Ayn Rand - Los que vivimos

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Vava Milovskaia, en medio del comedor, aparecía en dos círculos luminosos. Uno, el mayor y más bajo, un largo traje de algodón encarnado, almidonado: el superior y más pequeño, un crisantemo de lucientes rizos negros. Su traje era de algodón, pero se comprendía que era nuevo y caro; además; llevaba un estrecho brazalete de brillantes, y tenía unos ojos maravillosos. -Buenas noches, Vasili Ivanovitch -dijo con melodiosa voz-. Buenas noches, buenas noches. -Se levantó, puso sus manos sobre los hombros del anciano y le besó en la severa frente.- Y esta es Kira, ya lo sé; Kira Argounova. ¡Estoy tan contenta de conocerla, por fin, Kira! Víctor salió de su habitación. Vava repitió con insistencia que había ido a ver a Irina, pero Víctor sabía, como lo sabían todos, que la visita era para él. Seguía con una sonrisa todos los movimientos de la muchacha, y ella sabía que la observaba. Víctor reía alegremente, porfiando con ella; tiró de las orejas a Asha y llevó a su madre un chai de más abrigo, una vez que ésta tosió; refirió anécdotas e incluso llegó a hacer sonreír a Vasili Ivanovitch, que permanecía sentado en un rincón.

– He traído algo que enseñaros; algo maravilloso -susurró Vava misteriosamente mientras sacaba un paquetito de su bolso-. Algo que no habéis visto jamás.

Todas las cabezas se inclinaron: encima de la mesa había una cajita redonda, de color naranja y oro. Vava murmuró las palabras mágicas: -Del extranjero.

Los demás miraban respetuosamente, sin atreverse a tocar. Vava dijo con orgullo, casi sin respirar, esforzándose en darse un aire despreocupado:

– Polvos franceses, auténticamente franceses. Pasados de contrabando de Riga. Una de las clientes de papá se los ha dado a cuenta de sus honorarios.

– ¿Sabes? -dijo Irina-. He oído decir que en el extranjero no sólo usan polvos, sino… figúrate… ¡se pintan los labios! -Sí -dijo Vava-. Y esa señora cliente de papá me ha prometido un lápiz para los labios, la próxima vez. -¡Pero, Vava! ¡No te atreverás a usarlo! -¡No sé! Quizás un poco… una vez de tarde en tarde… -Ninguna mujer decente se pinta los labios -dijo María Petrovna.

– Pero dicen que en el extranjero lo hacen, y que es una cosa corriente.

– ¿En el extranjero? -suspiró melancólicamente María Petrovna-. ¿Pero es que existen tales lugares en la tierra? ¿Es verdad? ¡El extranjero!

No había nieve, pero el barro se había convertido en una gruesa capa de hielo sobre las aceras, y en las tuberías de conducción del agua se veían los primeros carámbanos. El cielo era claro y verdoso, brillante a causa de los acerados centelleos del hielo. Los hombres caminaban lentamente, con prudencia, como si estuviesen aprendiendo a patinar; de vez en cuando resbalaban levantando involuntariamente una pierna, y se cogían al farol más próximo. Los caballos resbalaban también sobre el pavimento helado; bajo sus cascos que arañaban convulsivamente el hielo saltaban chispas.

Kira iba al Instituto. A través de las delgadas suelas de sus zapatos, la acera lisa como un espejo le enviaba un soplo helado piernas arriba. Iba de prisa, andando con inseguridad y resbalando de vez en cuando.

Oyó pasos detrás de sí, unos pasos seguros y resueltos que la hicieron volverse involuntariamente. Vio al tigre domesticado de la cicatriz en la sien. Sus ojos se encontraron. El sonrió. Y ella también. El la saludó tocándose la visera de la gorra. -Buenos días -dijo. -Buenos días -respondió Kira.

El siguió adelante. Kira observó aquella alta figura que andaba de prisa, con los hombros rígidos bajo la chaqueta de cuero y los pies seguros por encima del hielo.

Al llegar frente al Instituto él se detuvo súbitamente y se volvió a aguardarla.

Ella se acercó. La acera bajaba bruscamente, rápida y peligrosa. El le ofreció el brazo para ayudarla. Los pies de Kira resbalaron y la mano fuerte del hombre la cogió del brazo y con presteza, enérgicamente, evitó la caída. -Gracias -dijo ella.

– He pensado que necesitaría auxilio, pero -la miró con el rabillo del ojo y sonriendo ligeramente- supongo que no tiene miedo. -Al contrario, esta vez he tenido mucho miedo -dijo ella, y en su sonrisa hubo una gran comprensión.

El se llevó la mano a la visera de la gorra y se alejó de prisa hacia el interior del Instituto.

Kira vio a un muchacho conocido y le preguntó señalando al hombre de la chaqueta de cuero: -¿Quién es?

El muchacho le miró, y su respuesta tuvo una extraña resonancia de aviso.

– Anda con cuidado -susurró, y murmuró tres letras terroríficas-: G. P. U. -¿De veras? -dijo Kira.

– De veras -replicó el otro, acompañando su respuesta de un largo silbido de desdén.

Capítulo sexto

Durante un mes Kira no se acercó al palacio de la verja en ruinas, ni pensó siquiera en el jardín, porque no quería verlo vacío ni aun ante sus ojos cerrados. Pero el 10 de noviembre fue allí, serena, segura, sin prisa y sin dudas.

La oscuridad procedía no del cielo gris y transparente, sino de los ángulos de las casas, donde las sombras se hacían súbitamente más densas, de una manera casi inexplicable. Lentas columnas de humo salían de las chimeneas, y los rayos de una puesta de sol Invisible y fría, allá a lo lejos, en algún punto detrás de las nubes, las hacían parecer rojizas. En los escaparates de las tiendas, las lámparas de petróleo formaban ruedos amarillentos en los cristales helados, alrededor de los puntitos anaranjados de la llama vacilante. Había nevado. Convertida en barro por los cascos de los caballos, la nieve parecía café aguado, con algunos terroncitos de azúcar que se fueran disolviendo. La ciudad quedaba completamente envuelta en un blando silencio. Incluso el ruido de los cascos de los caballos se oía claro y húmedo, como si alguien hiciese chasquear fuertemente la lengua según un rito bien marcado, y el sonido se propagaba y moría lejos, a lo largo de las oscuras calles.

Kira dobló una esquina y vio las negras lanzas de la verja inclinadas sobre la nieve y los árboles que parecían guardar jirones de algodón entre la negra red de sus ramas desnudas. Se detuvo un momento: no se atrevía a mirar…; luego dirigió la vista al jardín.

El estaba en la escalinata del palacio, con las manos en los bolsillos, el cuello del gabán levantado. Kira se paró a contemplarle. Pero él se dio cuenta de su mirada y se volvió rápidamente.

Salió a su encuentro. Le sonrió. Su boca dibujaba un arco irónico.

– ¡Hola.Kira!

_ Buenas noches, Leo.

Ella se quitó un pesado guante negro y él le tendió la mano desde lejos, estrechando la suya entre sus dedos fuertes y fríos. Luego preguntó:

– Estamos locos, ¿no?

– ¿Por qué?

_ No creía que vinieras. Sé que, por mi parte, no tenía intención de venir.

– ¡Pero estás aquí!

– Al despertarme esta mañana me he dado cuenta de que vendría…, admito que contra todo razonamiento.

– ¿Vives en Petrogrado, ahora?

– No; no había vuelto desde la noche en que te encontré. Varias veces nos hemos quedado sin comer porque yo no podía venir a la ciudad. Pero he vuelto para encontrar a una muchacha en la esquina de una calle. Te felicito, Kira.

– ¿Quién fue que se quedó sin comer porque tú no podías venir a Petrogrado?

La sonrisa de Leo le dijo que había comprendido la pregunta y más aún; pero su única respuesta fue: -Sentémonos.

Se sentaron en la escalinata, y ella golpeó uno contra otro sus pies, para desembarazarlos de la nieve. El le preguntó: -¿De modo que deseas saber con quién vivo? ¿Ves? Mi abrigo está arreglado.

– Ya lo veo.

– Lo ha cosido una mujer, una mujer muy querida y que me quiere.

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