Ayn Rand - Los que vivimos
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Kira había tenido una institutriz inglesa, una joven de bella sonrisa y rostro pensativo. La había querido… pero a menudo prefería quedarse sola… y se quedaba. Cuando se negó a jugar con un pariente suyo muy pesado, de quien la piedad familiar había hecho un ídolo, nadie volvió a proponerle ningún juego. Cuando echó al pesebre del caballo el primer libro que había leído, que hablaba de unas hadas que premiaban a una generosa niña muy bondadosa, su aya no le compró más libros. Cuando la llevaron a la iglesia y se escapó a media función y se perdió por las calles y no volvió a casa hasta que un coche de la policía la llevó a su desesperada familia, nadie más volvió a llevarla a la iglesia. La residencia veraniega de los Argounov, en los arrabales de una elegante población de verano, en lo alto de una colina que dominaba un río, se hallaba casi aislada por sus espaciosos jardines. La casa, de espaldas al río, daba al declive de la colina, que iba bajando graciosamente cubierta de jardines, de pérgolas, de monumentales fuentes de mármol debidas a los más insignes artistas. El otro lado del monte se erguía sobre el río como una masa de roca y de tierra, que se hubiera dicho salida de un volcán y enfriada en caótico desorden. Remando por el río, hacia el Sur, podía esperarse ver salir a algún dinosauro de las sombrías cavernas recubiertas por enmarañados matorrales, entre los árboles que se elevaban al cielo mientras sus raíces, como enormes arañas, se agarraban desesperadamente a las rocas.
Durante muchos veranos, mientras sus padres visitaban Niza, Biarritz o Viena, Kira se quedó sola pasando sus días en la salvaje libertad de la montoña rocosa; sola, soberana absoluta en su falda azul llena de desgarrones y su blanca blusita sin mangas. La dura tierra hería sus pies desnudos, pero ella saltaba de roca en roca agarrándose a las ramas de los árboles y lanzando sin temor su cuerpo al espacio mientras su falda se abría como un paracaídas. Con tres troncos se había construido una balsa, y apoyada en una larga pértiga recorría el río. En su curso encontraba escollos peligrosos, remolinos terribles. Con sus pies desnudos que sentían, bajo los frágiles leños de la balsa, los embates del río, Kira se erguía poniendo en tensión todo su cuerpo, que se oponía al viento mientras la breve falda azul batía como una vela junto a sus piernas. Sobre el río se encorvaban las ramas, tocando su frente altiva; pero ella huía dejando algún cabello en la maraña de las hojas a cambio de las rojas bayas silvestres que los árboles dejaban en su cabellera.
La primera cosa que Kira aprendió de la vida, y lo primero que sus padres, consternados, aprendieron de ella, fue la alegría de estar sola.
_ Nacida en 1904, ¿eh? -dijo el funcionario soviético-. Entonces tiene usted… veamos… dieciocho años. Dieciocho años.
Tiene usted suerte, ciudadana. Es joven y le quedan muchos años para dedicarse a la causa de los obreros. Una vida entera de disciplina, de dura fatiga y de trabajo útil para la grandeza colectiva.
El funcionario estaba resfriado; se sacó del bolsillo un gran pañuelo a cuadros y se sonó.
Estado civil: soltera.
– De las aventuras de Kira me lavo las manos -había dicho Galina Petrovna-; algunas veces pienso que nació para solterona, y otras veces me parece que para ser… una mujer mala. Kira pasó sus primeros años de faldas algo más largas y de tacones altos en el refugio de Yalta, entre la extraña sociedad de emigrados del Norte, familias de rancios apellidos y de riquezas desaparecidas, que vivían reunidas entre sí, como agarradas a una roca amenazada por olas cada vez más altas. Jóvenes perfectamente peinados, de manos cuidadas con femenil esmero, observaron aquella esbelta joven que se paseaba por las calles agitando una ramita a manera de látigo, con un cuerpo que vibraba al viento bajo un corto vestido que no ocultaba nada. Galina Petrovna sonreía con aprobación a las visitas de los muchachos; pero Kira fruncía tan extrañamente el entrecejo, en una especie de sonrisa fría y burlona, mientras sus labios permanecían inmóviles, que todos los poemas de amor y las intenciones de aquellos jóvenes morían antes de nacer.
De modo que Galina Petrovna cesó pronto de extrañarse de que los hombres no se ocupasen de su hija. Por la noche, Lidia leía ávidamente, ruborizándose, novelas refinadas y pecaminosas que escondía a su madre. Kira empezó a leer uno de aquellos libros, pero la sobrecogió el sueño; de modo que no lo terminó ni volvió jamás a empezar otro. Para ella no había ninguna diferencia entre una hierba cualquiera y una flor, y bostezaba cuando Lidia se sentía inspirada por la belleza de la puesta del sol en las montañas solitarias. En cambio permanecía horas enteras contemplando la silueta que proyectaba sobre la rumorosa llama de un deslumbrante pozo de petróleo el joven soldado que estaba allí de centinela.
Una tarde, mientras paseaban por una calle, Kira se detuvo bruscamente señalando el extraño ángulo formado por un muro blanco que se levantaba contra una techumbre derruida, brillando sobre el cielo negro a causa del reflejo de una vieja linterna: en el muro había una ventana oscura y enrejada como la de una cárcel. -¡Qué hermoso es! -murmuró. -¿Qué es lo que te parece hermoso? -dijo Lidia. -¡Es tan raro…! Hace pensar… como si ahí debiese ocurrir algo…
'-¿Ocurrir a quién? -A mí.
Lidia raramente se interesaba por las emociones de Kira; no eran emociones para ella, sino únicamente los sentimientos de Kira, y la familia entera se alzaba de hombros con impaciencia ante lo que llamaban los sentimientos de Kira. Esta experimentaba lo mismo cuando comía la sopa sin sal, o descubría un gusano que le subía por las desnudas piernas, que cuando oía las súplicas de los muchachos que imploraban su amor con el corazón lacerado, los ojos llenos de ternura y los labios llenos de palabras dulces. Las blancas estatuas de los dioses antiguos sobre su fondo negro de terciopelo, en los museos; las chimeneas humeantes de las fábricas y las vigas de hierro; los músculos tensos como hilos de acero en medio del estrépito de las máquinas, todo ello suscitaba en Kira una admiración igual. Pocas veces visitaba los museos, pero su familia, cuando salía con ella, evitaba pasar junto a las casas, los puentes o las carreteras en construcción. Porque se detenía largo rato a contemplar los rojos ladrillos, las fuertes tablas de roble y las piezas de hierro que, por voluntad del hombre, se mezclaban y superponían. Los domingos nunca fue posible hacerla entrar en un parque público; y las canciones cantadas a coro la hacían taparse los oídos. Nunca había manera de imaginar qué podía gustarle. Cuando Galina Petrovna acompañó a sus hijas a un espectáculo en que se pintaban los sufrimientos de los siervos que el zar Alejandro II había magnánimamente liberado, Lidia lloró al ver a los pobres campesinos que se retorcían de dolor bajo los golpes del látigo; Kira, en cambio, sentada muy erguida, con sus sombríos ojos en éxtasis, observaba el golpe brutal de la fusta en las manos de un alto y joven actor.
_ ¡Qué bello es! -decía Lidia mirando una decoración-. ¡Pa
rece de verdad!
_ ¡Qué bello es! -decía Kira contemplando un panorama-.¡Parece artificial!
– En cierto modo -dijo el funcionario soviético-, vosotras, las mujeres comunistas, tenéis sobre nosotros, los hombres, un privilegio. Vosotras podréis ocuparos de la nueva generación, del porvenir de nuestra República. ¡Hay tantos niños sucios y hambrientos que necesitan las manos amorosas de nuestras mujeres!
Miembro de alguna sociedad: no.
En Yalta, Kira había frecuentado la escuela. En el comedor había muchas mesas. A la hora de comer, las niñas se sentaban en ellas por parejas, de cuatro en cuatro, o por docenas. Kira se sentaba siempre en una mesita en un rincón, sola.
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