Ayn Rand - Los que vivimos
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He aquí cómo Kira había entrado en la vida. Hay quien entra bajo la bóveda gris de un templo, con la cabeza inclinada por un reverente temor, mientras arden en su corazón y en sus ojos lámparas votivas. Hay quien entra con un corazón herido y una piel fría que implora llorando el calor del rebaño. Kira Argounova entraba con la espada de un vikingo que le indicaba el camino y un motivo de opereta que le servía de marcha de combate.
El funcionario soviético secó con rabia su pluma en el pañuelo a cuadros, porque se le había caído un borrón de tinta en la última página.
– El trabajo, camarada es el ideal mayor de nuestra vida. Quien no trabaja no come.
La cartilla estaba llena. El funcionario puso el timbre en la última página. En el timbre figuraban una hoz y un martillo cruzados, encima de un globo terrestre.
– Ahí tiene usted su cartilla de trabajo, ciudadana Argounova -dijo el empleado soviético-. Ya es usted un miembro más de la mayor República que jamás ha existido en la historia del mundo. Ojalá su primer pensamiento sea la fraternidad de los obreros y campesinos, como lo es de todos los ciudadanos rusos. Le tendió la cartilla. En la primera página, arriba, se leía el grito de guerra: " ¡Proletarios del mundo obrero, unios! " Debajo de él estaba escrito su nombre: Kira Argounova.
Capítulo cuarto
Las manos de Kira estaban cubiertas de ampollas en los puntos en que el duro cordel había rozado demasiado tiempo. No era fácil subir fardos a un cuarto piso, por ocho tramos de escalera de piedra que olían a gato, mientras los pies sentían el frío a través de las delgadas suelas de los zapatos. Cada vez que volvía a bajar, saltando alegremente los peldaños o dejándose resbalar por el pasamano, para cargar con un nuevo paquete, se encontraba con Lidia, que subía lentamente, apretando contra el pecho sus envoltorios, jadeando y suspirando con amargura mientras su aliento se proyectaba como una oleada de vapor sobre el aire húmedo. -¡Ay, Dios mío…! ¡Virgen Santísima…! Los Argounov habían encontrado un piso.
Esto les había parecido un milagro. Había sido inevitable un apretón de manos entre Alexander Dimitrievitch y el Upravdom, el administrador de la casa; un apretón de manos después del cual la mano de Alexander Dimitrieviteh, lo mismo que la del Upravdom, había quedado vacía. Realmente: tres habitaciones y una cocina merecían una señal de gratitud en una ciudad llena hasta los topes.
– ¿Un baño? -había dicho el Upravdom, indignado, repitiendo la pregunta a Galina Petrovna-. ¡No diga tonterías, ciudadana! ¡No diga usted tonterías!
Necesitaban muebles. Valerosamente, Galina fue a la casa de la calle de Kamenostrovsky. Delante de aquel grandioso edificio que se levantaba majestuoso, se detuvo unos instantes, arrebujando cuanto pudo su delgado cuerpo en el raído abrigo de viejas pieles. Luego abrió el bolso y se empolvó la nariz: aquella masa de granito la imponía y la humillaba. No cerró el bolso; sacó un pañuelo. Las lágrimas, con aquel viento helado, ¡eran tan molestas! Pulsó el timbre.
– Bien, bien. De modo que usted es la ciudadana Argounova -dijo el grueso pintor de carteles, un hombre mofletudo que la hizo entrar y escuchó con paciencia todas sus explicaciones. -Claro está que podrá usted llevarse lo suyo, si yo no lo necesito. Todo está en la cochera; tómelo. Tampoco somos tan crueles. Ya sabemos que para vosotros, los burgueses, es muy duro todo esto.
Galína Petrovna echó una ojeada nostálgica a su gran espejo veneciano cuyo pie de ónix sostenía ahora una papelera; pero no dijo una palabra y salió al patio, dirigiéndose a la cochera. Encontró alguna silla sin patas, algunas piezas de porcelana antigua de valor incalculable, un lavabo, un samovar mohoso, dos camas, una caja llena de trajes suyos viejos y el gran piano de Lidia. Encima de todo ello, a montones, muchos libros de su antigua librería, cajas vacías, pedazos de madera y excrementos de ratón. Llamaron a un carretero para que transportase todo aquello a la vieja casa de ladrillo cuyas sucias ventanas se abrían sobre el sucio riachuelo Moika. Pero no podían pagar dos acarreos; de modo que se hicieron prestar un carretón y Alexander Dimitrievitch, silencioso e indiferente, cargó los fardos que habían quedado en casa de Dunaev y los llevó a su nueva casa. Los cuatro subieron fardos por la escalera, pasando ante puertas mugrientas que alternaban con ventanas rotas. Aquella era una "escalera negra", esto es, una escalera de servicio; pero la casa nueva no tenía puerta para las visitas.
No había luz eléctrica; las cañerías estaban reventadas y había que subir el agua a cubos desde el piso de abajo. En el techo, amarillentas manchas recordaban las pasadas lluvias. -Con un poco de trabajo y un poco de sentido artístico, quedará precioso -había exclamado Galina Petrovna. Alexander Dimitrievitch había contestado con un suspiro. Habían instalado el piano en el comedor, y encima Galina Petrovna había colocado una tetera sin asa ni pico, que era el único resto de su espléndido juego de té de porcelana de Sajonia. Un surtido de platos rotos se guardaban en estantes de ruda madera, que Lidia decoró artísticamente con puntillas de papel. Un periódico doblado sostenía la pata más corta de la mesa; una mecha que flotaba en una taza de aceite de linaza daba, en la negra noche, una mancha de luz sobre el techo, y por la mañana, numerosos hilos de humo que parecían telarañas se balanceaban levemente en el aire.
Galina Petrovna se levantaba antes que nadie. Se echaba sobre los hombros un viejo chal, y, soplando fuertemente, encendía los húmedos leños con que tenía que cocer el mijo para la comida. Alexander Dimitrievitch recorría fatigosamente las dos millas que le separaban de la tienda de tejidos que había abierto. Nunca tomaba el tranvía; siempre había largas colas, y él no hubiera encontrado sitio jamás. Su almacén era una antigua tahona. No hubo medio de que le pusieran un rótulo nuevo. Junto a la puerta, sobre uno de los negros cristales en que campeaba un dorado bizcocho, había debido tender un pedazo de tela con un rudimentario cartel, escrito de través. En el escaparate había puesto dos pañuelos y un delantal. Había rascado de los cajones del panadero las antiguas etiquetas y las había ordenado sobre los estantes vacíos. Y allí pasaba el día, sentado, con los pies helados sobre la estufa de hierro, los brazos cruzados, y medio dormido. Cuando entraba un cliente se apresuraba a pasar detrás del mostrador y sonreía amablemente.
– El mejor pañuelo de la ciudad, ciudadano… seguramente, colores vivos como los del extranjero… ¿Sí aceptaría manteca en lugar de dinero…? Claro está que sí, camarada campesino, claro está que sí… ¿Por media libra? Puedo darle dos pañuelos, ciudadano, y un metro de muselina encima.
Y, sonriendo de contento, guardaba la manteca en el gran cajón que le servía de caja registradora, a veces al lado de una libra de avena.
Después de comer, Lidia se enrollaba al cuello una vieja bufanda de punto, tomaba un cesto bajo el brazo y, suspirando amargamente, se dirigía a la cooperativa. Permanecía en la cola contemplando el lento movimiento de las manecillas del reloj de una torre lejana, y se distraía recitando mentalmente las poesías francesas aprendidas en su infancia.
– ¡Pero si el jabón no me hace ninguna falta, ciudadano -protestaba cuando le llegaba el turno de acercarse al mostrador en aquella tienda que olía a vinagre y a emanaciones humanas-, ni quiero tampoco los arenques ahumados! -No tenemos nada más por hoy, ciudadana. ¡Otro! -Bien, bien; lo tomaré -se apresuraba a decir Lidia-; algo hay que comprar.
Galina Petrovna lavaba los platos después de comer, y luego se ponía los lentes, tomaba dos libras de lentejas de un saco que había traído consigo y las limpiaba cuidadosamente; mondaba las cebollas, mientras las lágrimas le corrían gota a gota por las mejillas; lavaba la camisa de Alexander Dimitrievitch en una palangana de agua fría, y molía bellotas para hacer el café. Si tenía que salir para algo, bajaba la escalera corriendo para no encontrarse con el Upravdom. Si lo encontraba sonreía con demasiada vivacidad y decía con un sonsonete:
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