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Ayn Rand: Los que vivimos

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Ayn Rand Los que vivimos

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Un día la clase decretó el boicot contra una muchacha pecosa que había suscitado la hostilidad de la más popular de las compañeras, una ruda joven de voz sonora que tenía para todas una sonrisa, un apretón de manos y una orden.

Aquel día, a la hora de comer, la mesita del rincón fue ocupada por dos alumnas: Kira y la niña de las pecas. Ya habían comido la mitad de su plato de harina de maíz hervida, cuando se les acercó indignada la cabecilla de la clase.

¿Ya sabes lo que haces, Argounova?

Estoy comiendo la sopa -contestó Kira-. ¿Quieres sentarte?

¿Sabes qué ha hecho esta niña?

– No tengo la menor idea.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿por qué haces esto por ella? -Te equivocas: no lo hago por ella; lo hago contra las otras veintiocho.

– ¿Crees que es muy bonito ir contra la mayoría? -Creo que cuando se tienen dudas sobre la verdad de un argumento es más seguro y de mejor gusto elegir entre los dos adversarios al menos numeroso…

¿quieres darme la sal, por favor?

A los trece años, Lidia se enamoró de un gran tenor. Tenía su retrato sobre el tocador, y junto a él, en un búcaro de cristal, una sola rosa. A los quince años se enamoró de San Francisco de Asís, que hablaba con los pájaros y socorría a los pobres; entonces soñó con entrar en un convento. Kira no se había enamorado nunca.

El único héroe que había conocido era un vikingo cuya historia había leído en su niñez: un vikingo cuyos ojos no miraban nunca más allá de la punta de su espada; pero para esta espada no había límites; un vikingo que pasaba a través de la vida llevando consigo la destrucción y arrastrando las victorias, que andaba entre las ruinas mientras el sol ceñía su cabeza de una corona cuyo peso él no sentía; un vikingo que se reía del rey, que se reía de los sacerdotes, que no miraba al cielo más que cuando se inclinaba para beber en un límpido manantial y veía reflejada su propia imagen que ensombrecía la bóveda celeste; un vikingo que vivía únicamente para la alegría y la gloria maravillosa del dios que era él mismo. Kira no recordaba nada de lo que había leído antes que esta leyenda, ni deseaba recordar nada de lo que había leído después… Pero nunca olvidó el final: el vikingo estaba erguido en lo alto de una torre, que se elevaba a su vez sobre las murallas de una ciudad que acababa de conquistar. Sonreía como sonríen los hombres cuando miran al cielo; pero cuando miraba hacia abajo, su brazo derecho formaba una línea recta con su espada dirigida al suelo, y su brazo izquierdo, rígido como la espada misma, levantaba al cielo una copa de vino. Los primeros rayos del sol naciente se quebraban en la copa de cristal, que resplandecía como una antorcha blanca, iluminando las caras, por debajo. -¡A la vida -decía el vikingo-, a la vida, que es la razón de sí misma!

– ¿De manera que no está usted sindicada, ciudadana? -dijo el funcionario soviético-. ¡Mala cosa, mala cosa! Los sindicatos son las vigas de acero de nuestra gran construcción estatal, como dijo…- en fin, como dijo uno de nuestros grandes jefes… ¿Qué es un ciudadano? Sólo un ladrillo, que no vale nada si no se une con los demás.

Profesión: estudiante.

De algún punto de la aristocrática Edad Media, Kira había heredado la convicción de que el trabajo y el cansancio eran innobles. Cuando iba a la escuela había tenido siempre las más altas calificaciones, pero sus libros eran los más desordenados. Había quemado sus ejercicios de piano, y nunca se había zurcido las medias. En los jardines se subía a los pedestales de los dioses griegos para besar los fríos labios de éstos, y en los conciertos sinfónicos dormía. Cuando había invitados en casa, se escapaba por la ventana, y no sabía cocer una patata. Nunca iba a la iglesia y raramente leía un periódico.

Pero estaba dispuesta a enfrentarse con el porvenir. Un porvenir de los más arduos: quería ser ingeniero. Lo había decidido cuando, por primera vez, había pensado en esta cosa vaga que llamamos porvenir. Y este primer pensamiento suyo lo había cogido con reverencia, porque su porvenir, precisamente porque era su porvenir, era algo sagrado. Había tenido juguetes mecánicos que ninguna niña había tenido, y había construido naves, puentes y torres. Había observado cómo se trataban el hierro, los ladrillos, los músculos y el vapor. A la cabecera de la cama de Lidia había un icono; a la de Kira, la reproducción de un rascacielos americano. Aunque sus oyentes no la creyeran, ella hablaba de las casas que construiría, casas de vidrio con armazón de acero, como hileras de espejos al sol; hablaba de un puente de blanco aluminio que tendería sobre un río azul… -Pero, Kira, no es posible hacer un puente de aluminio- y hablaba de ruedas, de hombres y de grúas que se moverían a sus órdenes, y de la salida del sol sobre el esqueleto de acero de un rascacielos.

Sabía que tenía una vida, y que esta vida era la suya Se daba cuenta del trabajo que había elegido y de lo que esperaba de la existencia. Y esperaba también algo más; no sabía qué; pero era algo que le había sido prometido, prometido en un recuerdo de su infancia.

Cuando el sol de verano declinaba detrás de las montañas, Kira se sentaba sobre una alta roca y contemplaba el elegante casino de juego, a lo lejos, río abajo.

La cumbre del pabellón de la música se destacaba sobre el cielo enrojecido, y esbeltas figuras femeninas se movían sobre el marco anaranjado de las puertas iluminadas. En el pabellón tocaba una orquesta. Tocaba vivas melodías de opereta. Hasta Kira llegaban haces de luz, vibrar de copas, roncar de automóviles de reluciente negrura; en una palabra, todo el jadeo de las noches de las capitales de Europa resumido en un oscuro cielo nocturno sobre un río silencioso y junto a una rocosa montaña cubierta de árboles primitivos.

Las músicas ligeras de los casinos de juego y de los cafés concierto, aquellas canciones que cantaban a través de Europa entera unas muchachas de deslumbrantes ojos y de ondulantes caderas, tenían para Kira un significado que no tenían para nadie más. Le daban la impresión de la alegría de vivir; una alegría profunda y leve a la vez, como los pies de una danzarina. Y como adoraba la alegría, Kira reía muy poco y no iba nunca a ver comedias. Y como tenía un instinto profundo contra todo lo pesado y solemne, Kira sentía una reverencia solemne por aquellas canciones de una frivolidad desafiadora. Le llegaban de un extraño mundo donde las personas mayores se movían entre luces de colores y blancas mesas, donde había tantas cosas que no podía entender, pero que la estaban aguardando. Venían de su porvenir. Había elegido como suya una canción de una antigua opereta, que se llamaba: La canción de la copa rota. Una célebre cantatriz vienesa la había puesto de moda. En el escenario se veía una balaustrada desde donde se contemplaban las deslumbrantes luces de una gran ciudad. Alineadas sobre la balaustrada estaban una serie de resplandecientes copas de cristal llenas de vino. La hermosa mujer iba cantando y ligeramente, casi sin tocarlas daba con el pie a las copas, una tras otra; y las copas volaban en añicos, vibrando y salpicando las medias de las piernas más hermosas de Europa. La música daba unos golpes secos, y luego estallaban de pronto unas cascadas de notas, parecidas al cristal que se quiebra. Tenía unas notas lentas como si las cuerdas del violín temblasen vacilando; pero intensas y seguras como si marcasen el paso antes de romper en una argentina carcajada.

El viento echaba los cabellos de Kira a sus ojos y hacía estremecer con las corrientes de aire sus desnudos tobillos, que colgaban de lo alto de la roca.

En el crepúsculo parecía que el cielo, mientras oscurecía, se fuese elevando cada vez más; y luego caía sobre el río la primera estrella. Mientras, sentada sobre una resbaladiza roca, una chiquilla solitaria escuchaba su canción preferida y sonreía a las promesas que le anunciaba.

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