió a mirarla ni una sola vez.
Una vez terminada la lección, cuando una multitud de pies impacientes se precipitó a los pasillos, él se levantó, pero no se dio prisa en llegar a la puerta. -¿Cómo está usted hoy? -preguntó a Kira.
– ¿Cómo estoy? -contestó ella, sorprendida-. ¿Desde cuándo hay comunistas conscientes que pierden el tiempo asistiendo a clases que no necesitan?
– Los comunistas conscientes son curiosos. No les duele investigar lo que no comprenden.
– He oído decir que no les faltan medios para satisfacer su curiosidad.
– No siempre quieren emplearlos -contestó él con calma-. A veces necesitan hacer algún descubrimiento por sí mismos.
– ¿En interés propio o para el Partido? -Quizá para los dos, pero no siempre.
Habían salido del aula y andaban juntos por el corredor; una mano robusta dio una palmada en el hombro de Kira y a sus oídos llegó una carcajada demasiado sonora.
– Bien, bien, bien -le gritó a la cara la camarada Sonia-, ¡qué sorpresa! ¿No té avergüenzas de ti misma? ¿Vas con el camarada Taganov, el comunista más rojo que existe?
– ¿Temes que le descarríe, camarada Sonia?
– ¿A él? No hay esperanza, muchacha, no hay esperanza. Hasta luego, tengo que correr; a las cuatro tengo tres reuniones y he prometido asistir a las tres.
Las cortas piernas de la camarada Sonia se precipitaron por el vestíbulo, mientras su brazo hacía oscilar una cartera que pesaba más que una mochila.
– ¿Va usted a su casa, camarada Argounova? -preguntó él.
– Sí, camarada Taganov.
– ¿Tendría inconveniente en comprometerse dejándose ver con un comunista tan rojo como yo?
– En absoluto, siempre que su reputación no sufra de que le vean con una señora tan blanca como yo.
Fuera, la nieve se derretía en barro bajo las frecuentes pisadas presurosas, y el barro se helaba luego en duros montones desiguales. El tomó el brazo de Kira. La miró con una silenciosa petición de su consentimiento. Ella contestó oprimiendo con sus dedos la chaqueta de cuero del joven. Anduvieron un rato en silencio. Luego ella le miró y sonrió; dijo:
– Yo creía que los comunistas no hacen nunca más que lo que deben hacer, y que nunca quieren hacer otra cosa. -Es raro -sonrió él a su vez-. Debo de ser un mal comunista, porque esta vez no he hecho más que lo que deseaba hacer. -¿Su deber revolucionario?
– No hay deber. Si se sabe que una cosa es justa se siente el deseo de hacerla. Si no se siente este deseo es porque no es justa. Y si es justa y no suscita en nosotros ningún interés, ello significa que no sabemos qué es la justicia. Y entonces uno no es un hombre.
– ¿Nunca ha deseado usted una cosa sin pensar si era justa o no? ¿Sin otra razón que… el deseo mismo?
– Ciertamente. Esta ha sido siempre mi única razón. Nunca he deseado nada que no sirviese mi causa. Porque, ¿sabe usted?, se trata de mi causa.
– ¿Y su causa es renunciar a su personalidad para el bien de millones de hombres?
– Para conducir a esos millones de hombres adonde yo deseo que vayan… por mí mismo.
– Y cuando cree que una cosa está bien, ¿la hace usted siempre?
– Ya sé lo que va a decir. Lo que dicen la mayor parte de nuestros enemigos. Porque vosotros admiráis nuestros ideales, pero odiáis nuestros métodos.
– Al revés: odio vuestros ideales, y admiro vuestros métodos. Si uno cree tener razón, no debe aguardar a convencer a millones de estúpidos. Puede obligarles. Lo que no sé es si llegaría a incluir entre mis métodos el derramamiento de sangre.
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