Ayn Rand - Los que vivimos
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– ¿Por qué no? Cualquiera puede sacrificar su vida por un ideal. Pero ¿cuántos conocen una devoción que llegue hasta hacerles capaces de sacrificar la vida de otro? Es algo horrible, ¿verdad?
– Absolutamente. Admirable… si tenéis razón. Pero ¿la tenéis?
– ¿Por qué odia usted nuestros ideales?
– A causa de una razón importante, principal y eterna, por muy bello que sea el paraíso que vuestro Partido promete a la Huma nidad. ¿Qué pueden ser vuestros ideales si hay uno que no podéis evitar, sino que sale a la superficie como un veneno mortal capaz de convertir en infierno horrible todos vuestros paraísos, ese ideal vuestro que quiere que el hombre viva para el Estado?
– ¿Acaso puede vivirse para un ideal más alto que éste?
– No lo sabéis -y la voz de Kira se estremeció súbitamente en una súplica apasionada, imposible de ocultar-. ¿Ignoráis que en los mejores de nosotros hay cosas que ninguna mano extraña puede atreverse a tocar? ¿Cosas sagradas, por la misma razón -y no por otra- que de ellas puede decirse: "esto es mío"? ¿No sabéis que los mejores de nosotros, los que merecen vivir, viven únicamente para sí mismos? ¿Ignora usted que en cada uno de nosotros hay algo que no puede tocar ningún Estado, ninguna colectividad, ningún número de millones de hombres?
– No lo sé.
– Camarada Taganov -murmuró Kira-, ¡cuánto tiene usted que aprender todavía!
El la miró en la sombra quieta de una sonrisa y le dio una palmada en la mano como a una chiquilla.
– ¿No comprende usted -preguntó- que no podemos sacrificar a los millones para el bien de unos pocos?
– Sí pueden hacerlo, y tienen que hacerlo, cuando estos pocos son los mejores. Niegan a los mejores el derecho a llegar a las palancas de mando, y luego no les quedará ninguno de ellos. ¿Qué son vuestras masas, sino barro que merece que lo pisen, combustible que hay que quemar? ¿Qué es el pueblo sino millones de pequeñas almas desoladas que no tienen pensamientos propios, ni sueños profundos, ni voluntad propia? ¿Y para éstos hay que sacrificar a los pocos que conocen la vida… que son la vida? Odio vuestros ideales, porque no onozco peor justicia que la justicia para todos. Porque los hombres no han nacido iguales, y no sé por qué hay que querer que lo sean. Y porque odio a la mayor parte de ellos.
– Así me gusta. Lo mismo pienso yo.
– Entonces…
– Pero yo no conozco el placer de odiar. Prefiero intentar dignificar a los que no son dignos, subirlos a mi nivel. Usted sería una espléndida combatiente… por su lado.
– Creo que ya sabe que no podré serlo nunca.
– Quizá. Pero dígame: ¿por qué no lucha contra nosotros?
_ Porque tengo con vosotros menos cosas en común que vuestros enemigos. Yo no quiero luchar por el pueblo ni quiero luchar contra el pueblo. Quiero que me dejen sola… vivir.
_ ¿No es ése un raro deseo?
_ ¿Sí? ¿Y qué es vuestro Estado sino una necesidad y una conveniencia para un gran número de personas, como lo son la luz eléctrica y las cañerías del agua? ¿Y no sería un poco triste decir que los hombres tienen que vivir para estas cosas que les son necesarias, y no que estas cosas deben existir sólo para los hombres?
– Pero si se estropean, ¿no sería también algo triste quedarse quietos, sin hacer ningún esfuerzo para repararlas?
– Le deseo mucha suerte, camarada Taganov. Espero que cuando las vea rojas de su propia sangre, seguirá pensando todavía que valía la pena repararlas.
– Esto no me asusta. Lo que me asusta es que los tiempos que vivimos pueden traer a una mujer como usted.
– ¿De modo que se da usted cuenta de lo que son sus tiempos?
– Todos nos damos cuenta. No estamos ciegos. Sé que esto es quizás un infierno y, sin embargo, si pudiera elegir, preferiría nacer cuando nací y vivir los días que estoy viviendo, porque ahora no permanecemos inertes soñando, ni nos lamentamos, ni nos consumimos en deseos. Ahora actuamos, trabajamos, construimos.
– Si su causa vence, camarada Taganov, espero que vea usted su éxito.
– Y cuando lo vea espero que no habrá exigido de usted un precio demasiado caro, camarada Argounova. Se miraron y rieron.
A Kira le gustaba el ruido de sus pasos junto a ella, pasos seguros, sin precipitación; le gustaba asimismo oír la voz que armonizaba con los pasos. El había estado en el Ejército Rojo. Ella pensaba con rabia en las batallas en que había combatido, pero sonreía con admiración ante su cicatriz en la sien. El sonreía irónicamente oyendo la historia de las fábricas perdidas de los Argounov, pero se preocupaba al ver lo viejos que estaban los zapatos de Kira. Sus palabras luchaban contra las de ella, pero él la miraba a los ojos en busca de su consentimiento.
Ella decía "no" a las palabras, y "sí" a la voz que las pronunciaba.
Junto a un anuncio de los Teatros Académicos del Estado, los tres teatros que antes de la revolución se llamaban Imperiales, Kira se detuvo.
– Rigoletto -dijo pensativamente-. ¿Le gusta la ópera, camarada Taganov? -Nunca he oído ninguna. Ella siguió andando. El dijo:
– Pero en la Célula Comunista tengo gran número de entradas. Lo que ocurre es que no me queda tiempo para servirme de ellas. ¿Va usted a menudo?
– No mucho. La última vez fue hace seis años. Soy una burguesa. No podemos permitirnos el lujo de tomar entradas.
– ¿Iría conmigo si la invitase?
– Pruébelo.
– ¿Quiere usted venir conmigo a la Opera, camarada Argounova? Ella sonrió con malicia.
– ¿Su Célula Comunista no tiene en el Instituto una oficina secreta de información acerca de los estudiantes? El frunció un momento el ceño, perplejo. -¿Por qué?
– Por su medio podría usted descubrir que me llamo Kira. El sonrió, con una sonrisa cálida, extraña en sus labios duros y graves.
– Pero esta oficina no le dará medio de saber que mi nombre es Andrei.
– Aceptaré con gusto la invitación, Andrei.
– Gracias, Kira.
A la puerta de la casa de ladrillos rojos de la calle Moika, ella le tendió la mano.
– ¿Puede quebrantar la disciplina del Partido hasta el punto de estrechar la mano de una antirrevolucionaria? -le preguntó.
Andrei estrechó su mano con firmeza.
– La disciplina del Patrtido no debe quebrantarse, pero puede extenderse mucho.
Sus ojos se mantuvieron unidos más tiempos que sus manos en una comprensión silenciosa y atónita. Luego él se alejó con su paso ágil y preciso de soldado. Kira subió corriendo cuatro rellanos, con su vieja boina en la mano, sacudiéndose la melena y riendo.
Capítulo séptimo
Alexander Dimitrievitch guardaba sus ahorros cosidos en la camiseta. Había adquirido la costumbre de llevarse de vez en cuando la mano al corazón, como si le doliese. Tocaba el fajo de billetes y le parecía sentir su certeza bajo los dedos. Cuando necesitaba dinero, descosía los gruesos puntos de algodón blanco, y suspiraba cada vez al ver que el fajo iba disminuyendo. El 16 de noviembre lo descosió por última vez. El impuesto especial a los comerciantes particulares con objeto de aliviar la carestía reinante en el Volga tenía que pagarse, aunque ello le costó el cerrar su tiendecita de tejidos. Alexander Dimitrievitch lo había temido. En todas las esquinas se abrían comercios, llenos de esperanzas y frescos como los hongos después de la lluvia; pero luego, como los hongos, se marchitaban antes de que terminase la mañana. Algunos tenían éxito. Había visto hombres con magníficas pellizas nuevas, pero también con unas caras pálidas y enfermizas y unos ojos que le impulsaban a llevar nerviosamente su mano al fajo de billetes que tenía junto al corazón. Estos hombres eran los que se veían en las primeras filas de los teatros, los que salían de las nuevas tiendas de pastelería con cajas llenas de dulces, cuyo precio habría bastado para sostener una familia durante varios meses; se les veía tomar taxis y pagarlos. Los golfillos de las calles les llamaban los hombres de la NEP, pero sus salientes gorros de piel asomaban por las portezuelas de los automóviles que conducían por las calles de Petrogrado a los más altos funcionarios rojos. Alexander Dimitrievitch reflexionaba melancólicamente sobre los secretos de semejantes hombres, pero la temible palabra "especulador" bastaba para darle escalofríos, y por lo demás, no había nacido para hombre de negocios. Abandonó, pues, las cajas vacías de su predecesor el panadero, pero se llevó consigo el rótulo de tela, ahora ya descolorido, lo dobló cuidadosamente y lo guardó en la misma caja en que guardaba el papel de cartas con el timbre de la Fábrica de Tejidos Argounov.
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