Ayn Rand - Los que vivimos

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La joven que estaba junto a Kira en la fila se apoyó súbitamente, sonriendo, sobre su hombro, con una familiaridad que sorprendió a Kira, que nunca la había visto antes. La joven, de anchas espaldas, llevaba una chaqueta de piel de foca, tenía las piernas cortas y gruesas, calzaba zapatos masculinos sin tacón, cubría sus cabellos cortos y lacios con un pañuelo rojo atado de cualquier manera, y tenía los ojos muy apartados uno de otro, la cara pecosa y redonda, los labios delgados y apretados con tal aire de determinación que casi lograba hacerlos invisibles, y los hombros de su negra chaqueta estaban cubiertos de caspa. Señalando un gran pasquín pegado a la pared en el que se convocaba a todos los estudiantes a una reunión para la elección del Consejo estudiantil, preguntó a Kira: -¿Vas a la reunión esta tarde, camarada? -No -respondió Kira.

– Pues hay que ir, camarada. De todos modos, es algo muy importante. Tienes que votar, ¿sabes? -Nunca en mi vida he votado. -¿Eres de primer año, camarada? -Sí.

– ¡Maravilloso, maravilloso! ¿No lo encuentras maravilloso? -¿Qué?

– El empezar tu educación en un momento glorioso como éste, en que la ciencia es libre y los caminos están abiertos a todos. Ya lo comprendo, todo esto es nuevo para ti y debe parecerte muy extraño. Yo soy de las veteranas; podría ayudarte. -Agradezco el ofrecimiento, pero… -¿Cómo te llamas, querida? -Kira Argounova.

– Yo me llamo Sonia. Sólo camarada Sonia. Todo el mundo me llama así. Seremos buenas amigas, ¿sabes? Lo adivino. Mi mayor alegría es ayudar a las estudiantes jóvenes e inteligentes como tú. -Pero -objetó Kira- yo no tengo idea de haber dicho nada particularmente inteligente. La camarada Sonia prorrumpió en una carcajada. -¡Ah, pero yo conozco a las muchachas! ¡Conozco a las mujeres! Nosotras, las mujeres nuevas que deseamos vivir una vida útil, tener una carrera y ocupar el puesto que nos corresponde junto a los hombres en el trabajo positivo de este mundo, en lugar de las antiguas ocupaciones culinarias, tenemos que unirnos.

Nada me gusta tanto como una estudiante nueva. La camarada Sonia será siempre tu amiga. La camarada Sonia es amiga de todos.

La camarada Sonia sonrió. Sonrió mirando francamente a los ojos de la muchacha que tenía delante, como si, gentilmente, de una manera irrevocable, tomase en sus manos aquellos ojos y la mentalidad que había detrás de ellos. La sonrisa de la camarada Sonia era amistosa, de una cordialidad cortés, insistente y perentoria, que se aprovechaba de la primera palabra pronunciada para apoderarse de uno.

_ Gracias -dijo Kira-, ¿qué es lo que queréis que haga?

– Para empezar, camarada Argounova, tienes que asistir a la reunión. Debemos elegir el Consejo de estudiantes más antiguos. Son nuestros enemigos de clase, ¿sabes? Los estudiantes jóvenes como tú tenéis que apoyar la candidatura de nuestra célula comunista, que tutela vuestros intereses. -¿Eres una de las candidatas de la célula, camarada Sonia? La camarada Sonia sonrió.

– ¿Lo ves? ¡Ya decía yo que eras una muchacha inteligente! Sí, soy una de ellas. He formado parte del Consejo durante dos años. Trabajo duro. Pero ¿qué se le va a hacer? Los camaradas estudiantes parecen tener necesidad de mí y yo tengo que cumplir con mi deber. Ven conmigo y te diré por quién debes votar.

– ¡Oh! -dijo Kira-. ¿Y luego?

– Ya te explicaré. Todos los estudiantes rojos se unen en algún género de actividad social, ¿sabes? Y te conviene no inspirar sospechas de tendencias burguesas. He organizado el círculo marxista. Lo constituye un pequeño grupo de estudiantes jóvenes que yo presido, que quieren aprender la ideología proletaria que todos necesitamos cuando entramos en el mundo para servir al Estado proletario. En realidad, para esto estudiamos, ¿no es verdad?

– ¿Y no se os ha ocurrido -preguntó Kira- que quizás estoy aquí por la extraordinaria y casi increíble razón de que deseo aprender una profesión que me gusta, sólo porque me gusta? La camarada Sonia miró a los ojos de la camarada Argounova y comprendió que se había equivocado.

– Bien -dijo sin sonreír-, como quieras.

– Me parece que asistiré a la reunión -dijo Kira- y creo que voy a votar.

Un anfiteatro de bancos llenos de gente se levantaba como un dique, y las oleadas de estudiantes llenaban las gradas, los pasillos, los antepechos de las ventanas, y se aglomeraban en las aberturas de las puertas abiertas.

Un joven orador se inclinó solícito sobre la mesa de la tribuna, frotándose las manos como un dependiente detrás del mostrador. Su cara parecía haber permanecido largo tiempo detrás de un escaparate: le faltaba un poco de color para que sus ojos fuesen azules, rubios sus cabellos y fresca su tez. Sus pálidos labios no llegaban a encuadrar la oscura abertura de su boca, que se abría y cerraba al par que iba profiriendo gritos que parecían voces de mando militares a su atento auditorio.

– ¡Camaradas! ¡Las puertas de la ciencia están abiertas para todos nosotros, hijos del trabajo! La ciencia está ahora en nuestras callosas manos. Hemos superado el viejo prejuicio burgués de la ciencia objetiva e imparcial. La ciencia no es imparcial. La ciencia es un arma para la lucha de clases. No estamos aquí para apoyar nuestras míseras ambiciones personales. Ya hemos superado el viscoso egoísmo del burgués que lloriqueaba por una carrera individual. Nuestra única meta, nuestro único ideal para entrar en' el Instituto Rojo de Tecnología es ejercitarnos para llegar a ser combatientes plenamente eficaces, a la vanguardia de la cultura y de la constructividad proletaria.

El orador bajó de la tribuna frotándose las manos. Entre los oyentes, algunos aplaudieron ruidosamente, otros continuaron con las manos en los bolsillos de sus fríos gabanes. Kira se inclinó hacia la muchacha pecosa que estaba a su lado y preguntó: -¿Quién es?

– Pavel Syerov. De la célula comunista. Miembro del Partido. Anda con cuidado. Por todos lados está lleno de espías. Los estudiantes estaban formando una masa confusa que llegaba al techo, una masa de caras pálidas y de gabanes viejos y deformados. Pero les dividía una línea invisible; una línea que no iba recta entre los bancos, sino que corría en zigzag a través de la sala colmada de público, una línea que nadie podía ver, pero que todos sentían, una línea precisa y sin misericordia como una lanza afilada.

Un sector llevaba la gorra verde de los antiguos tiempos despreciados por los reglamentos recientes: la llevaba orgullosamente, con aire de desafío, como un distintivo honorífico y una amenaza; el otro sector llevaba pañuelos rojos y elegantes chaquetas militares de cuero. El primero, el más numeroso, envió a la tribuna oradores que recordaron al auditorio que los estudiantes habían tenido siempre buen olfato para reconocer la tiranía, de cualquier color que se vistiera, y un huracán de aplausos retumbó desde el techo hasta las gradas mismas de la tribuna, un aplauso demasiado fuerte, demasiado largo, enérgico, hostil y amenazador como la última palabra de la multitud, como si las manos dijeran más de lo que osaban decir las palabras. El otro sector observaba en silencio, con los ojos fríos y serios. Sus oradores vociferaban acerca de la Dictadura del Proletariado, como si no se dieran cuenta de la súbita carcajada que resonaba no se sabía dónde ni de las descaradas cascaras de semilla de girasol que llovían sobre la nariz del orador.

Eran jóvenes, y confiaban demasiado en que nada tenían que temer. Era la primera vez que hablaban alto, mientras el país, en torno a ellos, había dicho ya hacía tiempo su última palabra. Eran correctos y amables con sus enemigos, como sus enemigos eran correctos y amables con ellos: unos y otros se llamaban "camaradas". De uno y otro lado se sabía bien el silencioso duelo a vida o muerte; pero sólo por un lado, el menos numeroso, se sabía quién se llevaría la victoria. Jóvenes y confiados, en sus chaquetas de cuero y sus pañuelos rojos, éstos contemplaban con implacable tolerancia a los otros, también jóvenes y confiados; y su tolerancia tenía el frío centelleo de una bayoneta escondida que -lo sabían muy bien- no tardaría en aparecer. Pavel Syerov fue a sentarse en el estrado. Se volvió hacia su vecino, un joven esbelto, de cara alargada y flaca, y murmuró:

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