Ayn Rand - Los que vivimos
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Sobre esta sombra se tambaleaba un marinero, agitando los brazos y escupiendo cascaras de semilla de girasol.
Un pesado camión, reluciente de bayonetas, pasó estrepitosamente junto al coche. Entre las bayonetas Kira vislumbró una cara blanca, surcada por dos hoyos profundos: unos ojos espantosamente negros. Víctor estaba diciendo: Un hombre moderno culto debe conservar un punto de vista objetivo que le permita ver, cualesquiera que sean sus convicciones personales, nuestra época como un tremendo drama histórico, un momento de importancia gigantesca para la humanidad. ¡Tonterías! -repuso Kira-. Es una necesidad eterna y desagradable la de que las masas existan y nos hagan sentir su existencia. Y en el momento actual nos la hacen sentir de una manera particularmente molesta. Eso es todo.
– Tu punto de vista, Kira, no es ni razonable ni científico -dijo Víctor, y habló del calor estético de la escultura, de los ballets modernos y de los poetas nuevos, cuyos versos se publicaban en graciosos libritos de relucientes cubiertas de papel blanco. Víctor tenía siempre sobre su escritorio el último libro de poesías junto con el último tratado de sociología -para guardar el equilibrio, según explicó-, y luego recitó con voz inexpresiva su poema favorito al par que lentamente se apoderaba de la mano de Kira. Kira retiró su mano y miró los faroles que corrían a lo largo de la calle. El coche dio la vuelta a una plaza. Kira se dio cuenta de que estaba siguiendo el curso de un río, porque por un lado el cielo negro había caído más abajo que la tierra, en un abismo frío y húmedo, y a lo largo de este abismo lucían blancas franjas perezosamente reflejadas por los solitarios reverberos que brillaban más altos, a lo lejos, en medio de la oscuridad. Por el otro lado, las altas casas negras recortaban en el cielo un perfil de urnas, estatuas y balustradas. En los palacios todo estaba a oscuras. Los cascos de los caballos, al resonar contra los adoquines, despertaban los ecos de largas procesiones de salones vacíos. En el Jardín de Verano, Víctor despidió el coche. Pasearon abriéndose paso con dificultad por una alfombra de hojas caídas que nadie se cuidaba de recoger. No se veía ninguna luz; ningún otro visitante estorbaba la silenciosa desolación de aquel famoso parque. En torno a Víctor y a Kira, negras bóvedas de añosas encinas habían ocultado súbitamente la ciudad y en la húmeda oscuridad llena de murmullos y oliendo a musgo, a hojas mojadas y a otoño, blancas sombras de estatuas les señalaban los largos paseos rectos. Víctor, sacándose el pañuelo, secó un banco humedecido por el rocío. Allí se sentaron, bajo la estatua de una diosa griega de rota nariz. Una hoja de plátano cayó planeando lentamente: fluctuó alrededor de su cabeza y acabó posándose en uno de los brazos de la estatua, que había perdido la mano.
El brazo de Víctor rodeó los hombros de Kira. Ella se retiró. Víctor, inclinándose sobre ella, murmuró suspirando cuánto había aguardado el momento de hablarla a solas. Había tenido muchas aventuras, muchas mujeres que habían sido demasiado amables para con él, pero él siempre se había sentido infeliz y solo, comprendía que su alma tímida y sensible, trabada por las convenciones, no se había despertado todavía a la vida, al amor. Kira se apartó todavía más y se esforzó en cambiar la conversación. -¿No has pensando nunca en el amor, Kira? -Nunca; ni nunca pensaré. Y no me gusta ni el nombre. Ahora que ya lo sabes podemos volver a casa. Se levantó; pero él la cogió de la muñeca. -No; todavía no.
Kira estaba entre sus brazos. Retiró vivamente su cabeza hacia atrás, y el violento beso que iba destinado a sus labios desfloró apenas su mejilla.
Con un movimiento rápido, Kira se liberó y rechazó a Víctor hacia el poyo. Suspiró profundamente y se cerró el cuello del abrigo. -Buenas noches, Víctor, me voy a casa… sola. Confuso, él se levantó. -Lo siento, Kira. Te acompaño.
– He dicho que voy sola.
– ¡Sabes de sobra que no puede ser! Es peligroso. Una muchacha como tú no puede andar sola por las calles a estas horas. -No tengo miedo a nada.
Kira se marchó, y Víctor fue tras ella. Salieron del Jardín de Verano. En la calle desierta, un miliciano, apoyado al parapeto, contemplaba absorto los reflejos de la luz en el agua.
_ Si no me dejas inmediatamente -dijo Kira- le diré al miliciano que eres un extraño que me está importunando.
_ Yo le diré que mientes.
_ No lo podrías probar hasta mañana por la mañana. Mientras tanto pasarías la noche en la cárcel. -Bien. Puedo probar. Kira se acercó al miliciano.
_ Perdón, camarada -empezó… y viendo que Víctor se volvía y se alejaba rápidamente-, ¿puedes decirme hacia dónde está la Moika?
Ahora Kira andaba sola por las oscuras calles de Petrogrado. Estas parecían un escenario abandonado. En las ventanas, ni una luz. Por encima de los tejados, sobre el fondo de las nubes que vagaban, se elevaba la torre de una iglesia; parecía que vacilase, amenazadora, en medio de un cielo inmóvil, pronta a derrumbarse.
En los cerrados zaguanes humeaban las linternas; a través de sus enrejadas ventanillas, los vigilantes nocturnos seguían con los ojos a la muchacha solitaria. Milicianos soñolientos y de torvo aspecto le lanzaban oblicuas miradas. Un cochero, que se había despertado al ruido de sus pasos, le ofreció sus servicios. Un marinero intentó seguirla, pero la expresión de su cara le hizo renunciar a ello. Silenciosamente, al acercarse ella, un gato saltó de una ventana al suelo.
Era mucho más tarde de las doce cuando Kira se encontró de improviso en una calle viva en medio de la ciudad muerta. Amarillas aberturas veladas por cortinas, aberturas luminosas rompían la fría línea severa de los muros, proyectando sus reflejos sobre la acera, a la que se abrían puertas de cristales. Muy lejos, oscuros tejados parecían encontrarse en el cielo oscuro sobre el estrecho espacio libre que dejaban entre ellas las moles de piedra. Kira se detuvo. Se oía un fonógrafo; desde una ventana iluminada se difundía la música en el silencio. Era la Canción de la copa rota. Era el canto de una esperanza sin nombre que la asustaba porque sentía su embriagadora promesa que ella no sabía definir: casi ni habría podido decir si era realmente una promesa lo que le brindaba aquella canción; sólo sabía que le producía una emoción, un sufrimiento que se extendía por todo su cuerpo.
Una explosión de rápidas notas triunfales; las cuerdas del violín no podían detenerlas; parecían puntapiés de desafío contra copas de cristal. Y, en lo alto, en los espacios por donde corrían las nubes hechas jirones, el cielo negro quedaba espolvoreado de los luminosos añicos del cristal roto.
La música cesó. En el aire se oyó el eco de una risotada. Un brazo desnudo bajó la cortina de aquella ventana.
Entonces Kira se dio cuenta de que no estaba sola. Vio mujeres de labios pintados de escarlata y caras que los polvos habían dejado más blancas que la nieve, pañuelos rojos, faldas cortas y piernas que salían de altos borceguíes anudados demasiado estrechos. Vio cómo un hombre tomaba del brazo a una mujer y luego ambos desaparecían por una puerta de cristales. Comprendió dónde se hallaba. Apresuradamente, nerviosa, quiso huir de allí. En la esquina más próxima se detuvo. El hombre era alto. Llevaba el cuello levantado, la gorra caída sobre los ojos. Su boca, severa, serena y despectiva, parecía la de un capitán de otros tiempos en el momento de mandar a sus hombres a la muerte, y sus ojos parecían contemplar la ejecución de esa orden.
Kira se acercó a un farol, miró de hito en hito al hombre y le sonrió. Lo hizo sin pensar; no se dio cuenta de lo ilógico de su esperanza de que él la conociera como ella le conocía. El se detuvo y la miró. -Buenas noches -dijo. Y Kira, que creía en los milagros, contestó: -Buenas noches.
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