Ayn Rand - Los que vivimos
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El se acercó y la miró sonriendo, con los ojos medio cerrados. Pero cuando sonreía, las comisuras de sus labios no se levantaban, sino que se bajaron y el labio superior se plegó en un rictus sardónico.
– ¿Sola? -preguntó.
– Terriblemente; ¡y hace tanto tiempo! -contestó sencillamente ella.
– Ven conmigo, pues. -Vamos.
La tomó del brazo y ella le siguió. El dijo: Tenemos que ir de prisa; no puedo detenerme por estas calles tan llenas de gente. -Yo tampoco.
Te advierto que no debes preguntarme nada.
No tengo nada que preguntar.
Kíra contemplaba los increíbles trazos de su rostro, tocaba tímidamente, incrédulamente, los largos dedos de la mano que oprimía su brazo.
– ¿Por qué me miras así? -preguntó él. Pero ella no contestó. El dijo:
_ Temo que esta noche no voy a estar de buen humor.
– ¿Puedo ayudarle? -Por eso estás ahí. Súbitamente, el hombre se detuvo.
– ¿Cuánto quieres? -preguntó-. No llevo mucho dinero. Kira le miró y entonces comprendió por qué le había hablado. Se quedó mirándole en silencio a los ojos. Cuando habló, su voz había perdido su tono de respeto: era serena y fría. Dijo: -No será mucho. -¿Adonde vamos?
– Detrás de la esquina he visto un jardincillo. Vamos allí primero.
– ¿No hay ningún miliciano por ahí? -No.
Se sentaron en la escalinata de una gran casa abandonada. Los árboles les resguardaban de la luz de la calle y en sus caras y las paredes se veían manchas iluminadas por los trémulos rayos de los faroles. Sobre sus cabezas, hileras de vacías ventanas se abrían en la piedra vacía. Sobre la puerta del palacio, donde había campeado el escudo de los dueños, la piedra había sido martilleada. La verja del jardín estaba rota y las altas lanzas de hierro estaban inclinadas hacia el suelo, como si se bajasen en un grave saludo. -Quítate la gorra -dijo Kira. -¿Por qué? -Quiero verte.
– ¿Te han enviado en busca de alguien? -No: ¿quién tenía que enviarme?
El, sin contestar, se descubrió la cabeza. La muchacha contemplaba su belleza no con admiración, sino con una incrédula reverencia tímida. Sólo le dijo:
– ¿Siempre vas de paseo con los hombros del gabán desgarrados?
– Esto es todo cuanto me queda. Y tú, ¿contemplas siempre a la gente como si tus ojos fueran a salir de sus órbitas? -Alguna vez.
– Yo que tú, no lo haría. Cuanto menos veas a la gente, tanto mejor para ti. A menos que tengas los nervios muy fuertes y el estómago muy resistente. -Los tengo.
– ¿Y las piernas también?
Alargó el brazo y las puntas de sus dedos levantaron la falda de la muchacha, no muy por encima de las rodillas, ligeramente, con desprecio. Las manos de ella se agarraron a los escalones de piedra. No se bajó la falda, sino que se contuvo y permaneció sentada, inmóvil, helada, sin respirar.
El la miró: sus ojos se dirigían hacia arriba o hacia abajo, pero las comisuras de sus labios sólo se movían hacia abajo. Ella, obediente, sin mirarle, susurró: -Tengo las piernas fuertes. -Bien, pues: si tienes las piernas fuertes, corre… -¿Lejos de ti?
– No; lejos de todos. Pero no pienses más en ello. Bájate la falda. ¿No tienes frío? -No.
Pero se bajó la falda.
– No te fijes en lo que digo -prosiguió él-. ¿Tienes algo de beber en tu casa? -Sí… claro…
– Te advierto que esta noche voy a beber como una esponja. -¿Por qué esta noche? -Es mi costumbre. -No es verdad. -¿Cómo lo sabes? -Sé que no es verdad. -¿Qué más sabes de mí?
_ Que estás muy cansado.
_ Es cierto. He andado toda la noche.
– ¿Por qué?
– Te he dicho que no me preguntes nada.
Contempló a la muchacha que estaba sentada, con la espalda apoyada en la pared. Sólo vio un ojo gris, sereno y firme, y más arriba un rizo de cabellos; vio también la muñeca de una mano escondida en un bolsillo negro, y unas medias negras, cortas, que cubrían unas piernas que se apretaban fuertemente una contra la otra. En la oscuridad adivinó la línea de unos largos labios delgados, el negro moldeado de un esbelto cuerpo que temblaba ligeramente. Sus dedos se cerraron en torno a la media negra. La muchacha no se movió. El se acercó todavía más a la oscura boca y murmuró:
– Deja ya de mirarme como si fuera algo raro. Quiero beber. Quiero una mujer como tú. Quiero hundirme, hundirme, hasta donde puedas llevarme.
– Tienes mucho miedo de que no puedan arrastrarte hacia abajo.
La mano del hombre abandonó la media. Mirándola más de cerca, le preguntó:
– ¿Desde cuándo haces este oficio? -Oh… no hace mucho… -Lo imaginaba.
– Lo siento: he intentado hacerlo lo mejor que he sabido. -¿Qué es lo que intentabas? -Parecer experta.
– ¡Tonta! ¿Por qué? Te prefiero como eres, con esos ojos curiosos que ven demasiado… ¿Qué es lo que te arrastró a esta situación?
– Un hombre.
– ¿Valía la pena?
– Sí.
– ¡Qué apetito!
– ¿De qué?
– De la vida.
Si no se tiene este apetito, ¿para qué sentarse a la mesa?
Ella se rió, y su risa resonó en los huecos ventanales que había encima de sus cabezas, fría y vacía como los ventanales mismos.
– Quizás el recoger sólo algunas ruinas, como haces tú, puede resultar todavía divertido. Quítate el sombrero. Kira se descubrió. Contra la piedra gris, sus cabellos ensortijados, iluminados por la luz que se filtraba a través del follaje, brillaron con un tono cálido como de seda.
El le acarició los cabellos y le preguntó, echándole la cabeza hacia atrás hasta hacerle daño: -¿Amaste a aquel hombre?
– ¿A qué hombre?
– Al que te arrastró a esta vida.
– Yo… -de improviso, Kira se confundió, sorprendida por un pensamiento inesperado
– . No, no le amaba.
– Está bien.
– Y tú… -empezó a decir ella, pero se dio cuenta de que no podía terminar la pregunta.
– Dicen que no siento nada por nadie, excepto por mí mismo -repuso él-, y aun por mí mismo apenas me preocupo.
– ¿Quién lo ha dicho?
– Una persona que no me quiere. Conozco a mucha gente que no me quiere. -Esto está bien.
– Pero nunca conocí a nadie que encontrase que esto está bien.
– Sí; conociste a alguien.
– ¿A quién?
– A ti mismo.
El se inclinó hacia ella, y sus ojos escrutaban la oscuridad; luego se alejó de nuevo y se encogió de hombros.
– Te equivocas. No soy lo que tú supones. Siempre he querido ser uno de esos empleados soviéticos que venden jabón y sonríen a todos los clientes. Ella dijo:
– ¡Eres tan profundamente desgraciado!
Sus caras estaban juntas, tanto que ella sentía sobre sus labios el aliento de él.
– ¿Quién te ha pedido tu simpatía? ¿Acaso crees que lograrás hacerte querer por ti misma? No te hagas ilusiones. Nada me importa lo que pienso de ti, y menos todavía lo que tú piensas de mí. Soy como cualquier otro de los hombres que se han acostado o se acostarán contigo. Kira dijo:
_ Esto significa que te gustaría ser como los demás, pero me parece que estarías contento de saber que nunca me he acostado con nadie.
El la contemplaba en silencio. Bruscamente le preguntó:
_ ¿Eres una… profesional?
– No.
El le preguntó, algo sobresaltado: -¿Qué eres, entonces? -Siéntate. -Contesta.
– Soy una muchacha decente que estudia en el Instituto de Tecnología, y mis padres me echarían de casa si supieran que he hablado con un desconocido por la calle.
El volvió a mirarla; Kira estaba sentada en un peldaño a sus pies y a su vez le contemplaba el rostro con atención. En aquellos ojos, él no vio ni miedo ni ternura, sino una calma insolente. Le preguntó:
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